Aunque no reivindica a los gorilas ni el estimula una nueva oleada de golpes de estado en la región, Estados Unidos tampoco condena explícitamente a los usurpadores ni descarta al cuartelazo como opción local. Aunque formalmente desaprueba la forma como actuaron los golpistas hondureños, la actual administración coincide con la oligarquía en la meta de frenar el proceso de cambios iniciado por Zelaya, evitar que, con Honduras se traslade a Centroamérica el clima imperante en el sur, aprovechando además para restar identidad y vigencia al movimiento popular y, de ser posible anularlo.
Más allá del affaire hondureño, se trata de advertir que, en connivencia, las oligarquías y el imperio conservan algún margen para la maniobra y que, movimientos tácticos o acciones de distracción aparte, Washington no abandona a sus aliados estratégicos.
De paso, la crisis renueva una vieja lección: para hacer revoluciones o grandes reformas; no basta con personas generosas, sensibles al dolor ajeno y bien intencionadas, sino que se necesitan revolucionarios o reformistas dispuestos a comprometer sus bienes y asumir riesgos personales. Las masas en las calles, sin partidos ni líderes y sin programas pueden realizar jornadas heroicas, crear precedentes, identificar dirigentes, definir metas, más no alcanzar el poder.
La mediación sin diálogo o el diálogo sin negociación iniciado en San José de Costa Rica, promovido por Estados Unidos, endosado por la OEA y al que se sumarán otros apoyos, algunos sinceros y otros oportunistas, pueden conducir a cualquier parte y a cualquier arreglo, menos a algo coherente con las aspiraciones más altas del movimiento popular.
Tal vez estas jornadas y las que aun quedan por delante, sirvan para ilustrar a las fuerzas progresistas de América Latina, particularmente a las más avanzadas y radicales acerca de cuáles son las tácticas apropiadas para lidiar con los cambios políticos operados en Washington, donde no sólo hay una nueva administración y un nuevo estilo de hacer política, sino nuevos enfoques y nuevas tácticas, probablemente también nuevas estrategias.
Independientemente de otros que pueden haber, la digna y viril reacción de Zelaya ante los atropellos cometidos contra su persona, su familia y sus partidarios, y el abuso frente a las instituciones de una democracia en la que honestamente cree, son saldos positivos, aunque no comparables con el significado histórico de haber echado a andar a las masas y haberlas concientizados acerca de su papel y de su capacidad para luchar por sus reivindicaciones legitimas, incluso por el poder.
Habida cuenta de que en todos los países y en la región en su conjunto, alcanzar las metas definitivas es algo que está lejos y ante el hecho de que, como advirtiera Fidel Castro, de aquí a cuatro u ocho años vendrá otro presidente que puede incluso significar un retroceso, es preciso aprovechar el interregno o compás de espera abierto por esta administración para avanzar hasta donde se pueda. En política existen los programas mínimos y optar por ellos no deshonra ni paraliza, sino que a veces permite adelantar importantes trechos.
No obstante, el sutil manejo de la administración de Obama, aunque esencialmente hostil, preferible a la brutalidad con que hubiera reaccionado Bush, no se puede atribuir exclusivamente al talento del nuevo equipo. En considerable medida se trata de un curso impuesto por los países políticamente más avanzados de la región que, sin perder un segundo, se movilizaron en la condena al golpe, exigieron el regreso de Zelaya y arrastraron tras si a la OEA y a otras agrupaciones y líderes regionales.
De ese modo se creó un escenario en el cual, haber actuado contracorriente hubiera significado para Estados Unidos un retorno a los tiempos del Gran Garrote de Teodoro Roosevelt, un mentís a la imagen que proyecta la nueva administración y un fracaso personal para Obama que no cedió ante izquierda ni ante la derecha. Esta vez, Washington no tuvo la iniciativa y tuvo que acomodar sus opciones.
En diez días de combate revolucionario, la conciencia política de las masas hondureñas y su autoestima política ha avanzado más que en siglos de dominación oligárquica. Es temprano para sacar todas las conclusiones y, en cualquier caso: “La lucha continua…”