Monseñor Romero: Iglesia y las organizaciones políticas populares

Un sacerdote que estuvo junto a su pueblo y no junto al dinero.
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Además:
La ONU declaró el 24 de marzo como el Día Mundial por el derecho a la Verdad “Moseñor Oscar Arnunlfo Romero”

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Tercera Carta Pastoral de
Monseñor Oscar A. Romero
Arzobispo de San Salvador

Y Primera de
Monseñor Arturo Rivera y Damas
Obispo de Santiago de María

A nuestros queridos hermanos y hermanas:
El Señor Obispo Auxiliar de San Salvador;
los Presbíteros,
los Religiosos,
las Religiosas
y el Laicado de la Arquidiócesis de San Salvador y de la Diócesis de Santiago de María.

Para ustedes y para todos los hombres de Buena Voluntad.

LA PAZ DE JESUCRISTO, NUESTRO DIVINO SALVADOR.
IGLESIA Y ORGANIZACIONES POLÍTICAS Y POPULARES

A la luz de la transfiguración y del recuerdo de Pablo VI.

Ya habíamos pensado, el Arzobispo de San Salvador y el Obispo de Santiago de María, dirigir a nuestras Diócesis esta Carta Pastoral, al regresar de nuestra visita “ad limina apostolorum” y como un homenaje al Divino Salvador en la fiesta patronal de la Transfiguración.

Pero nunca nos imaginamos que la sorpresiva muerte de Su Santidad Pablo VI, ya de feliz memoria, vendría a avalar con resplandores de nuevas motivaciones una y otra circunstancia.

En efecto, quien hubiera imaginado esta expresiva coincidencia de la pascua de Pablo VI con nuestra fiestas titulares de la Transfiguración. Por eso el último mensaje de su luminoso magisterio, la breve alocución que había escrito para leerla en el “ángelus” del 6 de agosto –se nos ocurre una querida herencia de familia, pues se la inspiró el Divino Patrono de El Salvador: “Aquel cuerpo que se transfigura ante los ojos atónitos de sus discípulos –comentó Su Santidad- es el Cuerpo de Cristo –nuestro hermano, pero es también nuestro cuerpo llamado a la gloria. Aquella luz que lo inunda es y será nuestra parte de herencia y esplendor. Estamos llamados a compartir esta gloria porque somos participantes de la naturaleza divina”. Y tras el éxtasis de la trascendencia que iluminó el último día de su vida mortal, la mirada del Pontífice volvía a la tierra en angustiosa preocupación por los pobres y en un reclamo de justicia social al mundo, al pensar que las circunstancias económicas y sociales no permiten a muchos disfrutar el merecido descanso de las vacaciones anuales festivas.

También nuestra reciente con el Pastor Supremo de la Iglesia y sus sabios consejos pastorales, recobran con su muerte el carácter solemne de una despedida y un testamento. Las mismas perspectivas de trascendencia hacia lo definitivo y eterno y la misma preocupación por las necesidades concretas de nuestro pueblo “confirmaron” nuestro servicio episcopal cuando, aquel inolvidable 21 de junio, nos hablaba con la ternura de un padre que ya presiente cercana la muerte, pero con la firmeza y luminosidad de un profeta que conoce, desde hace mucho tiempo y muy de cerca, la situación histórica de El Salvador y exhorta a sus pastores a guiarlos y confortarlo por los caminos de la justicia y del amor del Evangelio.

Sentimos pues, que la luz con que nuestra carta quiere iluminar el camino de nuestras Diócesis, es la luz auténtica del Evangelio y del Magisterio de la Iglesia. Sentimos que la Transfiguración de Cristo que en la hora suprema de un gran Pontífice iluminó la vocación divina de los hombres y descubrió las desigualdades injustas de la tierra, tiene claridades y energías muy válidas para ofrecer –desde el análisis de los acontecimientos que nos anegan en un mar de amarguras y confusiones- una respuesta eficaz a los serios interrogantes que se nos hacen acerca de un posible camino de salida para el difícil momento que atraviesa el país.

En la línea del Magisterio Universal.

Por eso el Padre nos ofrece al Divino Transfigurado como Hijo de sus complacencias y nos ordena escuchando como Salvador y Maestro del mundo.

La Iglesia, que es prolongación de la enseñanza y de la salvación de Cristo, nunca se ha callado ante situaciones concretas. Los testimonios del Concilio Vaticano II, que siempre fue el punto de referencia del Magisterio de Pablo VI; su aplicación a América Latina en los Documentos de Medellín; los últimos Papas, numerosos episcopados latinoamericanos y la propia tradición de la Iglesia salvadoreña, nos manifiestan que la Iglesia ha estado siempre presente cuando la situación de una sociedad aparece claramente como “situación de pecado” (Med. Paz, 1) y necesita de la iluminación de la Palabra de Dios y de la palabra histórica de la Iglesia. Esta misión profética de la Iglesia en defensa de los pobres, que siempre han sido los privilegiados del Señor g(Pablo VI E.N. I2), cuenta en América Latina apóstoles como Fray Antonio de Motesinos, Fray Bartolomé de las Casas, el Obispo Juan del Valle y el Obispo Valdivieso asesinado en Nicaragua por oponerse al terrateniente y gobernador Contreras.

A estos elocuentes testimonios de la Iglesia Universal y local, unimos hoy nuestra modesta voz. Esperamos que sirva, como nos recomendó Su Santidad, de orientación y de aliento al querido pueblo que servimos como pastores.

La verdad de nuestra intención.

Comprendemos el riesgo de ser mal interpretados o de ser juzgados, por malicia o por ingenuidad, como inoportunos o necios. Pero la verdad de nuestra intención es colaborar a sacudir la inercia de muchos salvadoreños indiferentes a la miseria de nuestro país, sobre todo en el campo. Porque es cierto que hay alguna sensibilidad social acerca de los obreros, o de los pequeños comerciantes que sufren las consecuencias de criminales incendios, y hasta de las densas zonas de mesones y tugurios. Pero nos preocupa la indiferencia que en muchos sectores urbanos se siente ante la miseria campesina. Parece que se ha aceptado ya como destino inevitable que la mayoría de nuestro pueblo sea presa del hambre y del desempleo y que sus sufrimientos, violencias y muertes, principalmente en el campo, se conviertan en rutina y hayan perdido la fuerza para interrogarnos ¿Por qué ocurre eso? ¿Qué tenemos que hacer todos para evitarlos? ¿Cómo podemos responder a la eterna pregunta del Señor a Caín: “¿Qué has hecho a tu hermano?” (Gen. 4, 9)?.

Deber y riesgo de hablar.

También es nuestra intención esclarecer una vez más la posición de la Iglesia ante situaciones humanas que, por su naturaleza, implican problemas económicos, sociales y políticos. Se repite que “la Iglesia se mete en política”, como si eso fuese ya prueba irrefutable de que se ha desviado de su misión. Pero aún más, se la tergiversa y calumnia con el fin de desprestigiarla y enmudecerla porque los intereses de algunos son contrarios a las consecuencias lógicas que de la misión religiosa y evangélica de la Iglesia en el mundo alude también nuestra fiesta patronal cuando Pedro, testigo de la Transfiguración la compara con “la lámpara que luce en la noche” y a la que deben atender los cristianos para no ser seducidos por “Fábulas artificiosas” y opiniones del mundo (2Pedro 1, 19).

Sabemos pues, que lo que tenemos que decir, como toda siembra del Evangelio, correrá la suerte de la semilla de la parábola del sembrador: habrá quienes, aun con buena voluntad, no comprenderán por qué la miseria de los pobres y sobre todo de los campesinos les está lejana y trágicamente forma parte de una historia de su propio país a la que se han acostumbrado. Habrá también quienes “oyendo no entiendan y mirando no vean” (Mt. 13, 14). Habrá también quienes prefieran las tinieblas a la luz porque sus obras eran malas (Jn. 3, 19). Pero, gracias a Dios, estamos seguros también de contar con quienes honesta y valientemente aceptan acercarse a la luz, no adaptarse a este mundo (Rom. 12, 2) y quieran cooperar a “los dolores de parto” de una nueva creación (Rom. 8, 22).

Dos Temas: Organizaciones Populares y violencia.

La realidad de nuestro país y la continua interrogación de nuestros cristianos, especialmente de los campesinos, nos impulsa a iluminar urgentemente y hasta donde sea posible estos dos problemas: el de las llamadas “organizaciones populares”, y que podrían quizá recibir calificativos más precisos de acuerdo con su naturaleza y sus objetivos; y el problema de la violencia que cada día necesita más las distinciones y clasificaciones de una prudente moral cristiana.

Dividiremos pues, nuestra Carta Pastoral en tres partes:

1. Situación de las “organizaciones populares” en El Salvador.
2. Relación entre la Iglesia y las “organizaciones populares”.
3. Juicio de la Iglesia sobre la violencia.

Nuestra limitación llama al Diálogo.

Ante la novedad de estos problemas se comprende la inquietud con que muchos, principalmente campesinos, preguntan: ¿Cómo juzgar las “organizaciones populares “ independientes del gobierno, sobre todo cuando paralelamente y en un cruel antagonismo crecen organizaciones gubernamentales…? ¿Si para ser cristiano hay que enrolarse necesariamente en alguna “organización popular” que busque cambios radicales en nuestro país…? ¿Cómo se puede ser cristiano y aceptar las exigencias del Evangelio sin inscribirse en organizaciones por las que no sienten credibilidad ni simpatías…? ¿Cómo debe un cristiano resolver el conflicto que surge entre la lealtad al Evangelio y las exigencias no evangélicas de una organización…? ¿Cuál es la relación entre la Iglesia y las organizaciones…?

