En efecto, a partir de la_ “Ronda de Uruguay”_ (1986-1994) de la Organización Mundial de Comercio (OMC) los servicios y bienes culturales comenzaron a formar parte de la agenda del organismo. Se trata de un acontecimiento que marca un “antes y un después” en la relación cultura / comunicación y mercado.
Aún cuando se mantienen restricciones, es a partir de dicho momento que los criterios que guiaban la regulación del sector cultural terminan de asumir un sesgo economicista, en detrimento del enfoque basado en la protección de la libertad de expresión, el acceso a la cultura y el pluralismo informativo.
Estas transformaciones tienen estrecha vinculación con los intereses de generar un mercado global de comunicación y cultura. Si bien la transnacionalización de los bienes culturales encuentra tempranos antecedentes, la posibilidad de unificar la distribución de bienes simbólicos instantáneamente y a nivel global, está estrechamente vinculado al proceso de digitalización e informatización de la cultura.
Por otra parte, la relación entre las políticas culturales y las sociedades ya no está solo mediatizada por el Estado y los actores corporativos interesados. Los organismos internacionales como la OMC, Organización Mundial de Propiedad Intelectual (OMPI), ICANN (Internet Corporation for Assigned Names and Numbers), UNESCO, UIT, así como los acuerdos supranacionales (UE, Mercosur) y bilaterales intervienen crecientemente en el diseño de las políticas de comunicación de los países.
En el proceso globalizador, se visualizan limitaciones al accionar tradicional de los Estados. En parte, como consecuencia del afianzamiento y surgimiento de nuevos actores en la escena mundial con distintas capacidades de decisión y negociación. Si bien los Estados-Nación siguen siendo importantes, no todos son iguales.
Sandra Braman distingue uno hegemónico (Estados Unidos), dos competencias (Japón y la Unión Europea), y los países en desarrollo para los cuales la “Sociedad de la Información” y el nuevo entorno regulatorio pueden ser fuentes de bienestar social pero también de importantes desafíos. Para que lo primero ocurra, los países periféricos tienen que estar pendientes del proceso de reestructuración global, y no limitarse a esperar las dádivas que el avance tecnológico les prometa.
Los productos culturales son transmisores de visiones del mundo. Sin embargo, la naturaleza dual de las obras culturales hace que operen como expresiones de identidad, pero también como bienes y servicios mercantiles. Son dos aspectos indisociables, que resultan caros si no se consideran.
El comercio de servicios en la OMC se define de manera muy amplia para incluir la inversión extranjera directa en diversos sectores, entre los que están incluidos las telecomunicaciones y el audiovisual. Es importante destacar que la liberalización puede llegar a implicar la eliminación de cualquier medida gubernamental que favorezca a un proveedor nacional frente a uno extranjero, así como la desregulación cuando una norma se considera demasiado onerosa para los inversionistas y proveedores de servicios extranjeros.
Frente a este avance, algunos países comenzaron a delinear un proceso de resistencia que en un primer momento promovió la_ “excepción cultural”_ y posteriormente buscó garantizar la “Diversidad cultural”. Esta iniciativa permitió que no se incluyera la discusión sobre la liberalización cultural en la ronda Uruguay. Pero a cambio cedió el compromiso de incorporar el tema en la siguiente ronda.
Dentro de la propia OMC algunos países han planteado que el sector audiovisual debe ser considerado como parte de la industria del entretenimiento o de las telecomunicaciones, y por lo tanto sujeto a reglas de liberalización, mientras que otro grupo de países que considera al audiovisual como un producto cultural, que merece un tratamiento diferencial.
Varias medidas de política cultural en el área audiovisual se verían amenazadas de imponerse finalmente los criterios impulsados por la regulación global: subsidios del Estado, la televisión pública, las políticas de cuotas, los requerimientos de nacionalidad para las licencias de radiodifusión, los impuestos destinados para financiar productos culturales locales (cine), las exenciones impositivas, ni se podrán imponer privilegios de distribución a contenidos nacionales.
