*1. *Primero, hay que entender que estas políticas, impulsadas desde el exterior, se hallan hoy escalando lo que se llama una “segunda generación” de reformas. Salidas del Consenso de Washington de los años 1990, fueron diseñadas por el Banco Mundial desde inicios de este siglo, para terminar de modificar las relaciones entre el Estado y el mercado a favor de este último haciéndolo, junto con su personal, una maquinaria al servicio directo de la clase financiera y empresaria transnacionalizada que no puede operar del todo sin él.
2. Si la primera generación de reformas en tiempos de Calderón, Figueres y Rodríguez (1990-2002) se dedicó a lograr los llamados equilibrios macroeconómicos (fiscales, financieros y monetarios) y a reducir el tamaño del Estado y algo de su planilla, trasladando muchas de sus funciones a manos privadas, hoy día bajo los Arias-Chinchilla la segunda fase de la estrategia de privatización es y será más radical y profunda. Pues persigue hacer, de lo que queda en pie del aparato estatal, un simple apéndice operativo del gran capital, sujeto a las necesidades y dictados empresariales y de las cámaras patronales. Y, de paso, acabar con el sindicalismo de centro-izquierda, dejando solo el derechista, como lo busca la LEP.
3. Por eso, se habla de la necesidad de una segunda etapa de la Reforma del Estado, la cual había quedado rezagada a finales del siglo pasado. Una que permita liquidar cualquier autonomía relativa del Estado como “ente público”, obligándolo a adoptar internamente estilos y métodos de empresa privada (incluyendo en el manejo del personal); y externamente, a contribuir en directo a la rentabilidad de los grandes negocios privados transnacionales. Y aquí es donde toma sentido la idea de eliminar la intervención estatal en el mercado laboral. Para lograr esta sujeción del Estado a la maquinaria mercantil privada, se procede a ubicar los empresarios (o sus representantes políticos y técnicos) en puestos claves al frente del mismo; y se lanza una serie de reformas a leyes que supuestamente frenan o distorsionan la formación y circulación del capital, entre ellas las laborales. La administración Arias ha sido la mejor exponente de este esquema neo-institucionalista, privatizador y corrupto, donde el sector privado termina absorbiendo el sector público y haciéndolo una plataforma de sus negocios, muchos de ellos vinculados a corporaciones transnacionales, como lo vemos a diario en el campo del turismo, las telecomunicaciones, la concesión de obra pública, entre otros de alta rentabilidad) y todo a cargo de dóciles funcionarios que actúan más a favor del lado privado que del público.
4. Hay que anotar que la reforma laboral neoliberal que se quiere aplicar al sector privado con las leyes de flexibilización del Plan Escudo y ahora al público con la LEP, es una reforma clave para el país porque fija la distribución del poder entre trabajadores y capitalistas, altos funcionarios y empleados. Está en la base del régimen de la propiedad pública y privada, así como de todo el sistema jurídico, político y social. Es fundamental para el equilibrio, la justicia y la paz social. Cualquier reforma del derecho del trabajo que venga a afectar en el fondo a la Constitución Política en su capítulo de las “Garantías Sociales”, al Código de Trabajo y demás leyes conexas, altera la correlación de fuerzas entre las clases sociales. Lo hace, en la medida que el Derecho del Trabajo determina el monto del salario percibido por el trabajador, su sustento y el de su familia; y en ese tanto, define la cuota de ganancia que acumula el capitalista, así como el nivel de vida, sea de bienestar o de precariedad, que puede tener la clase trabajadora en cualquier sector.
5. En la materia laboral, el objetivo de la reforma y de la LEP es eliminar la injerencia estatal y de los sindicatos en la regulación del mercado laboral, especialmente en cuanto favorezca la protección, la dignidad, el nivel salarial y de vida de los trabajadores de todos los sectores de la economía. Se plantea bajo el pretexto infundado de que la legislación sociolaboral causa distorsiones y rigideces que impiden la generación de empleo; la mejora de los salarios y de las condiciones generales de trabajo; bajan la productividad y frenan la competitividad y la inversión extranjera. Por lo que las relaciones capital-trabajo deben sujetarse, por un lado, al más libre juego de la oferta y la demanda, y por otro, a un manejo flexible dominado omnímodamente por el empleador o patrono, que haga del trabajador una mercancía completamente removible y desechable. Sobre todo ahora que entran a operar TLCs con China y otras potencias asiáticas, esto se vuelve un imperativo manchesteriano para bajar los salarios, subir beneficios para las empresas de los ricos y competir mejor, sin que los sindicatos, los tribunales laborales, ni nadie moleste.
6. Otra curiosidad. En la reforma neoliberal del trabajo para el sector público, plasmada en la LEP, el “patrono público” o jerarca institucional, aparece de pronto transformado en un “cliente” que compra un “servicio” a un proveedor individual en condiciones de la mayor libertad. Por eso, en la LEP no se habla de trabajador ni de trabajo, en el sentido clásico en que lo hace el socialismo y hasta la Doctrina Social de la Iglesia Católica. Tampoco de “relaciones laborales” u “obrero-patronales”, sino de “servidor público” y de unas tales “relaciones públicas de servicio”; y se crea todo un ámbito legal alternativo de puro Derecho Administrativo, separado y antagónico respecto del Código de Trabajo y las Garantías Sociales. Toda la LEP se refiere a una especie de intercambios entre servidores-suplidores y compradores-jerarcas de entes públicos, de una simple provisión de un “servicio” más puesto en el mercado por quien tiene la capacitación y experiencia para hacerlo, el “servidor público”. Una transacción de escasa trascendencia, que debe ser abaratada con un “salario único” o precarizada, haciendo del empleado público una pieza dúctil y desechable del engranaje estatal acoplado al de la empresa privada: por lo que debe desligarse de cualquier conexión con la legislación social y laboral vigente, para que ésta no interfiera inclinando la balanza a favor del trabajador como parte débil de la relación laboral como sucede en el Código de Trabajo. Tal legislación debe eliminarse o, de subsistir, marginarse como derecho secundario o subsidiario para todo el sector público. Esto lo deja bien claro la LEP pisoteando todos los logros de reformismo socialdemócrata y socialcristiano de años de 1940, asunto que debería preocupar mucho a la Iglesia Católica.
Por aquí es donde anda mucha de la procesión en la materia de reforma laboral neoliberal para el sector público que MIDEPLAN quiere dejar aprobada antes de que dejen los Arias el gobierno y que los sindicalistas de derecha dicen estar anuentes a “negociar”. Bajo tales condiciones nefastas, la LEP no es cualquier ley. Hay que entenderla no solo en el detalle, o la letra menuda jurídica de su articulado, sino principalmente desde el contexto arriba planteado (el “empresario indirecto”) para ver su significación y sus alcances políticos y estratégicos en materia de dominación de clases y de explotación del trabajo nacional por el capital local y extranjero. Habrá, por eso, mucho de que hablar en esta materia, aunque el proyecto de la LEP haya sido temporalmente retirado de la discusión parlamentaria y el ministro de Planificación afirme que lo consultará con los afectados, demostrando que, contrario a como deben discutirse estas cosas en una democracia, lo venía manejando de un modo elitista y secreto, desatando así muy malos augurios respecto de las reales intenciones que se mueven para su tramitación en las cúpulas y sombras del poder. Volveremos sobre el tema.