Y acerca de la violencia se pregunta ¿cuáles son, en la situación del país, los límites de lo lícito y de lo ilícito a la luz de la ley de Cristo?.

Los pastores del pueblo tenemos el deber de dar una respuesta cristiana y eclesial a estos problemas que inquietan a tantas conciencias. Pero somos también conscientes de nuestra limitación. El mismo Concilio la reconoce cuando aconseja a los laicos que “no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surja” (G. S. 43b). Porque, aunque estos problemas que vamos a tratar son antiguos, muchas de sus expresiones son nuevas en la historia reciente de nuestro país.

Por eso, por lo nuevo del tema y por la natural limitación de los pastores, nuestra Carta Pastoral es muy consciente de que sólo va a ofrecer los principios cristianos de solución y con ellos llamar a todo el Pueblo de Dios a reflexionar desde sus comunidades eclesiales y en común con sus pastores y con la Iglesia Universal sobre estos temas a la luz del Evangelio y desde auténtica identidad de nuestra Iglesia.

Esto no significa una evasión de la gravedad del problema sino seguir el espíritu del Magisterio de la Iglesia que Pablo VI definió así en la carta “Octogesima Adveniens”: “Incumbe a las comunidades analizar con objetividad la situación propia de su país esclarecida mediante la luz de la palabra inalterable del Evangelio, deducir principios de
Reflexión, norma de juicio y directrices de acción según las enseñanzas sociales de la Iglesia… y discernir, con la ayuda del Espíritu Santo, en comunión con los obispo responsables, en diálogo con los demás hermanos cristianos y con todos los hombres de buena volutad, las opciones y los compromisos que conviene asumir para realizar las transformaciones sociales, políticas y económicas que aparezcan necesarias con urgencia en cada caso…” (n. 4).

Para facilitar esta reflexión comunitaria ofrecemos, en un folleto separado, trenzotas aclaratorias (que por tanto no son partes integrantes del texto de nuestra Carta, sino simples notas auxiliares para suscitar opiniones y estimular el estudio). 1- La realidad nacional en que la Iglesia desarrolla su misión; 2- La Palabra de Dios ante la miseria humana; y 3- La doctrina más reciente de la Iglesia. A pesar de los defectos que se puedan encontrar en estas notas, creemos muy conveniente su estudio para entender mejor los problemas de esta Carta en el conjunto de nuestra situación nacional y desde las orientaciones bíblicas y eclesiales. Pues sólo escuchando, por una parte, a partir de los datos y de sus análisis, el clamor de nuestro pueblo y oyendo, por otra parte la Palabra de Jesús y de su Iglesia, podemos encontrar la solución y la respuesta pastoral para los problemas que vamos a tratar.

También recomendamos tener muy en cuenta, para dicha reflexión, las dos primeras Cartas Pastorales del Arzobispo de San Salvador: “Iglesia de la Pascua” y “La Iglesia, Cuerpo de Cristo en la Historia” ya que ellas enfocan ex profeso la naturaleza misma de la Iglesia de las cuales –naturaleza y misión- aquí sólo haremos las referencias necesarias para nuestro tema central.

PRIMERA PARTE
SITUACIÓN DE LASORGANIZACIONES POPULARES” EN EL SALVADOR

En el marco de nuestra realidad nacional, la proliferación de “organizaciones populares” es uno de los acontecimientos a que alude el Concilio cuando, llamando a reflexión y discernimiento a los cristianos, dice: “El Pueblo de Dios movido por la fe… procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios”. (G. S. 11).

No es intención ni competencia de esta Carta Pastoral estudiar los orígenes, la historia y los objetivos de tales “organizaciones”. Solamente queremos, en la primera parte, recordar el derecho humano de organización y denunciar su violación entre nosotros; y, en una segunda parte, confrontar las relaciones entre la Iglesia y las organizaciones populares.

1. El derecho de organización.

La Declaratoria Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, de la cual nuestro país es signatario, y el artículo 160 de nuestra Constitución Política proclaman el derecho de todos los ciudadanos reunirse y a asociarse.

Este derecho, cuya proclamación es un logro de nuestra civilización, ha sido también repetidamente proclamado por la Iglesia: “De la sociabilidad natural de los hombres se deriva el derecho de reunión y de asociación”, dijo el Papa Juan XXIII en la Encíclica “Pacem in terris” (n. 23). El Concilio Vaticano II volvió a recordar que “entre los derechos fundamentales de la persona debe contarse el derecho de los obreros a fundar libremente asociaciones que representen auténticamente al trabajador” (G. S. 68). Y Medellín recordó para nuestro continente que “la organización sindical campesina y obrera, a la que los trabajadores tienen derecho, deberá adquirir suficiente fuerza y presencia en la estructura intermedia profesional” (Justicia n. I2).

2. Su violación en el país.

Lamentablemente entre las declaraciones jurídicas y la realidad concreta de nuestro país, hay una enorme distancia. Es cierto que existe en el país diversas asociaciones políticas, sindicales, obreras, campesinas, culturales, etc. Algunas de estas asociaciones tienen personería jurídica, otras no; algunas de ellas pueden –con o sin personería jurídica- actuar libremente y otras no. Pero ahora no queremos concentrar nuestra atención en el aspecto legal de la personería jurídica. “Nos interesa más bien ver la capacidad real que tiene todo grupo humano de ejercer su derecho natural de asociarse y el apoyo y fuerza coordinadora con que cuenta de parte de una autoridad de auténtico bien común para lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección” (Concilio G. S. 74). Es aquí, ante este vacío de la realidad, donde tenemos que denunciar la violación del derecho humano de asociación proclamado por nuestra Carta Magna y por un compromiso internacional de nuestro país.

En concreto observamos, sobre este particular, las siguientes tres anomalías:

a) Se discrimina a los ciudadanos.

Lo primero que resalta en un análisis imparcial del derecho de asociación, es que las agrupaciones consonantes con el Gobierno o protegidas por él, funcionan como tales; mientras que las organizaciones que representan una voz discordante a la del Gobierno, ya sea encauzada a través de partidos políticos, de sindicatos industriales, u organizaciones gremiales o campesinas se ven, de hecho, dificultadas o simplemente imposibilitadas de ejercer su derecho a organizarse legalmente, a trabajar por sus objetivos, aunque éstos sean justos.

Es pues, una realidad que viola el derecho fundamental enunciado.

b) Se daña a las mayorías.

Y esta discriminación resulta aún más violatoria de nuestra estructura democrática –no olvidemos que el origen griego de esta palabra “demos” designa la totalidad de los ciudadanos- el hecho, comprobado a diario, de que las minorías económicamente poderosas pueden organizarse en defensa de sus intereses minoritarios y, muchas veces, con desprecio de los intereses de la mayoría del pueblo.

Ellos pueden montar campañas publicitarias hasta de oposición al Gobierno; ellos pueden influir en piezas importantes de la legislación como en el caso de la transformación agraria y de la ley de defensa y garantía del orden público. Mientras que otros grupos, en la base del pueblo, sólo encuentran dificultades o represión, cuando quieren defender organizadamente los intereses de las mayorías.

Esta situación trae a nuestro pueblo por lo menos estos dos grandes daños: el desprecio a su dignidad, a su libertad, y a su igualdad en la participación política; y la falta de protección a los más necesitados.

“La aspiración a la igualdad y la aspiración a la participación son dos formas de la dignidad del hombre y de su liberad”, dijo Pablo VI en la “Octogesima Adveniens” (n. 22).

En efecto, salta a la vista, en este estado de cosas, la enorme desigualdad en que quedan los ciudadanos a nivel de participación política según pertenezcan a las minorías poderosas o a las mayorías necesitadas y según goce o no de la aprobación oficial.

Y, en cuanto a la desprotección de los necesitados, recordemos, como lo hicimos en nuestro mensaje del 1º de enero, que en el origen histórico de las verdaderas leyes está la protección de los más desvalidos, de aquellos que sin la ley son más fácilmente presa de los poderosos. Así también la protección hacia los más desvalidos es el origen histórico de las diferentes agrupaciones de las mayorías, de los sindicatos modernos de obreros y campesinos. Lo que las ha forzado a asociarse en primer lugar no es meramente el derecho cívico de participar en la gestión de la política y economía del país, sino la simple necesidad vital de subsistir, de ejercer sus derechos para que sus condiciones de vida se hagan, al menos, tolerables. Así, en la necesidad vital es donde coinciden la necesidad de legislación y la necesidad de organización. Y por ello resulta tan absurdo el que sin discernir lo falso de lo verdadero, se repriman indiscriminadamente como fuerzas clandestinas de subversión las luchas de quienes realmente quieren mejorar la sociedad y sus leyes para que sus beneficios e ideales no marginen a quienes también contribuyen a producir la riqueza –mucha o poca- del país.

c) Se provoca el enfrentamiento de los campesinos.

Tampoco podemos ignorar, aún sin entrar en mayor detalles, el trágico espectáculo que se está ofreciendo, en el país, entre organizaciones fundamentalmente integradas por campesinos y campesinas que luchan entre sí y que últimamente están en pugna violenta.

Lo más grave es que no son –únicamente o fundamentalmente- ideologías las que han logrado desunirlas y enfrentarlas. No es que los miembros de estas organizaciones piensen en su mayoría de forma distinta sobre la paz, sobre el trabajo, sobre la familia. Lo más grave es que a nuestra gente del campo la esté desuniendo precisamente aquello que la une más profundamente: la misma pobreza, la misma necesidad de sobrevivir, de poder dar algo a sus hijos, de poder llevar pan, educación, salud a sus hogares.

Lo que pasa es que, para salir de la misma miseria, unos se dejan seducir por ventajas que les ofrecen organizaciones progubernamentales en las que, a cambio, se les utiliza para distintas actividades de represión que incluyen con frecuencia, delatar, atemorizar, capturar, torturar y, en algunos casos y situaciones, asesinar a sus mismos hermanos campesinos. Otros militan en organizaciones independientes del Gobierno u opuestas a él en busca de cambios más eficaces de su precaria situación. Finalmente merecen especial atención los grupos de comunidades cristianas a las que muchas veces se ha querido manipular y mal interpretar. Estos grupos se reúnen a reflexionar sobre la Palabra de Dios que, si es una palabra encarnada en la realidad, siempre despierta la conciencia cristiana del deber de trabajar por un país más justo según las opciones concretas políticas que le inspiren su misma fe y su conciencia.

3. ¿Por qué el derecho de organización?; y ¿Por qué pensamos preferentemente en los campesinos?

Es muy doloroso tener que presentar al Divino Patrono de la Nación en sus fiestas titulares, un campesinado que paradójicamente se organiza para dividirse y destruirse. Por eso, al recordar aquí, pensando esta vez preferentemente en los campesinos, el derecho fundamental que todos los hombres tienen para organizarse, queremos invitarlos a elevar las mentes y los corazones hasta nuestro Divino Salvador. El es la explicación suprema de todos los derechos y de todos los deberes que regulan las relaciones de los hombres.

El no es Dios de muerte ni de enfrentamientos fratricidas. El nos hizo de naturaleza social no para destruirnos en organizaciones antagónicas, sino para que complementáramos nuestras limitaciones con la fuerza de todos en el amor. Bajo la ley de su justicia y su mandato nuevo del amor deben usarse los derechos humanos para que no se conviertan en fuerzas fraticidas. La organización no es un derecho absoluto que legitime fines o métodos injustos, sino un derecho de aunar esfuerzos para lograr por medios honestos finalidades también honestas y de bien común.

La organización es un derecho que debe realizarse sobre la base de la organización de la persona. El criterio de organización en cualquiera de sus niveles políticos, culturales o gremiales es la defensa de los legítimos intereses, estén éstos o no en una determinada legislación o interpretación de ella.

Por esto mismo declaramos, a propósito del derecho de organización, nuestra conformidad con la Constitución cuando recuerda los límites de lo moral y el repudio de doctrinas anárquicas en el uso de los derechos. Efectivamente nuestra intención al defender el derecho de asociación de todos los salvadoreños, enfatizado sobre nuestro campesinado, no es amparar agrupaciones de terror ni afiliaciones a fuerzas anárquicas o ideológicas irracionales subversivas. Muchas veces hemos denunciado ya todo fanatismo de la violencia o del odio de clases y hemos repetido el principio de nuestra moral cristiana de que el fin no justifica los medios criminales y de que no existe una libertad para perpetrar el mal.

Pero, por eso, defendemos el derecho de las justas reivindicaciones y denunciamos que, con un simplismo peligroso y mal intencionado, se las quiera confundir y condenar como terrorismo o subversión ilícita.

Nadie puede, por tanto, privar a los hombres del derecho de organización y menos a los pobres porque proteger a los débiles es la razón principal d las leyes y de la organización.

Por eso, hemos dicho que queremos subrayar en esta Carta el derecho de organización de los campesinos porque son hoy los que más dificultades tienen para ejercer ese derecho.

Históricamente son los campesinos por quienes menos se ha preocupado la sociedad. Juan XXIII, que nunca se avergonzó de su origen campesino, abogó por los cambios necesarios para que los campesinos “no padezcan un complejo de inferioridad” (Mater et Magistra n. 125) y aconsejó que “eran muy conveniente que se asociaran…, porque, como se ha dicho con razón, en nuestra época las voces aisladas son como voces dadas al viento” (ibid n. 146). El Concilio Vaticano II recordó que los campesinos no sólo quieren mejores condiciones de vida sino también “participar activamente en la ordenación de la vida económica, social, política y cultural” (G. S. 9). Y Pablo VI en su viaje a Colombia afirmó solemnemente ante los campesinos de Mosquera: “Habéis tomado conciencia de vuestras necesidades y de vuestros sufrimientos y, como otros muchos en el mundo, no podéis tolerar que estas condiciones perduren siempre sin poner solícito remedio”. Y les recordó que debían pertenecer a la familia humana sin discriminaciones, en un plano de hermandad (Disc. A los camp. Agosto 1968).

Por ello Medellín recalcó este derecho (Justicia nn. 11 y 12) y desde diversos Episcopados Latinoamericanos lo han repetido (por ejemplo: Colombia, Julio de 1969. Honduras 8 de Enero de 1970. Perú 4 de diciembre de 1975, etc). También nuestra Conferencia Episcopal se pronunció ya claramente en defensa del derecho de asociación de los campesinos. Consecuentes con esa posición de nuestro Episcopado, no dudamos en reafirmar el derecho de organización para los hombres y mujeres del campo e incluso animar a que existan esas organizaciones, no lo hacemos, al hablar como pastores con una visión política determinada, sino con la visión cristiana de que los pobres tengan la suficiente fuerza para no ser víctimas de los intereses de unos pocos, como lo demuestra la historia (Medellín Paz nn. 20 y 27).

SEGUNDA PARTE
RELACIONES ENTRE LA IGLESIA Y LAS ORGANIZACIONES POPULARES

Un problema nuevo.

Ya no se trata de la posición de la Iglesia ante los diversos partidos políticos, pues ésta ya ha sido estudiada y es conocida. Se trata de cómo la Iglesia debe mirar y cumplir sumisión específica en este proceso de organización que está surgiendo tan notoriamente en nuestro pueblo, principalmente entre los campesinos. Se podría pensar con razón que esta proliferación de organizaciones populares constituye, entre nosotros, uno de esos “signos de los tiempos” que retan a la Iglesia a desarrollar su capacidad y su obligación de discernimiento y orientación a la luz de la Palabra de Dios que se le ha encomendado aplicar a los problemas de la historia.

Se trata pues, como ya lo dijimos, de un problema nuevo tanto para la Iglesia, como para las mismas organizaciones y para la sociedad en general. Por eso, la reflexión de todos, con la ayuda del Espíritu Santo y en comunión con los obispos responsables, tal como nos aconseja la Carta “Octogesima Adveniens” de Pablo VI, ya recordada arriba, será aquí un camino seguro de compresión y equilibrio evangélico entre la identidad y el deber de la Iglesia y las inquietudes sociales y políticas de los sectores populares.

Haremos, en primer lugar, tres declaraciones de principios (I) y después las aplicaciones a nuestra situación (II).

I- TRES DECLARACIONES DE PRINCIPIOS

Desde dos niveles se pueden considerar las relaciones de la Iglesia con las organizaciones populares: a niveles más concretos y a nivel más fundamental.

A niveles más concretos y que dependen mucho de Coyunturas y procesos históricos, es decir, cuando tiene que asesorar o dar consejos a quienes le pidan orientación evangélica acerca de compromisos políticos concretos, la Iglesia debe estudiar pastoralmente la situación en cada caso, respetar un legítimo pluralismo de soluciones, sin identificarse con ninguna de ellas porque debe también respetar la autonomía que tienen las Opciones políticas más concretas.

Por lo que toca al nivel fundamental de la relación de la Iglesia con cualquier tipo de organización humana que tiene objetivos de Reivindicaciones sociales y políticas, queremos declarar estos tres principios relacionados con nuestro problema:

1. La Naturaleza propia de la Iglesia.

El primer principio que queremos recordar lo tomamos textualmente del concilio Vaticano II (G. S. 42): “La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina”.

En las dos primeras Cartas Pastorales del Arzobispo de San Salvador pueden estudiarse estos aspectos más religiosos del misterio eclesial que no son el objeto directo de esta Carta, pero que los tenemos muy en cuenta para mantener la verdadera naturaleza y misión de la Iglesia en sus relaciones con otras organizaciones humanas.

Pablo VI en la exhortación “Evangelii Nuntiandi” (nn. 13 y 23) describe los dos principales vínculos religiosos que dan cohesión y estilo muy propio a la comunidad Iglesia: “Quienes acogen con sinceridad la Buena Nueva, mediante tal acogida y la participación en la fe, se reúnen en le nombre de Jesús para buscar juntos el Reino, construirlo, vivirlo. Ellos constituyen una comunidad que es a la vez evangelizadora… Tal adhesión, que no puede quedarse en algo abstracto y desencarnado, se revela concretamente por medio de una entrada visible, en una comunidad de fieles. Así pues, aquellos, cuya vida se ha transformado, entran en una comunidad, que es en sí misma signo de la transformación, signo de la novedad de vida: la Iglesia signo visible de la salvación. Pero a su vez, la entrada en la comunidad eclesial se expresará a través de muchos otros signos que prolongan y despliegan el signo de la Iglesia. En el dinamismo de la evangelización, aquel que acoge el Evangelio como palabra que salva lo traduce normalmente en estos gestos sacramentales: adhesión a la Iglesia, acogida de los sacramentos que manifiestan y sostienen esta adhesión, por la gracia que confieren”.

