Es, pues, imprescindible, darle a Juan Rafael Mora el lugar que se merece entre los fundadores de la literatura nacional. No es que él fuese un escritor que se propuso escribir ensayos, o un literato, pero sus mensajes presidenciales y varios de sus discursos son ensayos de análisis político y social de alta calidad. Y dos de sus proclamas más bien parecieran poemas en prosa.
El ensayo es un género antiguo, aunque es a partir de fines del siglo XVI cuando Michel de Montaigne modela la forma definitiva de un escrito en prosa que superaba los alcances de un artículo -porque no se limita a tratar sobre un solo hecho, sino que se amplía a la reflexión general. Supera también a la crónica puesto que, además de informar de algo preciso, reflexiona sobre el sentido profundo de esa información. Y debía ser más personal y más breve y condensado que un tratado. Es desde entonces el género por excelencia para exponer y debatir ideas, porque el lenguaje conceptual debe imponerse sobre el lenguaje que evoca imágenes, como ocurre en la novela o en el cuento.
En el siglo XIX el ensayo es abundante y en Hispanoamérica tiene ya las características consagradas por Montaigne. Primero el mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi y poco después el argentino Domingo Faustino Sarmiento, se distinguían entonces por sus artículos y ensayos, cuyos vehículos de difusión eran, por lo general, el diario u otras publicaciones periódicas. Mención especial merece el venezolano continental Andrés Bello cuya obra hacia mediados de ese siglo era leída por toda la América española. Y discípulo de Bello fue Simón Bolívar, el gran fundador de repúblicas en Hispanoamérica, varios de cuyos discursos figuran en las antologías del ensayo continental, en especial su Discurso de Angostura, pronunciado en esa ciudad hoy ciudad Bolívar el 15 de febrero de 1819.
Para este grupo de patriotas el ensayo era un género tan atrayente como útil porque servía para exponer allí los complejos asuntos concernientes a la organización de las nuevas repúblicas. Fernández de Lizardi, por ejemplo, cuestiona en varios de sus escritos la necesidad de superar y abandonar el legado de una educación confesional pasatista y reaccionaria. Sarmiento escribe con pasión acerca del conflicto creciente entre las fuerzas del interior, del campo aún bajo el pensamiento colonial, y las más organizadas y modernas fuerzas de la ciudad. A Bello le preocupaban tanto la educación como las leyes, la necesidad del gobierno por preservar el orden social como la persistencia de la unión republicana.
Juan Rafael Mora Porras no es ajeno a ninguno de esos problemas, y de algún modo, todos los trató en sus escritos; además, como ellos, es un hombre entregado a la función pública, a las demandas de organizar la naciente democracia; dispuesto a defender en cualquier frente la patria y la libertad ganada en la Independencia. Como Bolívar y Sarmiento, Mora llegó a ocupar el honroso cargo de Presidente de la República, y como ellos combatió al invasor y a la tiranía en el campo de batalla; no le cupo a él enfrentarse a España, como a Bolívar, pero debió oponerse a la nueva fuerza imperial que entonces empezaba a imponerse amenazadoramente.
Por eso a Juan Rafael Mora Porras le preocupaba, sobre todo por la urgencia que imponían las circunstancias, pensar y escribir sobre la cuestión de la unión regional ante la amenaza de aquella potencia extranjera; en este sentido es claro antecedente del patriota y escritor cubano José Martí, otro gran ensayista. Mora se desvelaba por la conservación de una identidad que ya empezaba a configurarse como nacional y propia, frente a los Estados Unidos de Norteamérica que continuaban expandiéndose por medios avasalladores hacia el oeste y hacia el sur.
Los escritos de Mora están detalladamente terminados: se ha esmerado en una expresión tan clara como coherente y elegante; ha pensado bien cada idea y ha llegado a expresar esa idea con sigular precisión; no son escritos rápidos; antes muy el contrario, se nota una elaboración paciente que evita repeticiones, que apela al concepto justo y las pocas imágenes que utilizan son rápidas y no demoran la exposición de sus reflexiones. Tenía la obligación de ser claro y directo: ninguna duda podría levantarse de la lectura de sus mensajes porque el país vivía en los alrededores de una guerra cuyas consecuencias peores debían evitarse a toda costa. Y hay en todos ellos un tono de pasión y devoción por Costa Rica que los unifica y los embellece.
Uno de sus mejores escritos es el “Mensaje del Presidente de la República, al Congreso de 1856”, que apareció en el Boletín Oficial, el 4 de agosto de ese año crucial en la historia de Costa Rica: ya han ocurrido las batallas de Santa Rosa y de Rivas, las tropas enfermas y diezmadas han regresado. Él se pregunta, ¿quién diría que hace apenas un año el país, que marchaba en paz y prosperidad hacia su futuro, iba a encontrarse con tales obstáculos? En sus expresivas palabras: “El espíritu laborioso de los costarricenses, su respeto al orden, su amor a la propiedad, y al acuerdo constante de la Nación y el Gobierno producían tan opimos frutos, cuando exteriores acontecimientos, funestos al parecer para la América Central, tal vez propicios en los incomprensibles misterios de las evoluciones humanas, vinieron a interrumpir esa marcha pacífica y feliz”. La esperanza del futuro promisorio que el costarricense se había propuesto quedaba bajo amenaza; factores externos se cruzaban agresivamente en su camino, pero su líder, para defender su causa, supo tomar tanto la pluma como la espada.
*Profesor en la Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje, Universidad Nacional.
Fuente: Tribuna Democrática.com
28 de Septiembre 2010