Pocos días antes del 15 de setiembre, fecha de nuestra independencia, la abogada Marina Ramírez, en el artículo “Quiero creer” (LN, 25,08,2008) destaca la implicaciones de la conducta de ciertos funcionarios públicos, a propósito de las célebres “consultorías pagadas por el BCIE”. Resalta que, de conformidad con la ley, es absolutamente inapropiado que en actividades propias del Poder Ejecutivo participe un magistrado suplente, o la Contralora de la República. Aunque la señora Rocío Aguilar dice que “no se ha ejercido presiones sobre ella”, la abogada Ramírez llega a una conclusión que, en nuestro criterio, es realmente alarmante. “Nuestros altos jerarcas institucionales han perdido la conciencia sobre la importancia y trascendencia de su investidura y de los papeles que les corresponde cumplir en una democracia que tiene como fundamento la división de poderes y los pesos y contrapesos en el ejercicio del poder”.
Esta aseveración es muy significativa, pues, justamente, gracias a la independencia, Costa Rica “nació republicana”, según la expresión del abogado e historiador Hernán Peralta. En efecto, desde que el país dio los primeros pasos como “cuerpo político soberano” adoptó la república como forma de gobierno, o sea, un sistema contrapuesto a la monarquía y que se caracteriza porque los gobernantes son elegidos y tienen un mandato limitado y temporal, y porque tiene como esencia crucial la división de poderes.
Para comprender la trascendencia de ese orden de cosas, es necesario tener presente que al poner en práctica las ideas de las teorías de los siglos XVII y XVIII, las revoluciones “americana” y francesa convirtieron en actores políticos fundamentales a las naciones modernas o políticas. En el caso del imperio hispánico – en sus dos pilares, el peninsular y el americano – la convocatoria de las Cortes en 1810 abrió la posibilidad para que el régimen dinástico deviniera una “nación moderna” (término usado por los constituyentes que participaron en las Cortes de Cádiz), como eran en ese momento, para ellos, Inglaterra, Francia y Estados Unidos.
El surgimiento de la nación moderna en Europa y América no fue producto de ningún invento o fantasía. Fue el resultado de cambios profundos en el orden político, social y económico. Así, en el mundo hispánico, entre 1810 y 1814, esas Cortes hicieron una profunda labor legislativa: decretaron la libertad política de la imprenta; abolieron el regimiento señorial; suprimieron la Inquisición y acabaron en el absolutismo (claro que Fernando VII hizo todo lo posible para volver al orden absolutista). En un acto de ruptura radical con el pasado, proclamaron el principio de la soberanía nacional, de lo que se deducía que la nación no podía ser patrimonio de ninguna familia ni persona. Al contrario, los constituyentes de Cádiz determinaron que la nación era el sujeto esencial de la soberanía, con lo que se destruía el fundamento teórico más importante de la monarquía. Asimismo, al visualizarse la nación como soberanía colectiva, el conjunto de sus miembros, los ciudadanos, pasaron a ser los nuevos soberanos. En consecuencia, a la educación se le encomendó una tarea primordial: “educar para que la población pudiera gozar del honroso titulo de ciudadano”.
Toda esa obra legislativa realizada por los constituyentes gaditanos quedó plasmada en la Constitución de Cádiz de 1812, con la cual el mundo hispánico incorporó como eje rector de la vida colectiva el constitucionalismo, esto es, el conjunto de principios y normas que determinan los derechos y obligaciones de los ciudadanos y delimitan al ámbito de acción de los poderes públicos. Principio que estaba en concordancia con la Declaración de Derechos de Hombre y del Ciudadano, la cual en el artículo 16 establecía que “toda sociedad en la que no está asegurada la garantía de los derechos y determinada la separación de los poderes no tiene constitución”.
Pues bien, todos esos cambios radicales vividos en el imperio hispánico afectaron profundamente a la alejada y bucólica provincia de Costa Rica. Desde que un correo llegó a Cartago en 1812 con un ejemplar de la Constitución de Cádiz, esta provincia, a pesar de la oposición abierta o solapada de los nostálgicos del antiguo régimen, empezó a ser permeada por los valores o atributos de lo que se ha designado como modernidad política (soberanía popular, división de poderes, republicanismo y constitucionalismo). En adelante, aunque no de manera lineal, los “costaricas” organizaron su vida en torno a lo establecido por la “sabia constitución”. Esa transformación había calado tan hondo en 1821, que pocas semanas después de conocerse el acta de Guatemala del 15 de setiembre, los habitantes de Costa Rica fueron capaces de elaborar un nuevo contrato social, punto de partida de la construcción de ese “cuerpo político soberano” llamado Estado costarricense.
Desde 1821 hasta hoy, muchas generaciones de costarricenses han tratado de que los valores que han regido nuestra vida colectiva concuerden con la realidad. Si bien la independencia es algo por lo que se debe seguir luchando (proceso en construcción), 187 años después se puede decir que el resultado global es bastante positivo.
Desafortunadamente en los últimos años, desde que surgió el empeño por la reelección, el Poder ejecutivo ha realizado acciones que han minado el principio del equilibrio de poderes o sistema de frenos y contrapesos…
Ese comportamiento de los funcionarios públicos es lo que, en palabras de Marina Ramírez, contribuye a “menoscabar la institucionalidad democrática”. Debemos reaccionar contra esa situación para que Costa Rica que “nació republicana” lo siga siendo, y para que así, la independencia no pierda nunca su significado.
* Historiador
Publicado originalmente el 4 de set 2008