No se debe pues perder de vista esta tarea específica de la Iglesia: la evangelización que por la Palabra de Dios crea una comunidad-Iglesia unida entre sí y con Dios mediante signos sacramentales, siendo el principal de ellos la Eucaristía. Por eso el Concilio sintetiza: “La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (L.G. 1).

Pero, al aceptar esta Palabra de Dios, los hombres experimentan que se trata de una Palabra que concientiza y exige, es decir, los hace conscientes de lo que es el pecado y de los que es gracia, de lo que hay que combatir y de lo que hay que construir en la tierra; es una Palabra que exige a la conciencia y a la vida no sólo juzgar al mundo con los criterios del Reino de Dios sino a actuar de conformidad. Es una Palabra de Dios que no sólo se debe escuchar sino también realizar.

Esto es lo que ha venido haciendo la Iglesia en sus planes de pastoral: congregar a los hombres en torno de la Palabra de Dios y de la Eucaristía. Y no podemos renunciar a este derecho que es también un deber exigido por la misma naturaleza y misión de la Iglesia. A estos planes de pastoral pertenece nuestro esfuerzo por crear y fomentar las “Comunidades Eclesiales de Base” (CEB). Es el tipo de comunidad organizada que surge alrededor de la Palabra de Dios que convoca, concientiza y exige; y alrededor de la Eucaristía y demás signos sacramentales para celebrar la vida, la muerte y la resurrección de Jesús, celebrando a la vez el esfuerzo humano por abrirnos al don de una humanidad mejor. De estas “Comunidades Eclesiales de Base” dijo Pablo VI, “…nacen de la necesidad de vivir todavía con más intensidad la vida de la Iglesia; o del deseo y de la búsqueda de una dimensión más humana que difícilmente pueden ofrecer las comunidades eclesiales más grandes… Estas comunidades son un lugar de evangelización, en beneficio de las comunidades más vastas, especialmente de las Iglesias particulares, y una esperanza para la Iglesia Universal” (E. N. 58).

Estas comunidades se deben mantener y fortalecer porque son células vitales de la Iglesia. Ellas mismas realizan el concepto de Iglesia y su misión específica. Los pastores y sus colaboradores deben cuidar de mantener esa identidad y esa misión en toda su pureza y autonomía para que no se confunda con otras organizaciones ni mucho menos se deje manipular por ellas.

Por esto es muy conveniente que los pastores y demás agentes de la pastoral tengan en cuenta las oportunas advertencias que el mismo Pablo VI y los obispos sinodales de 1974 hicieron al señalar los peligros muy posibles que pueden desvirtuar la naturaleza eclesial y los objetivos evangelizadores de estas comunidades. Entre estas advertencias queremos destacar, a propósito de nuestro tema, la de “no dejar aprisionar por la polarización política o por las ideologías de moda, prontas a aprovechar del inmenso potencial humano de estas comunidades” (E. N. 58).

Pero la Iglesia sabe por su experiencia histórica que la comunidad típicamente eclesial puede también suscitar vocaciones cristianas explícitamente políticas. Hemos dicho que la Palabra de Dios que alimenta la comunidad eclesial es una palabra concientizadora y exigente, que no debe sólo escucharse sino también realizarse. Y esa exigencia y realización puede despertar en un cristiano el compromiso político. Más aún, el mismo Concilio recomienda: “hay que prestar gran atención a la educación cívica y política, que hoy día es particularmente necesaria para el pueblo, y sobre todo para la juventud, a fin e que todos los ciudadanos puedan cumplir su misión en la vida de la comunidad política. Quienes son o pueden llegarán a ser capaces de ejercer ese arte tan difícil y tan noble que es la política, prepárense para ella y procuren ejecutarla con olvido del propio interés y de toda ganancia venal” (G. S. 75).

En el caso en que surjan vocaciones políticas en la comunidad eclesial, la Iglesia ya no tiene un rol específico en cuanto a los medios concretos que se elijan para alcanzar una sociedad más justa. Respetando la autonomía de la política seguirán manteniéndose ella misma en su fisonomía específicamente eclesial tal como queda descrita.

2. La Iglesia al servicio del Pueblo.

El segundo principio que debemos declarar es que la Iglesia tiene una misión de servicio al pueblo. Precisamente de su identidad y misión específicamente religiosa “derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidarla comunidad humana según la ley divina” (G. S. 42).

A la Iglesia le compete recoger todo lo que de humano haya en la causa y lucha del pueblo, sobre todo de los pobres. La Iglesia se identifica con la causa de los pobres cuando éstos exigen sus legítimos derechos. En nuestro país, estos derechos, en la mayoría de los casos, son apenas sólo derechos a la supervivencia, a salir de la miseria.

Esta solidaridad con los objetivos justos no está condicionada a determinar organizaciones. Llámense cristianas o no, están protegidas, legal o realmente, por el Gobierno o sean independientes u opuestas, a la Iglesia sólo le interesa una condición: que el objetivo de la lucha sea justo para apoyarlo desde afuera de su Evangelio. Así como también denunciar con sincera imparcialidad lo que es injusto en cualquiera organización donde se detecte. En virtud de este servicio que la Iglesia debe prestar, desde su fe, a la sed de justicia de los hombres, se pronunció en Medellín, como línea de pastoral latinoamericana, “alentar y favorecer todos los esfuerzos del pueblo por crear y desarrollar sus propias organizaciones de base, por la reivindicación y consolidación de su derechos y por la búsqueda de una verdadera justicia” (Paz n. 27).

La Iglesia no ignora la complejidad de la actuación política; ella –lo reiteramos nuevamente- no es ni debe ser experta en ese tipo de actuación, pero puede y debe dar un juicio sobre las intenciones globales y los mecanismos concretos de los partidos y organizaciones precisamente por su interés en una sociedad más justa, ya que las esperanzas económicas, sociales, políticas y culturales de los hombres no son ajenas a la liberación definitiva por Jesucristo, que es la esperanza trascendente de la Iglesia. (Cfr. Pablo VI E. N. 29-36).

A esta opción tampoco puede renunciar la Iglesia: a defender la causa del débil y objetivamente necesitado, cualesquiera que sean los grupos o personas que reivindiquen esas justas causas.

“Es bien sabido –comentaba Pablo VI- en qué términos hablaron numerosos Obispos de todos los continentes, durante el Sínodo (de 1974), con un acento pastoral en el que vibraban las voces de millones de hijos de la Iglesia que forman tales pueblos. Pueblos, ya lo sabemos, empeñados con todas sus energías en el esfuerzo y en la lucha por superar todo aquello que los condena a quedar al margen de la vida: hambre, enfermedades crónicas, analfabetismo, depauperación, injusticia en las relaciones internacionales y, especialmente, en los intercambios comerciales, situaciones de neocolonialismo económico y cultural, a veces tan cruel como el político, etc. La Iglesia, repitieron los Obispos, tienen el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, entre los cuales hay muchos hijos suyos; el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea total. Todo esto no es extraño a la evangelización” (E. N. 30).

En este servicio de solidaridad con las causas justas de los pobres, no hemos descuidado los reclamos de sus deberes y las exigencias de respeto a los derechos ajenos. En las mediaciones de conflictos, en las denuncias de atropellos a la dignidad, a la vida o a la libertad y en otras actuaciones de este servicio al pueblo, hemos tratado de ser justos y objetivos y jamás nos ha movido ni hemos predicado el odio o el resentimiento, sino que hemos llamado a conversión y hemos señalado la justicia como base indispensable de la paz que es el verdadero objetivo cristiano. La Iglesia cuenta también, entre sus tareas de servicio al pueblo, incontables obras de beneficencia, de promoción y de educación cristiana de los pobres, obras que desmienten a quienes la culpan de sólo instigan y no hacer.

3. Inserción de las esfuerzos liberadores en la Salvación Cristiana.

Este es el tercer principio que, a nivel fundamental, orienta nuestra reflexión sobre las relaciones entre la Iglesia y las organizaciones populares.

Estas organizaciones son esfuerzos de reivindicaciones sociales, económicas y políticas del pueblo, especialmente de los campesinos. La Iglesia, hemos dicho, alienta y fomenta los anhelos justos de organización y apoya, en lo que tienen de justo, sus reivindicaciones. Pero no estaría completo el servicio de la Iglesia a estos esfuerzos legítimos de liberación si no los ilumina con la luz de su fe y de su esperanza cristiana, enmarcándolos en el designio global de la salvación operada por el Redentor Jesucristo.

El designio global de liberación que la Iglesia proclama:

a) Abarca al hombre entero, en todas sus dimensiones, incluida su apertura al absoluto que es Dios. Va, por tanto, unido a una cierta concepción del hombre… concepción que no puede sacrificarse a las exigencias de una estrategia cualquiera, de una praxis o de un éxito a corto plazo;

b) Está centrado en el Reino de Dios; no circunscribe su misión al sólo terreno religioso, pero “reafirma la primacía de la vocación espiritual del hombre” y anuncia la salvación en Jesucristo;

c) Procede de una visión evangélica del hombre, se apoya en motivaciones profundas de la justicia en la caridad, entraña una dimensión verdaderamente espiritual y su objetivo final es la salvación y la felicidad en Dios;

d) Exige una conversión de corazón y de mente y no se satisface con sólo cambiar estructuras;

e) Y excluye la violencia, la considera “no cristiana ni evangélica”, ineficaz y no conforme con la dignidad del pueblo (Cfr. E. N. 33-37).

