Es mediodía del primer domingo de julio de 1856. El Presidente Mora acaba de reintegrarse al mando del Estado, tras cuatro meses de campaña bélica en Guanacaste y Rivas, más unos pocos días de tregua e introspección en su hacienda alajuelense de Los Ojos de Agua. Todo parece indicar que ha descendido al punto más bajo de debilidad política posible: la Guerra Patria, interrumpida; el adversario conquistador, reorganizándose; el régimen filibustero, reconocido por Washington; Centroamérica, aún en pláticas; la peste del cólera, en ascenso; las arcas del Estado, exhaustas; la élite cafetócrata, escindida a muerte.
Después de comulgar en la catedral, se reencuentra con su Ejército en la revista militar de la Plaza Mayor. Con su voz grave, proclama: «Somos dignos de nuestros antepasados. Somos siempre los defensores del orden y la libertad nacional». Estas son palabras-fuerza, conceptos definitorios, lenguaje que trasciende la circunstancia. Si se quiere, es quizá el instante en que, del empresario devenido en gobernante y caudillo, surge el estadista, como se verá enseguida.
A 35 años de la emancipación de España, el adalid dice que constituimos una nacionalidad, somos una persona colectiva, formamos un organismo viviente, tenemos una forma propia de ser. El idioma, las costumbres, la religión, el territorio, compartidos, nos sustentan en la voluntad de vivir juntos para beneficio mutuo. Hay conciencia temprana de que la humanidad puede contar con la variedad cultural, como quien dice, del «homo costarricensis», no mejor a otros pero si distinto. Es que, nada amalgama más a los pueblos en un poderoso sentimiento nacional, como el dolor y la gloria comunes.
Está de duelo por el recién fallecido vicepresidente, don Francisco Ma Oreamuno, fulminado por el cólera asiático. Su primo segundo, don Juan Mora Fernández, el primer Jefe de Estado, ha expirado dos años antes. En las batallas de Rivas, Santa Rosa y Sardinal acaban de morir por la patria 163 oficiales y soldados, muchos de ellos amigos suyos. Se cuentan por millares las víctimas de la peste. La estirpe de los Mora practica la devoción por sus ancestros, cultiva las virtudes familiares, valora la piedad filial y la lealtad fraterna. Traslada esa filosofía de vida a la que él estima como la gran familia costarricense, con fe católica en sus fieles difuntos. En este terruño esmeralda están enterrados sus deudos, sus hijos nacieron en el mismo suelo próvido. La nación posee hondas raíces, es continuidad antañona y desarrollo futuro, no es invención artificiosa.
Hay dos formas de culto a los antepasados, enseñaba el filósofo Roberto Murillo: pueden evocarse muertos, para morir con ellos, o recordárselos vivos, prestándoles nuestra existencia para recibir de ellos algo de su esencia. La nobleza de alma, la integridad y la magnanimidad nos ayudan a ser dignos de nuestros mayores: padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, ojalá satisfechos de nuestra conducta cívica: prestos a costaenrriquecer la herencia que ellos nos legaron, en especial la defensa del orden y de la libertad.
El patricio cree que el progreso hacia la riqueza general y el bienestar compartido dependen de una convivencia ordenada, segura, pacífica y equilibrada. Él ejerce, como primer ciudadano entre 160.000 costarricenses, una tutela preventiva, persuasiva más que represiva: la libertad de cada uno, acotada por los derechos de sus semejantes. Animados todos por un conjunto de finalidades superiores, la justicia y la solidaridad entre ellas, que idealmente han de caracterizar las relaciones sociales.
Cree el prócer que la única libertad digna de ese nombre es la de procurar nuestro bien a nuestra manera, como nación, familia o persona. Un país en el cual el libre desarrollo de cada uno sea condición del libre desarrollo de todos. Pero también, libertad como soberanía política e independencia nacional, bienes supremos por cuya supervivencia se pelea valerosamente contra la agresión del filibusterismo esclavista.
Adversidad e incomprensión. Debe tenerse presente el turbulento entorno de aquel memorable domingo, para apreciar el alcance de sus afirmaciones vigentes todavía. Mientras el joven presidente comanda al pueblo en armas, San José ha sido convertida en un nudo de víboras imposible de desenlazar, que exige tasajearlo de un navajazo. El 18 de junio, «el Gobierno toma medidas activas para sofocar una revolución premeditada», informa el cónsul británico, quien agrega que_ «el 30 era la fecha decidida para la sublevación y el cambio de gobierno»._ Al malestar acumulado por el monopolio fiscal en la destilación de licores y por la clausura temporal del Congreso cuatro años atrás, se suma la amarga censura por los empréstitos de guerra de 100.000 pesos uno y otro de 50.000 –el enojo es mayor entre _«capitalistas, cuyo patriotismo se halla en la billetera»_–. «Algunos individuos, dirigidos por el expresidente don José Ma Castro, formaron una conspiración contra» Don Juanito, «pero este ha logrado descubrirla», informa el ministro de España. Hay confinados y expatriados,_ «personas de pro»_, reporta el cónsul de Estados Unidos.
En tal contexto, el Presidente Mora advierte a la tropa, con verbo claro y convincente:
«Los filibusteros relacionados con los ambiciosos enemigos de la patria, no cesan en sus maquinaciones: aquí mismo han pretendido emponzoñar nuestra ventura para dividirnos, lanzarnos a una lucha intestina, y cuando vieran a Costa Rica convertida… en otra infeliz Nicaragua, uncirla al carro de la fortuna de una horda de bandidos. No lo conseguirán. En todo tiempo sabremos preferir el orden y la libertad a pérfidas ofertas revolucionarias, la pobreza al deshonor, la guerra a la ignominia, la muerte a la esclavitud. He jurado sacrificar mi fortuna, mi reposo, mi vida por el buen nombre y por la independencia de mi Patria. Cumpliré mi juramento».
Costa Rica se dispone a reanudar la Guerra Patria con esos mismos soldados que lo escuchan con respeto, lo admiran con afecto y lo siguen hasta la oblación de su vida. La decisión lo coloca en conflicto con hombres de importancia, quienes sostienen que el país debe hacer solo una guerra defensiva: esa moderación sería funesta ante un enemigo inescrupuloso. ¿De dónde saca el estadista tal entereza, tamaña voluntad y tanta capacidad para levantarse sobre la adversidad y la incomprensión, dejar atrás las desgracias de la peste del cólera, y persuadir a los costarricenses para continuar la lucha? Rendirse no forma parte de su naturaleza. ¡Qué valor el suyo, qué agallas de varón, cuánta certeza en la victoria!
Este es el sentido de las palabras inscritas en la placa de bronce que hoy se descubre en este santuario de la libertad, adyacente a la Casa Amarilla. Son conceptos henchidos de significado, que aún reverberan en la conciencia cívica, como mensaje actual del Padre de la Patria.
Fuente: Página Abierta
Diario Extra