Este listado incompleto sirve de ejemplo de los efectos devastadores que estas políticas podrían tener en el ámbito latinoamericano. Más si se considera que aún hoy, en “tiempos de proteccionismo”, los balances son altamente deficitarios. En términos generales, es importante alertar sobre las consecuencias que tiene el nuevo gobierno global sobre las políticas culturales y de comunicación en particular. Especialmente porque generalmente los debates sobre los beneficios de los procesos de integración suelen soslayar las amenazas que el mismo presenta.
Ahora que la Ronda de Doha ha fracasado cabe preguntarse que actitud hubieran adoptado los países emergentes si los países centrales hubieran cedido su proteccionismo en el sector primario a cambio de una flexibilidad general en el sector servicios. En qué medida un beneficio económico no traería aparejado el enorme riesgo de reducir nuestras políticas culturales a cenizas.
Esto se ve reflejado en lo que por ahora representa la mayor incidencia real en términos de gobernanza global hasta la actualidad en los países latinoamericanos: la firma de tratados bilaterales. Un criterio general que se puede reconocer es que si bien los productores culturales han logrado establecer coaliciones para la defensa de las industrias culturales locales, en general el debate público en torno a los tratados de libre comercio suele centrarse en los “beneficios” que los mismos traerán en materia de apertura de mercado para la producción nacional.
Tras el fracaso de instrumentar una estrategia general de libre comercio en la región, Estados Unidos procuró establecer acuerdos bilaterales con un numeroso grupo de países. Desde América Central hasta Chile, varios países han suscripto acuerdos de libre comercio o se encuentran en tratativas avanzadas para hacerlo. Si bien se ha logrado mantener excepciones en la producción cultural analógica, los suministros de servicios que usan medios digitales quedan incluidos dentro de las obligaciones contraídas en el capítulo de comercio de servicios. Se han protegido las políticas culturales actuales, pero los acuerdos suponen una seria amenaza a las del futuro.
Incluso en algunos casos se introdujo un apartado específico de no discriminación de productos digitales que señala que no se podrá dar trato diferencial a los productos digitales de la otra parte. En este punto está una de las claves del nuevo sentido regulatorio. Cuando todos los productos culturales y su distribución sean digitales ¿Qué valor cobrarán dichos acuerdos? ¿Qué espacio dejan para las políticas públicas? Para comprender la verdadera dimensión del problema, se transcribe qué entienden los acuerdos por productos digitales: “significa programas computacionales, texto, video, imágenes, grabaciones de sonido, y otros productos que sean codificados digitalmente y transmitidos electrónicamente, independientemente de si una parte trata a dichos productos como una mercancía o como un servicio de conformidad con su legislación interna”.
Las políticas de hoy serán las que regulen la producción cultural del mañana. Es por ello que es preciso impulsar el conocimiento de este tema en la comunidad académica y en la sociedad civil en general. David Hesmondhalgh (2005) realiza una acertada advertencia al respecto cuando observa que la indiferencia pública es espejada por la ausencia en la literatura de los estudios de medios de “la formación de la política pública más general”.
Ante este panorama creemos conveniente proponer algunas sugerencias. En primer lugar parece indispensable contar con más y mejores recursos humanos formados en derecho comercial internacional que mantengan una mirada humanista, así como proponer una colaboración estratégica entre el mundo académico y los que toman decisiones para poder desarrollar una política autónoma. Esta posibilidad debería ser complementada por un mayor y mejor intercambio entre los países de la región a efectos de coordinar y articular decisiones.
En segundo lugar, definir una estrategia para mantener la actual capacidad de implementar políticas nacionales de comunicación y cultura. Para ello es preciso tener una propuesta de política de comunicación y cultura en la OMC que supere los criterios tecno-economicistas. Esto supone en el plano nacional alertar a numerosos economistas que estarían predispuestos a negociar la liberalización del tercer sector a cambio de concesiones de los países del G8 en el sector primario. Por otra parte, implica tener una clara estrategia de participación en organismos internacionales como la OMC y la OMPI, evitando caer en resoluciones que puedan afectar seriamente la capacidad política de los Estados.
En términos generales, se propone una estrategia complementaria que promueva la defensa de las capacidades políticas existentes, que se mantenga atenta y con opciones claras y definidas frente a las nuevas agencias regulatorias internacionales, y que finalmente tenga capacidad de usufructuar las potencialidades que brindan las NTI para potenciar los efectos de las políticas consensuadas.
* Profesor de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires.