La reacción de los países ha sido rápida y contundente. Repudio unánime al golpe por parte de presidentes y jefes de gobierno. Censura de las naciones del ALBA, SICA, Grupo de Río y Unión Europea. Reconocimiento incuestionable de Mel Zelaya como legítimo Presidente de Honduras y demanda de inmediata restitución en su cargo.
También se han tomado medidas específicas para respaldar las palabras: expulsión de la OEA, retiro de embajadores, suspensión de créditos internacionales y de ayudas de cooperación, interrupción temporal del comercio regional.
Si bien es posible que estas posturas y presiones no sean suficientes para revertir la situación y obligar a las autoridades de facto a reconsiderar sus actuaciones y restaurar en el poder al Presidente constitucional, sí reafirman el respeto por los valores democráticos.
Pero más allá de las prolijas y pertinentes declaraciones oficiales, también se han observado en estos días gestos y comentarios de personas, medios de comunicación e incluso instituciones que más que expresar una genuina vocación democrática parecen estar cargados de enorme hipocresía. Condenan lo sucedido pero tratan de matizarlo y justificar a los golpistas.
Dicho en palabras simples. En un primer momento critican y rechazan el golpe de Estado, pero luego parecen disculparlo y hasta celebrar el derrocamiento. Las razones: Zelaya se había inclinado hacia la izquierda, había estrechado su amistad con Chávez, su gobierno amenazaba los intereses de una clase política y económica poderosa y pretendía cambiar las normas para reelegirse.
Estos hechos, para quienes tienen una concepción oportunista y sesgada de la democracia, eran más que suficientes para respaldar la separación del Presidente del poder a como hubiera lugar. Llevaba a Honduras por la misma ruta que Venezuela y eso había que evitarlo a toda costa. No importaba que el mandatario hubiese sido elegido con la mayoría del voto popular y que existieran leyes que permitían juzgarlo si las transgredía. Había que sacarlo de inmediato, aunque fuera por la fuerza.
¿Puede un demócrata justificar de alguna manera que el presidente de un país sea detenido por el ejército y obligado a abandonar el territorio nacional sin previo juicio, derecho de defensa y condenatoria? No conozco ningún régimen jurídico que legalice semejante proceder ni a ningún convencido de la democracia que lo avale.
Si un gobernante comete actos ilegales lo que procede es juzgarlo en los tribunales de justicia. Si sus actuaciones contradicen lo que de él se esperaba en la función pública lo que corresponde es enfrentarlo en la arena política. En ninguno de los dos casos se justifica un golpe de Estado. Este razonamiento no admite matices ni gradaciones.
Es difícil predecir lo que ocurrirá en Honduras si el presidente Zelaya regresa a su país. Es posible que se produzcan actos violentos y que se derrame sangre en defensa de la democracia. Triste reminiscencia de una Centroamérica de antaño. Desde esta columna, escrita en la mañana del domingo 5 de julio, hacemos votos por una restauración incruenta del sistema democrático.
07/07/2009