Tenía uno de los nombres más reconocibles del mundo, pero si hubiera aparecido, sin aviso, paseando por el centro de Madrid, Londres, Nueva York o, incluso, Johanesburgo, nadie habría sabido quién era. El eslogan “Free Nelson Mandela” (Liberad a Nelson Mandela), y la canción del mismo título, llegaron a ser mundialmente conocidos a lo largo de los años ochenta. Mandela se había convertido en un hombre marca, pero el individuo de carne y hueso era un enigma. La pregunta desde el momento en el que el Gobierno blanco sorprendió a Suráfrica y al mundo con el anuncio de su inminente liberación el 2 de febrero de 1990, hasta que salió andando de la cárcel el día 11, era “¿estaría bien físicamente tras 27 años y medio de prisión?”; y también, “¿podría estar a la altura de las enormes expectativas que había generado?”.
Las respuestas fueron contundentes: “sí” y “sí”. Emergió de la cárcel, a sus 71 años, alto, erguido, con una enorme sonrisa, vestido impecablemente de traje y cuando compareció ante la prensa la mañana siguiente, respondiendo a las preguntas de varios de los periodistas más veteranos y escépticos del planeta, el impacto fue demoledor. Al concluir el acto, el ser humano detrás de cada periodista presente se olvidó de la famosa objetividad que pretendía. Violando los sagrados protocolos de la profesión, todos dieron rienda suelta a un largo y sentido aplauso.
Lo que demostró Mandela fue la irresistible mezcla de integridad, lucidez, respeto, generosidad, pragmatismo y carisma que sistemáticamente seduciría a todos sus rivales políticos a lo largo de los cuatro años de compleja negociación política que acabaría con el apartheid. Llegó a la presidencia y un año después unió al que había sido el país más dividido de la Tierra alrededor de la final del mundial de rugby, el día más feliz de la historia surafricana, en el que más gente sintió más alegría.
Hoy, 20 años después de la liberación de Mandela, muchos se preguntan si todo aquello fue un espejismo. A cinco meses de celebrarse el evento más grande de la Tierra, el Mundial de Fútbol, en Suráfrica, existe la percepción de que Mandela sí estuvo a la altura, pero que el país no.
El grado de decepción depende del grado de expectativas. Cualquiera que se imaginaba que la tensión racial desaparecería del todo en dos décadas, tras 350 años en los que la minoría blanca se había comportado con la mayoría negra como amos con sus esclavos, inevitablemente concluiría que todo ha sido un fracaso; aquellos que creían que rápidamente se secaría el océano de pobreza negra que rodeaba las islas de riqueza blanca, y que emergería una tierra verde de próspera igualdad, también.
Por otro lado, los que predijeron gozosamente que bajo un Gobierno negro Suráfrica se convertiría de un día al otro en una caótica tiranía, al estilo del vecino Zimbabue, no tienen muchos motivos de satisfacción. La verdad es que es igual de frívolo, y políticamente inmaduro, pronunciar que el país de hoy es una feliz utopía como argumentar que es un desastre sin paliativos. La realidad siempre iba a ser algo ambigua aunque, si uno vuelve la mirada atrás, adonde estaba el país cuando Mandela salió de la cárcel, la balanza se inclina más hacia una interpretación positiva de los hechos.
La Suráfrica que se prepara para celebrar el Mundial en junio de este año tiene tres grandes problemas: mucha delincuencia, corrupción (especialmente a nivel municipal), e ineficacia en el combate a la pobreza. Como tal, el país no está mucho peor que otros 50 que uno podría mencionar, y bastante mejor que muchos más (por ejemplo, todo el resto de África y gran parte de América Latina).
Más sorprendentes son los puntos a favor. Durante aquellos cuatro años entre la liberación de Mandela y las elecciones de abril de 1994, las primeras en las que pudo votar toda la población, el país se tambaleaba permanentemente entre el optimismo y la desesperación. La extrema derecha, blanca y negra, lanzó una violentísima ofensiva en los barrios negros de Johanesburgo con el propósito de descarrilar la transición democrática.
Cuando Yasir Arafat, el líder palestino, e Isaac Rabin, el primer ministro israelí, firmaron los acuerdos de Oslo en 1993, buena parte del mundo consideraba por más insólito que parezca hoy que las posibilidades de lograr la paz, o no, en Suráfrica y en Oriente Próximo eran idénticas.
Mandela advertía en aquellos tiempos que el país amenazaba con “ahogarse en un baño de sangre”; Frederick de Klerk, el último presidente blanco, expresaba el temor de que Suráfrica seguiría el ejemplo de la antigua Yugoslavia y caería en la guerra civil. No era ningún secreto que durante 1993 la extrema derecha se estaba movilizando para montar lo que ellos llamaban “la lucha de liberación bóer”, calificada por otros de terrorismo racista. Un total de 21 negros murieron en atentados durante la semana anterior a las elecciones de abril de 1994. Cuando Mandela asumió la presidencia el mes siguiente, aclaró que su prioridad sería asentar los cimientos de la joven y frágil democracia.
Lo logró. La buena noticia hoy es que la democracia surafricana es incuestionablemente estable, sin atisbos de terrorismo, sin ninguna señal de que vaya a aparecer algún movimiento independentista. El Estado de derecho funciona. La libertad de expresión es total. Esto no es Zimbabue. Y ni siquiera Rusia, que llegó a la democracia al mismo tiempo.
En lo social, mucho ha cambiado también. Como constatarán aquellos que acudan al Mundial, Suráfrica es un país en el que hoy la abrumadora mayoría de la gente blanca y negra se trata no con arrogancia o resentimiento, sino con respeto y cordialidad.
No todo es perfecto. Como se quejan muchos blancos, y reconocen muchos negros, muchas cosas se podrían haber hecho mucho mejor. Pero Suráfrica no es Afganistán. Es un país a punto de, y capacitado para, celebrar un mundial de fútbol. Eso, Mandela, hace 20 años, lo hubiera firmado.