por Jaime Ordoñez
El tiempo pone todo en su lugar. El tiempo desnuda, aclara, perfila, equilibra. El oscuro e insignificante novelista de Praga que nunca publicó una línea en vida y que se desveló con los pasadizos sin luz y las puertas falsas y ciegas, se volvió, un siglo después, en un ícono literario, en el único escritor clarividente que fue capaz de profetizar los laberintos del poder del siglo XX y XXI. Por otra parte, el que parecía un gigante en su día, devino con los años en un ser apenas memorable, casi ordinario. El tiempo ordena, aclara. Y también verifica resurrecciones y vindicaciones.
Tal sucede con los políticos también. Por esas extraordinarias sumas y restas que los años van haciendo, la figura del expresidente de Costa Rica, Rodrigo Carazo, sólo ha ganado con el tiempo. El próximo jueves 7 de abril se presentará, a las 7:00 pm en el Instituto de México, en Barrio Los Yoses de San José de Costa Rica, el libro Carazo, en el corazón del pueblo, el cual recoge más de una centena de artículos. Lo he leído de un tirón y me ha parecido entrañable. Pocas veces he leído a tantas personas referirse a un conciudadano con tanto respeto y admiración. ¿Cuáles fueron esas virtudes que hacen que Rodrigo Carazo, admirado y denostado en su día, sea hoy recordado con amplio cariño ciudadano, un sentimiento que la historia, siempre implacable, no concede a todos los ex gobernantes?
En una pequeña nota publicada aquí después de su muerte argumenté tres razones. En primer lugar, su coherencia y valentía. Carazo fue un hombre que vivió como pensó, lo que es mucho decir en estos tiempos. No vivía de cálculos y acomodos. Aciertos y errores habrá tenido, como cualquier ser humano y cualquier político. Sin embargo, en lo esencial fue un hombre transparente y un tenaz luchador. Desde el movimiento contra el contrato de ALCOA en 1971, pasando por el enfrentamiento que tuvo en su presidencia contra el FMI y la política de reducción de gasto social de los organismos financieros de Bretton Woods a inicios de los 80, hasta su participación en el referéndum del TLC con los EEUU, Carazo tomó decisiones y las sostuvo hasta el final, contra viento y marea.
La segunda virtud fue su vocación social y humana. Carazo perteneció a una raza de políticos latinoamericanos que, efectivamente, creía en los derechos humanos y en la política como una técnica social para ayudar a los más desfavorecidos, y no como un instrumento de enriquecimiento o vanidad personal. Su sello está en obras decisivas para los derechos humanos del hemisferio como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la Universidad para la Paz y el IIDH. Sin Carazo la revolución nicaragüense que derrocó a Anastasio Somoza quizá no se hubiera dado en julio de 1979, sino algunos años después.
Su tercer gran atributo fue su modestia. Tenía la modestia y la serenidad de los hombres seguros, quienes no necesitan demostrar nada. A la prueba me remitiré. Toda su obra pública tiene un simple sello: Construido por el pueblo, 1978-1982. No necesitaba poner su nombre en esas placas. No le hacía falta a su ego. No le era imperioso tratar de fijar su nombre en la posteridad. Y quizá, justamente por eso, el pueblo hoy le recuerda con cariño. Luis Chávez, uno de nuestros mejores escritores jóvenes, lo dijo con justeza: “_Siempre he pensado que los humanos nos vemos más pequeños desnudos y muertos. Ese ataúd llevaba adentro un hombre más grande. Llevaba los restos de un hombre que por efecto de una aritmética extraña, impenetrable, mejora a otros._”