Si la Iglesia, por apoyar a cualquier grupo en sus esfuerzos de liberación temporal, perdiera esta perspectiva global de la salvación cristiana, entonces “la Iglesia perdería su significación más profunda, su mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser acaparado y manipulado… no tendría autoridad para anunciar, de parte de Dios, la liberación…” (E. N. 32).

En cambio, cultivando en el corazón de los hombres la fe y la esperanza de ese designio global de la salvación en Cristo, la Iglesia predica las verdaderas razones de vivir y pone las motivaciones más sólidas para sentirse libre de verdad y para trabajar con serenidad y confianza en la verdad y para trabajar con serenidad y confianza en la verdadera liberación del mundo. Haciéndolo así, la Iglesia “suscita cada vez más cristianos que se dediquen a la liberación de los demás; a estos cristianos “liberadores” les da una inspiración de fe, motivación de amor fraterno, una doctrina social a la que el verdadero cristiano no sólo debe prestar atención sino que debe ponerla como base de su prudencia y de su experiencia para traducirla concretamente en categoría de acción, de participación y de compromiso” (Pablo VI E. N. 38).

Fue un carisma de Pablo VI.

Al finalizar esta declaración de principios, de donde podemos con menos dificultad derivar aplicaciones a las relaciones entre Iglesia y organizaciones de reivindicación social, nuestro pensamiento se detiene reverente y agradecido ante la memoria inmortal del Papa Pablo VI. Agradecimiento por la carismática luminosidad de su magisterio doctrinal y por el amor pastoral que explicitó para nuestro pueblo salvadoreño.

Su magisterio, dotado de una maravilloso carisma al exponer la teología de la Iglesia y sus relaciones con el mundo, ha iluminado la reflexión de nuestro tema y puede seguirnos guiando, con sus numerosos documentos eclesiológicos y sociales, en la reflexión a que hemos invitado a toda la comunidad de nuestra Diócesis para ir precisando más la doctrina, los compromisos y actuaciones en este delicado campo.

Y el amor pastoral que el Papa nos explicó como un encargo testamentario para El Salvador, estimula nuestros sentimientos pastorales hacia una comprensión y apoyo equilibrado a las justas reivindicaciones que con angustia y esperanza busca nuestro pueblo.

II- APLICACIÓN A LOS PRINCIPIOS

Con estos tres criterios eclesiológicos que acabamos de declarar, podemos juzgar las relaciones de la Iglesia con los grupos sociales que se organizan para luchar por la justicia en el campo político. Desde estos principios podemos deducir qué pueden las organizaciones esperar y aún exigir a la Iglesia, porque es su misión, y también que no deben esperar de ella porque no es de su competencia.

Prosigamos pues, nuestro diálogo haciendo una aplicación de principios a varios problemas que presentan las relaciones de la Iglesia con las organizaciones populares.

1. Una relación de origen.

Hay organizaciones populares que se reconocen de inspiración cristiana y hasta se denominan como tales. Su origen histórico se entrelaza con la vida y actividad de alguna comunidad cristiana. Este hecho, que no es exclusivo de nuestro tiempo ni de nuestro país, se ha tratado aquí de distorsionar calumniosamente hasta querer identificar a la Iglesia con algunas organizaciones populares y atribuirle la responsabilidad de las opciones concretas que dichas organizaciones han tomado para sus reivindicaciones con plena autonomía y bajo su responsabilidad.

Ya explicamos, como es posible y natural esta relación de origen cuando nos referimos a la fuerza concientizadora y exigente de la Palabra de Dios que alimenta la fe cristiana de la comunidad eclesial. En muchos campesinos esa Palabra hizo crecer paralelamente la toma de conciencia de la fe y de la dimensión de justicia exigida por la fe, la cual puede conducir también a una vocación política.

2. Fe y Política: Unificación pero no Identificación.

Y aquí surge el problema: fe y política deben estar unidas en el cristiano que tiene vocación política, pero no identificarse. La Iglesia desea que ambas dimensiones estén presentes en la vida total de los cristianos, por eso ha tenido que recordar que no es verdadera fe la que vive separada de la vida. Pero también advierte que no se puede identificar la tarea de la fe y una determinada tarea política. El cristiano con vocación política debe procurar lograr una síntesis entre la fe cristiana y la acción política; pero sin identificarlas. La fe debe inspirar la acción política del cristino pero sin confundirse.

Esto es necesario tenerlo muy claro en el caso en que las mismas personas que pertenecen a comunidades eclesiales pertenecen también a organizaciones políticas populares. Si estas personas no tienen en cuanta la distinción entre su fe cristiana y su organización política, pueden caer en estos dos errores: o sustituir lo típico de la fe y de la justicia cristiana por lo típico de una determinada organización política; o afirmar que sólo dentro de una determinada organización se puede desarrollar la exigencia cristiana de justicia que proviene de la fe.

3. Lo que se puede y no se puede exigir a la Iglesia.

Por ello, cuando los cristianos se organizan en cualquier tipo de asociación: partido político, gremio u “organizaciones populares”, deben ser conscientes de lo específico de la dimensión de la fe y de la dimensión política, y deben respetar por lo tanto, la autonomía de ambas dimensiones. Como organizador políticamente, deben tener idea muy clara de lo que pueden pedir y aun exigir a su Iglesia y también de lo que no le pueden pedir porque le pedirán lo que no les puede dar y porque comprometerían seriamente la legítima autonomía de la dimensión política.

En todo lo que hemos dicho al precisar la naturaleza y la misión de la Iglesia, queda dicho también lo que las organizaciones –sena o no de inspiración cristiana- pueden pedir a la Iglesia. Incluso pueden pedirle que recuerde los derechos cívicos, como el de la organización, la huelga, la manifestación y libre expresión.

Pero ninguna organización, aunque sea de inspiración o nombre cristiano, puede exigir que la Iglesia como tal o sus símbolos más claramente percibidos como símbolos eclesiales (como las ceremonias, la predicación, las procesiones, etc.) se conviertan en mecanismos concretos de propaganda para fines políticos. Ya hemos dicho que la Iglesia por su parte siempre estará dispuesta a hacer uso del único poder que posee, el de su Evangelio para iluminar cualquier tipo de actividad que mejor instaure la justicia.

4. Lealtad del cristiano político a su Fe.

Esto nos lleva a otro problema que queremos plantear con toda sencillez. Para luchar por la justicia en una “organización popular” no es necesario ser cristiano ni reconocer explícitamente la fe en Cristo. Se puede ser un buen político o trabajar bien por la realización de una sociedad más justa sin ser cristiano, con tal que se respete y se tenga en cuenta el valor humano y social de la persona.

Pero los que se profesan cristianos y como tales se organizan, tienen la obligación de confesar su fe en Cristo y de usar, en su actividad social y política, aquellos métodos que están de acuerdo con dicha fe.

Comprendemos que a veces es difícil deslindar lo que es específicamente cristiano de lo que no lo es, pues también la fe cristiana, por ser histórica, debe confrontarse con nuevas situaciones que exigen nuevas respuestas. Comprendemos, por lo tanto, la confusión que puede originar una nueva situación. Pero una cosa debe quedar bien clara: que lo último y absoluto de un cristiano, integrado también en una actividad política, debe ser la fe en Dios y la exigencia a realizar la justicia según el Reino de Dios.

Comprendemos también que la actividad política tiende a absorber e incluso a monopolizar el interés de las personas. Es éste un fenómeno normal de entusiasmo humano, y de ahí que surja a veces la tensión entre dos lealtades: la lealtad a la fe y la lealtad a la organización. A veces no será fácil vivir esa tensión y aquí también, como en todo lo nuevo, habrá que ir aprendiendo a vivir en ella. Pero es nuestro deber pastoral, aun comprendiendo las dificultades expuestas, recordar que cualquiera que sea esa tensión entre las dos lealtades, la lealtad definitiva y última de un cristiano no puede ser a una organización por más ventajas que ofrezca sino a Dios y a los pobres que son “los hermanos más pequeños” de Jesucristo.

5. Autenticidad, no Instrumentalización.

Por ello, estimulamos a los cristianos pertenecientes, de derecho o de hecho, a cualquier organización de justas reivindicaciones sociales, políticas y económicas, a mantener explícita su fe, a que ella sea su último marco referencial y a que crezca en ella. Pero en sus convicciones teóricas y en los mecanismos y detalles concretos no caigan en la tentación del orgullo y de la intransigencia, como si la legítima opción política que su fe les inspiró fuera el único modo de realizar con intensidad el trabajo por la justicia.

Les recordamos también el deber de explicar su fe mediante una leal solidaridad con la Iglesia y la apertura a la trascendencia de Dios mediante los signos sacramentales de su gracia, la oración y la meditación de la Palabra de Dios. Sólo así se puede garantizar que crezca paralelamente la dimensión del compromiso por la justicia y de la vocación política cristiana. Esta mutua interacción entre la explicitación de la fe y de la dedicación a la justicia, será la garantía de que su fe no es vacía, sino que va acompañada de obras, y a la vez de que se busca en verdad la justicia del Reino de Dios y no otra.

Pero si algunos cristianos, habiendo sido motivados en un principio por su fe cristiana para tomar un compromiso a favor de los pobres, lamentablemente perdieron aquella fe y, la consideran ahora sin valor, los exhortamos a la sinceridad y a no utilizar una fe, que ya no tienen, para conseguir sus objetivos políticos por más justos que fueren.

6. No se puede empujar a todos a la “organización”.

No se puede empujar a un cristiano a participar en un partido u organización política concreta. Hay que tener en cuenta, por una parte, que toda acción humana tiene y no puede evadir una repercusión política en sentido amplio, y por ello es imprescindible cierta política, cierta capacitación de discernir entre unas y otras opciones políticas y sobre todo mucho sentido crítico. Por otra parte, hay que tener en cuenta que no todo cristiano tiene vocación política, es decir, cualidades y deseos para luchar por la justicia desde el campo de la acción específicamente política.

Existen otras cauces para canalizar esta lucha: por ejemplo, una educación liberadora (Medellín), una evangelización no ajena a los derechos humanos ni al proceso de liberación de los pueblos (E. N. 30 y 31).

La política como vocación y dimensión legítima del hombre y del cristiano no tiene derecho a considerarse la única vocación posible para el ineludible deber de todo salvadoreño de trabajar por establecer un orden más justo en el país.

Pero esto lo decimos no para amparar una evasión o una pereza, sino para que cada uno reflexione en la vocación de su vida al servicio de los demás.

7. Sacerdotes y Laicos es colaboración jerárquica.

Ahora queremos dirigirnos a nuestros queridos sacerdotes y a nuestros estimados laicos que como los sacerdotes prestan a la Iglesia un servicio más cerca no a su jerarquía y que, por eso necesita una misión o encargo autorizado por el cual tienen, en la medida de esa misión, cierta función representativa del magisterio y del ministerio de la Iglesia ante el pueblo.

Con gran alegría constatamos que el trabajo de nuestros presbíteros y laicos es cada vez más encarnado y comprometido con las causas del Divino Pastor y de nuestra realidad; cada vez nuestra pastoral va teniendo más en cuenta la liberación integral que nos exige el Evangelio y el magisterio jerárquico de la Iglesia Universal y del Episcopado Latinoamericano reunido en Medellín; cada vez es más claro que el llamamiento a la conversión dirigido a todos los hombres tiene más eficacia y autenticidad cuando sigue la estrategia del Evangelio en dar la Buena Noticia de la salvación a partir de los pobres a quienes también recuerda las exigencias de su conversión (Lucas 4, 18).

Esta es nuestra línea pastoral que encuentra su respaldo más autorizado y más actual en la Exhortación “Evangelii Nuntiandi” de Pablo VI y su aplicación concreta a nuestra Diócesis en la semana de Pastoral en San Salvador (5-10 de enero de 1976). Y de esta línea no podemos apartarnos sin ser infieles a nuestra conciencia y a las esperanzas del pueblo y sobre todo a la Palabra del Señor.

Por eso encarecemos a todos los queridos sacerdotes y laicos cuidar la pureza evangélica de esa línea y, cuidándola así, no tener miedo a la audacia que muchas veces nos exigirá. Comprendemos bien los riesgos que supone esta pureza y esta audacia. Es normal y frecuente que los mismos sacerdotes y sus más íntimos colaboradores laicos, precisamente por interesarse en una evangelización encarnada y comprometida, sientan al vivo los problemas políticos, y, como personas y ciudadanos sientan más simpatías por un partido u “organización popular” que por otros; incluso es comprensible que cuando se les pida, colaboren en orientar cristianamente la dirección de actividades políticas de los cristianos a favor de la justicia.

Pero es nuestro deber recordarles y pedirles que en cualquier trabajo sacerdotal, en cualquier labor pastoral que les pidan las personas, partidos u organizaciones, tengan siempre, como primer objetivo, ser animadores y orientadores en la fe y en la justicia que la fe exige, según los grandes principios cristianos que aquí hemos recordado.

Este es el servicio inapreciable, necesario e insustituible que podemos prestar al mundo. Sobre los problemas concretos que origina la actividad cotidiana política, normalmente habrá políticos y expertos más capacitados para su análisis y sus encauzamientos. En cualquier caso, lo que el sacerdote le toca, es la animación que da el Espíritu del Señor, no una animación desencarnada ciertamente, pero auténtica animación en la fe. Al sacerdote corresponde principalmente mantener viva la norma evangélica de pensamiento y acción, recordar, como Jesús, el amor del Padre a los hombres y urgir el seguimiento de Jesús hacia la implantación del Reino de Dios entre los hombres. El inspirar y acompañar en esta tarea –cuya concreciones siempre serán parciales y limitadas- será de incalculable valor para la fe de toda la Iglesia, para unificar, sin identificaciones ni reduccionismos, la dimensión de la fe y la exigencia de justicia y también –así lo creemos como cristianos- para que los avances reales en la justicia sean según el plan de Dios, sin lo cual ningún mejoramiento social puede ser auténtico ni duradero.

Si, en un caso excepcional, a un sacerdote concreto se le pidiera una mayor colaboración en los mecanismos concretos del quehacer político, además de considerarle como caso excepcional porque actuaría en un papel supletorio, que no le corresponde como algo normal a la vocación y ministerio sacerdotal, tocaría al Obispo, en diálogo sincero con ese sacerdote a la luz de la fe, hacer un discernimiento cristiano sobre el valor apostólico de dicho trabajo.

Los laicos que han sido asumidos al servicio de la Iglesia para una especial misión jerárquica, como los catequistas, celebradores de la Palabra, etc., no deben olvidar esta circunstancia que los constituye representantes conspicuos de la jerarquía, de su ministerio y de su magisterio. Son, como debe ser la jerarquía y el Presbiterio, signo de la unidad de todos los hijos de la Iglesia particular y universal. Esta responsabilidad que los coloca en la dirigencia y en la fuerza unitiva del Pueblo de Dios, los debe hacer muy prudentes al simpatizar o inscribirse en una organización popular. Si la militancia en una organización quita, al agente de pastoral ante el Pueblo de Dios, credibilidad o eficacia, hay una fuerte razón pastoral para optar por una de las dos dirigencia, después de hacer un serio discernimiento ante el Señor.

8. Organizaciones no Cristianas.

Hasta aquí nuestra reflexión acerca de las relaciones de la Iglesia con las organizaciones populares, ha tenido en cuenta principalmente a las organizaciones que se profesan cristianas. Pero no hemos olvidado que muchos otros hermanos salvadoreños militan en organizaciones que se profesan cristianas. Las relaciones de la Iglesia no tienen mucho que cambiar con estas últimas pues tanto para ellas como para las otras su criterio fundamental es lo que ya queda dicho: apoyo al derecho humano de asociación, sobre todo cuando en las circunstancias del país, se considera la “organización popular” como uno de los medios más importantes para la implantación de la justicia; apoyo también a la libertad que cada uno tiene en sus opciones concretas de modo que a nadie se puede obligar a inscribirse en determinado grupo: apoyo a los objetivos justos de cualquier organización; respeto a la autonomía del quehacer político y social de las organizaciones así como ella, la Iglesia, también exige a cualquier persona u organización que le respeten la propia autonomía de su naturaleza y de su misión y que por tanto, no se le use o subordine a ninguna finalidad de la organización. También tiene la Iglesia, el deber y el derecho de ejercer ante cualquier organización, aunque no se profese cristiana, su función profética de animar lo que está conforme con la revelación de Dios en el Evangelio y denunciar todo lo que está en desacuerdo con esa revelación y constituya pecado del mundo.

Existe otra relación más de fondo y de fe entre la Iglesia y las “organizaciones populares” aunque no se profesen cristianas. Y es que la Iglesia cree que la acción del Espíritu que resucita a Cristo muerto en los hombres es más grande que ella misma. Más allá de los límites de la Iglesia hay mucha fuerza de la redención de Cristo; y los intentos libertarios de los hombres y de los grupos, aun sin profesarse cristianos, son impulsados por el Espíritu de Jesús; y la Iglesia tratará de comprenderlos así para purificarlos y animarlos e incorporarlos –al igual que los esfuerzos de los cristianos- en el proyecto de la redención cristiana.

Nos damos cuenta de que, a pesar de nuestra buena voluntad y de nuestro esfuerzo por dar una orientación adecuada a la dimensión política de la fe de nuestros hermanos, principalmente campesinos, todavía flotan muchas interrogantes. Queda pues, por delante un largo camino de reflexión que juntos, Pastores y Pueblo de Dios, y nunca separados de nuestra comunión en Cristo tenemos que recorrer a la luz de nuestra fe y de la realidad social de nuestro país.

TERCERA PARTE
JUICIO DE LA IGLESIA ANTE LA VIOLENCIA

Motivo y esquema de esta parte.

Junto al tema de las organizaciones populares surge espontáneamente el problema de la violencia porque en el esfuerzo por las reivindicaciones sociales, políticas y económicas de estos grupos es natural que ocurra también el recurso a la violencia como una fuerza reivindicativa. Por eso nuestra misión pastoral nos obliga ahora a ofrecer estos elementos de juicio de la moral de la Iglesia para orientar la reflexión de nuestras comunidades.

En esta reflexión ofrecemos:
1. Diversas clases de violencia;
2. Juicio moral de la Iglesia acerca de la violencia; y
3. Aplicación a la situación de El Salvador.

I- NUESTRA REALIDAD Y NUESTRO IDEAL.

Porque, en efecto, qué penoso es tener que ofrecer a nuestro Divino Salvador, junto con la plegaria esperanzada de su pueblo, congregado bajo la luz de la Transfiguración, el horroroso panorama de nuestra realidad nacional manchando de tanta sangre y atropellos a la dignidad, a la libertad y a la vida misma de los salvadoreños. Vivimos en una realidad nacional explosiva, fértil de frutos de violencia. Con frecuencia vemos manifestaciones populares que terminan en derramamiento de sangre de los manifestantes y, a veces, también de miembros de cuerpos de seguridad. Últimamente, en muchos lugares, sobre todo en el campo, se ha venido sucediendo conflictos violentos , que llegan incluso a tomar forma incluso de operativos militares, desplegados en zonas enteras del campo salvadoreño. Son muchos los hogares que lloran víctimas del secuestro, del asesinato, de la tortura, de la amenaza, del incendio criminal, etc.

Ante esta situación que puede llegar a insensibilizar las conciencias, tenemos que volver a repetir aunque sea voz que clama en el desierto, la voz de la Iglesia: “no a la violencia, si a la paz”.

Este ideal de la Iglesia es bien claro por más que la calumnia y la persecución hayan tratado de distorsionarlo:
“Reafirmamos con fuerza nuestra fe en la fecundidad de la paz –fue también la voz del Episcopado Latinoamericano en Medellín- . Ese es nuestro ideal cristiano… no ponemos nuestra confianza en la violencia (Paz nn. 15 y 19).

Hoy cumplimos también, en esta Carta Pastoral, encargo testamentario que nos hizo Pablo VI en la audiencia de nuestra visita “ad limina” el 21 de Junio al recomendarnos la solidaridad pastoral con nuestro pueblo, mencionó el esfuerzo que éste está haciendo por sus justas reivindicaciones y nos encareció orientarlo por el camino de una paz justa y prevenirlo contra la fácil tentación de la violencia y el odio.

1. Diversos tipos de violencia.

Pero si es fácil formular el ideal de la paz, es muy difícil enfrentarse a la realidad de la violencia que históricamente perece inevitable mientras no se eliminen sus causas reales. Pues normalmente y salvo en casos patológicos, la violencia no es una cualidad de hombres que se realizan sometiendo a otros hasta el extremo de humillarlos, herirlos, secuestrarlos, torturarlos o matarlos. La violencia tiene otras raíces que es necesario descubrir. Para ello debemos analizar las diversas formas de violencia, siguiendo un camino abierto por los Obispos de América Latina en Medellín.

a) La “violencia institucionalizada”.

La forma más aguda que presenta la violencia en nuestro continente y también en nuestro país, es la que llamaron los Obispos en Medellín “violencia institucionalizada” (Paz n. 16), producto de una situación injusta en la que la mayoría de los hombres y mujeres –sobre todo de los niños- en nuestro país se ven privados de lo necesario para vivir.

Se expresa esta violencia en las organizaciones y en el funcionamiento diario de un sistema socioeconómico y político que acepta como normal y corriente que el progreso no es posible sino mediante la utilización de las mayorías como fuerza productiva manejada por una minoría privilegiada. Encontraremos históricamente esta clase de violencia siempre que la maquinaria institucional de la vida social funcione en beneficio de una minoría o sistemáticamente discrimine a los grupos o personas que defiendan el verdadero bien común.

Son responsables de esta violencia hecha institución, además de las estructuras internacionales injustas que la condicionan, los que acaparan el poder económico sin compartirlo, “los que retienen celosamente sus privilegios y, sobre todo… los que los defienden empleando ellos mismos medios violentos; y todos los que no actúan a favor de la justicia con los medios de que disponen, y permanecen pasivos por temor a los sacrificios y a los riesgos personales que implica toda acción audaz y verdaderamente eficaz” (Medellín Paz nn. 17 y 18).

Esta “violencia institucionalizada” se da dramática y establemente en nuestro país.

b) Violencia represiva del Estado.

Paralela a la “violencia institucionalizada” suele surgir la violencia represiva, es decir, la empleada por los cuerpos de seguridad del Estado en la medida en que el Estado trate de contener los anhelos de aquellas mayorías, sofocando violentamente cualquier manifestación de protesta ante la injusticia que acabamos de mencionar.

Es una verdadera violencia y es injusta porque con ella el Estado defiende, por encima de todo y con sus poderes institucionales, la pervivencia del sistema socio-económico y político que está vigente, impidiendo toda verdadera posibilidad de que el pueblo, en uso de su derecho primordial de autogobernarse –como sujeto último de la voluntad política-, puede hallar un nuevo camino institucional hacia la justicia.

c) Violencia sediciosa o terrorista.

Existe otra clase de violencia peligrosa que algunos llaman “revolucionaria” pero que preferimos calificarla como terrorista o sediciosa, ya que el término “revolucionaria” no siempre tiene un sentido peyorativo como el que aquí deseamos definir. Se trata de aquella violencia que Pablo VI llamó “las revoluciones explosivas de desesperaciones” (Bogotá, 23-VIII-68, citado en Paz n. I7). Esta violencia suele organizarse e intentarse en forma de guerrilla o terrorismo y equivocadamente es pensada como último y único modo eficaz para cambiar la situación social.

Es una violencia que produce y provoca estériles e injustificables derramamientos de sangre, lleva la sociedad a tensiones explosivas, racionalmente incontrolables y desprecia por principio toda forma de diálogo como posible instrumento solución para los conflictos sociales.

d) Violencia espontánea.

Llamamos violencia espontánea a la que reacciona espontáneamente ano de forma calculada ni organizada, y surge de parte de grupos o persona, cuando son atacadas violentamente al hacer uso de sus derechos legítimos como son: reclamos, manifestaciones, huelgas justas, etc. Por ser espontáneos y no buscada, esta violencia tiene las características de la desesperación y de la improvisación y por eso no puede tener eficacia en el reclamo de los derechos ni en las soluciones justas de los conflictos.

e) Violencia en legítima defensa.

Se da también la violencia en legítima defensa cuando una persona o un grupo repelen por la fuerza una agresión injusta de que han sido objeto. Esta violencia busca anular o por lo menos lograr un control eficaz –no necesariamente la destrucción- del peligro inminente y efectivo que injustamente amenaza.

f) Violencia de la no violencia.

Para completar esta clasificación de la violencia es conveniente agregar la fuerza de la no violencia que encuentra hoy conspicuos estudiosos y seguidores. La recomendación del Evangelio de volver la otra mejilla ante un injusto agresor, lejos de ser pasividad o cobardía, es la manifestación de una gran fuerza moral que deja moralmente vencido y humillado al agresor. “El cristiano es capaz de combatir pero prefiere la paz a la guerra”, se dijo en Medellín aludiendo a esta fuerza moral de la no violencia (Paz n. I5).

II- JUICIO MORAL DE LA IGLESIA SOBRE LA VIOLENCIA

Cuando hacíamos nuestra “visita ad limina”, L’Observatore Romano, vocero oficioso del pensamiento de la Santa Sede, publicaba un valioso artículo sobre la violencia titulado en italiano: “Lo Stato democrático e la violenza” (23-VI-78). Creemos muy oportuno valernos de sus conceptos para actualizar la tradicional doctrina católica sobre la violencia que también recordaron los Obispos en Medellín.

“El recurso a la violencia –comenta L’Observatore- es un triste resabio de las generaciones humanas y una de las señales más evidentes, tanto de la imperfección que acompaña al hombre en cualquier latitud y bajo cualquier régimen, como de la necesidad de recomenzar siempre desde el principio la obra de perfeccionamiento personal y del bien social a fin de contener y disciplinar los instintos que siempre renacen en el hombre y lo conducen a la lucha del hombre contra el hombre”.

Pero a pesar de que la Iglesia considera cualquier tipo de violencia como una señal de “la imperfección que acompaña al hombre”; y, a pesar de recalcar siempre su preferencia y su amor por el ideal de la paz, la Iglesia a cada tipo de violencia da un juicio distinto que va desde la prohibición y condenación hasta la licitud bajo ciertas condiciones:

Enunciamos a continuación unos cuantos principios morales que debe respetar la conciencia de cualquier hombre honrado:

a) La Iglesia ha condenado siempre la violencia buscada en sí misma o usada abusivamente en contra de algún derecho humano, o como primero y único medio para defender y alcanzar un derecho humano. No se puede hacer un mal para alcanzar un bien.

b) La Iglesia permite la violencia en legítima defensa, pero bajo las siguientes condiciones:

– que la defensa no exceda el grado de la agresión injusta (por ejemplo, si basta defenderse con las manos no es lícito disparar un balazo al agresor);

– que se acuda a la violencia proporcionada sólo después de agotar los medios pacíficos posibles;

– y que la defensa violenta no traiga como consecuencia un mal mayor que el que se defiende: por ejemplo una mayor violencia, una mayor injusticia.

c) Por ser raíz de mayores males, la Iglesia ha condenado la violencia institucionalizada, la violencia represiva del gobierno, la violencia terrorista y toda la violencia que pueda provocar una legítima defensa también violenta.

d) El documento de Medellín sobre la paz y citando un texto de la Encíclica “Populorum Progressio” de Pablo VI (n. 31), menciona la legitimidad de una “insurrección” en el caso muy excepcional “de tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y damnificase peligrosamente el bien común del país, ya provenga de una persona ya de estructuras evidentemente injustas”. Pero inmediatamente advierte el peligro de engendrar con ello “nuevas violencias… nuevas injusticias… y nueva ruina, lo cual haría condenable también esta insurrección”.

e) Por eso también ha enseñado la Iglesia –y las circunstancias actuales dan una trágica actualidad a esta enseñanza- que un gobierno debe usar su fuerza moral y coactiva para garantizar un Estado verdaderamente democrático, basado en un orden económico justo en el cual se defiendan la justicia y la paz y el ejercicio de los derechos fundamentales de todos los ciudadanos. Así el Gobierno logrará hacer “cada vez más hipotético e irreal el caso en el cual el recurso a la fuerza por parte de los individuos y grupos pueda ser justificado por la existencia de un régimen tiránico en el cual las leyes, las instituciones y el gobierno en vez de reconocer y promover, conculcan las libertades fundamentales y los demás derechos del hombre, reduciendo los súbditos a la condición de oprimidos” (L’Observatore Romano, artículo citado).

f) La Iglesia prefiere el dinamismo constructivo de la no violencia: “El cristiano es pacífico y no se ruboriza de ello. No es simplemente pacifista, porque es capaz de combatir, pero prefiere la paz a la guerra. Sabe que los cambios bruscos y violentos de las estructuras serían falaces, ineficaces en sí mismos y no conformes ciertamente a la dignidad del pueblo” (Paz n. 15).

