La partida de nacimiento de la izquierda moderna fue la fundación de la Primera Internacional en 1864. En aquella oportunidad se trató de un encuentro de personalidades y no una reunión de partidos. Entonces, a pesar de la abundancia de matices, hubo consenso en la crítica al capitalismo salvaje, expresada en el discurso inaugural y en los estatutos, ambos redactados por Carlos Marx, el primer ideólogo de la izquierda y el primer líder socialista a escala europea.
Aquella matriz única alimentó las coincidencias esenciales que dieron lugar a la fundación de partidos de izquierda, bautizados por el propio Carlos Marx como socialdemócratas y que adoptaron el socialismo como opción para enfrentar al capitalismo. El primero de aquellos partidos fundadores nació en Alemania en 1869 y el último en Rusia en 1898 y, a pesar de la hostilidad de la reacción, en varios países europeos alcanzaron una enorme influencia política. Lenin, Rosa Luxemburgo, Karl Kautsky, Fernando Lassalle, Jean Jaurés, estuvieron entre los líderes de las formaciones iniciales.
Antes que partidos políticos, el marxismo, la socialdemocracia, el anarquismo e incluso la doctrina socialcristiana, fueron expresiones del pensamiento político avanzado, nacidas de reflexiones que formaron una especie de tronco común y compañeras de viaje hasta que, a principios del siglo XX, por coyunturas asociadas a la Primera Guerra Mundial, se distanciaron. La guerra terminó, más la desunión en la izquierda persistió, entre otras cosas porque Stalin entró en la escena.
La fractura de aquella coherencia virtual en la izquierda europea comenzó cuando varios partidos adoptaron posturas reformistas. El hecho de que en 1899 Alexandre Millerand, un socialista francés ocupara un cargo de ministro que pudo ser un suceso positivo se convirtió en un factor de ruptura, agudizado cuando ese mismo año, Eduard Bernstein propuso la alianza con otras fuerzas para alcanzar metas socialistas. El crack definitivo llegó cuando los partidos integrantes de la II Internacional se dividieron en torno a la aprobación de los créditos de guerra en los respectivos parlamentos, hecho calificado por Lenin de traición y que precipitó la bancarrota de la primera organización socialista europea.
Por una coincidencia histórica, a raíz de aquella polémica, triunfó la revolución bolchevique de cuyo liderazgo emanó el proyecto de crear una organización internacional sustitutiva para la difusión de las ideas marxista y para impulsar la revolución mundial que entonces se creía inminente. En 1919 nació la III Internacional que auspició la creación de partidos comunistas en todo el mundo. En 1920 la Internacional adoptó las 21 condiciones que excluían cualquier alianza de los comunistas con otras fuerzas políticas locales, cercenaba la libertad de acción de los partidos y codificaba la obediencia a Moscú.
Ayer como hoy ninguna fuerza, partido o líder político, por más partidario que sea de una corriente ideológica mundial, puede sustraerse de los entornos nacionales en los cuales actúa, donde se encuentran sus bases sociales, se definen sus tareas y prevalecen los factores que condicionan su actuación y determinan sus alianzas. La idea de convertir las coincidencias políticas, en metas estratégicas comunes y de hacer del “Movimiento Comunista Internacional” una entidad orgánica, regida desde Moscú, fue primero una quimera y luego una suma de errores, especialmente costosos al aplicarse a la realidad latinoamericana.
Es probable que una vez concluida la guerra civil y derrotada la intervención extranjera, Lenin y Trotski, partidarios de la Nueva Política Económica que incluía el propósito de atraer el capital extranjero, habrían incentivado los esfuerzos para insertar al Estado soviético en los ambientes europeos, proceso que inevitablemente hubiera conllevado a una aproximación a la izquierda socialdemócrata que había elevado considerablemente su protagonismo político e incluso participaba en el gobierno en varios países.
Esa posibilidad fue cancelada con la muerte de Lenin, la defenestración de Trotski y el acceso de Stalin al poder, hecho que crearon un abismo ideológico y político entre los comunistas y la izquierda socialdemócrata que luego, bajo la ocupación nazi, en muchos países fue virtualmente exterminada.
Ahora, cuando ningún líder y ninguna fuerza aspira a la hegemonía, renace la pluralidad y unas corrientes progresistas no excomulgan a otras, en América Latina la izquierda renace, formando un arco iris de fuerzas sociales cohesionadas por el interés en el cambio social y por el compromiso con las causas populares. En ese ambiente, el marxismo genuino, sin imposiciones, dogmas ni sectarismo, retoma su lugar como uno de los elementos, no el único en la ideología y la práctica de la izquierda renacida que retorna a sus orígenes plurales.