III- APLICACIÓN A LA SITUACIÓN DE EL SALVADOR

Entresacamos de la doctrina general de la Iglesia sobre la violencia, estas breves aplicaciones y orientaciones para la realidad de nuestra Diócesis.

• Crecer en la Paz.

Proclamamos la supremacía de nuestra fe en la paz y hacemos un llamamiento a todos a hacer esfuerzos positivos en su construcción.

No podemos poner toda nuestra confianza en métodos violentos si somos cristianos de verdad o simplemente hombres honrados.

• Trabajar por la Justicia.

Pero la paz en la que creemos en fruto de la justicia: “opus institiae pax”. Los conflictos violentos como lo muestra un simple análisis de nuestras estructuras y lo confirma la historia, no desaparecerán hasta que no desaparezcan sus últimas raíces. Por lo tanto, mientras se mantengan las causas de la miseria actual y se mantenga la intransigencia de las minorías más poderosas que no quieren tolerar mínimos cambios, se recrudecerá más la explosiva situación y, si se requiere seguir usando la violencia represiva, desgraciadamente no se hará más que aumentar el conflicto y “hacer menos hipotético y más real el caso en el cual el recurso a la fuerza, como legítima defensa, podrá ser justificado”. Por eso creemos que ésta es la tarea más urgente: La construcción de la justicia social.

Todo hombre tiene un potencial de sana agresividad con que la naturaleza lo ha dotado para superar los obstáculos de la vida. El valor, la audacia, el no tener miedo a los riesgos, son virtudes y valores notables de nuestro pueblo, que han de ser incorporados, en la vida de la sociedad, no para segar vidas sino para construir derecho y justicia para todos pero especialmente para quienes hoy parecen marginados de esos bienes.

• Repudio a la Violencia Fanática.

Está haciendo mucho mal a nuestro pueblo esa violencia fanática que casi se hace “mística” o “religión” de algunos grupos o individuos. Endiosan la violencia como fuente única de justicia y la propugnan y practican como método para implantar la justicia en el país. Esta mentalidad patológica hace imposible detener la espiral de la violencia y colabora a la polarización extrema de los grupos humanos.

• Agotar los Medios Legítimos.

Aun en los casos legítimos, la violencia siempre debe ser el último recurso. Antes hay que agotar los medios pacíficos. La hora es explosiva y se necesita mucha cordura y serenidad. Invitamos fraternalmente a todos, pero especialmente a las “organizaciones” que se empeñan en la lucha por la justicia, a que prosigan sin desánimo y con honradez, a tener siempre objetivos justos, y a que hagan uso de los legítimos medios de presión y a no poner toda su confianza en la violencia.

CONCLUSIÓN.

Violentos junto a Cristo.

Queremos terminar nuestra reflexión mirando la espléndida visión de paz que es el Señor Transfigurado. Es notable que los cinco personajes escogidos para acompañar al Divino Salvador en aquella teofanía del Monte Tabor, hayan sido cinco hombres te temperamento y hechos violentos. De Moisés, Elías, Pedro, Santiago y Juan se puede decir lo que dijo Medellín de los cristianos: “no son simplemente pacifistas porque son capaces de combatir, pero prefieren la paz a la guerra”. Jesús encauzó hacia una labor de construcción, de la justicia y de la paz en el mundo, la agresividad de aquellos ricos temperamentos.

Pedimos al Divino Patrono de El Salvador que transfigure también en el mismo sentido el rico potencial de este pueblo con el que quiso compartir su propio nombre.

Ser un instrumento para que realice esta transfiguración de nuestro pueblo es la razón de ser la Iglesia. Por eso hemos tratado de reafirmar su identidad y su misión a la luz de Cristo, porque sólo siendo como El la quiere, podrá prestar, con mejor comprensión y eficacia, su servicio y apoyo a las justas aspiraciones del pueblo.

Este es mijo Amado: ¡Escúchelo!

La voz del Padre en aquella Santa Montaña es el mejor aval de la misión de la Iglesia entre los hombres: señalar a Cristo como el Hijo predilecto de Dios y único Salvador de los hombres y recordar a los hombres el supremo deber de escucharlo si quieren ser de verdad libres y felices.

Escuchémoslo! Tiene mucho que decir al verse rodeado por nuestro pueblo que lo mira con confianza en una de las horas más trágicas e inciertas de su historia.

Creemos interpretar su palabra divina si al terminar esta Carta Pastoral, nos dirigimos:

– A todos nuestros católicos ya a los hermanos de otras iglesias y a todos los hombres de buena voluntad para recordarles que el Señor está presente y que su voz proviene también de la miseria de nuestro pueblo: Oigámoslo: “lo que hagan con uno de estos mis hermanos pequeños conmigo lo hacen” (Mt. 17, 5).

– A los que tienen en sus manos el poder económico les dice el Señor del mundo que no cierren sus ojos en forma egoísta a esta situación y comprendan que sólo compartiendo en justicia y hermandad con los que no tienen pueden cooperar al bien del país y gozar aquella paz y felicidad que no pueden dar la abundancia amontonada a costa de la miseria ajena. Escúchenlo!

– A la clase media que ya tiene asegurada su vida con un mínimo decoro, Jesús les recuerda que queda una mayoría que aún no tiene lo suficiente para vivir, que se solidaricen con los pobres y campesinos y no se contenten con asegurar lo que ya han conseguido. Escúchenlo!

– A los gremios profesionales y a los intelectuales el Divino Maestro, que es la luz de todas las inteligencias, les pide que usen de su saber técnico y de su ciencia para esclarecer nuestra realidad nacional y cumplan sus juramentos profesionales para buscar soluciones a esa realidad; que definan en público su interés para el bien del país y no se refugien en un saber y en una ciencia sin compromisos; en una evasión y tranquilidad que está más allá del dolor de los pobres. Óiganlo!

– A los partidos políticos y a las “organizaciones populares” que han ocupado el pensamiento principal de esta Carta Pastoral, Cristo conductor de la historia y de los pueblos les exige que sepan poner la preocupación por las mayorías pobres por encima de sus propios intereses y que usen positivamente con eficiencia y justicia los mecanismos y sepan presionar con honradez y valentía para que la transformación deseada se lleve a cabo. Obedézcanlo!

– Y a los poderes políticos, que tienen el sagrado deber de gobernar para el bien de todos, Cristo, el Rey de Reyes y Señor de Señores, les reclama un sentido de verdad y justicia, de sincero servicio al pueblo y que, por tanto:

1. legislen teniendo en cuenta las mayorías del campo donde surgen graves problemas de tierra, de salario, de asistencia médica, social y educativa;

2. abran realmente el reducido espacio político y den entrada legal y real a las diversas voces políticas del país;

3. den oportunidad de organizarse legalmente a quienes injustamente se les ha privado de ese derecho humano, especialmente a los campesinos;

4. atiendan al repudio del pueblo a la ley de defensa y garantía del orden público y en cambio promulguen otras leyes que realmente garanticen los derechos humanos y la paz, y pongan cauces eficientes al diálogo cívico y político, sin que nadie tenga porqué temer al expresar sus ideas que puedan ser de servicio al bien común aunque signifiquen una crítica al Gobierno;

5. cesen ya de amedrentar al campesinado y pongan fin a esa trágica situación de enfrentamiento entre campesinos, explotando su pobreza para organizar a unos al amparo del Gobierno y perseguir a otros por organizarse para buscar su subsistencia y sus derechos en independencia de él;

6. abran la confianza del pueblo con unos gestos inteligentes y generosos como serían: una amnistía para todos los presos acusados de haber violado la ley de defensa y garantía del orden público, la libertad de tantos presos por motivos políticos que no han sido consignados a los tribunales, sino que han desaparecido después de haber sido capturados por los cuerpos de seguridad; y la posibilidad de regresar al país los expulsados o aquellos a quienes se les impide volver a nuestra Patria por motivos políticos.

Creemos que todo esto es la voluntad del Divino Salvador del Mundo. Y que el Padre ordena: Hay que escucharlo!

La Iglesia promete trabajar y orar.

Por su parte, la Iglesia que ha reafirmado en esta Carta su identidad y ha explicado su misión, se compromete a aportar al bien común de la Patria su fe en Jesucristo y su colaboración con todos los que están dispuestos a hacer reinar la justicia como base de una paz que sea dinamismo de nuestro verdadero progreso.

Acudimos con filial confianza a la intercesión de nuestra Reina y Madre, la Santísima Virgen de la Paz, Patrona también de El Salvador, para que nos alcance del Divino Salvador del Mundo abundancia de gracias y buena voluntad para la transfiguración de nuestro pueblo.

Con nuestra bendición.

San Salvador, fiesta de la Transfiguración del Señor, seis de agosto de mil novecientos setenta y ocho.

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