Muchos de esos sentimientos son de tristeza y dolor al pensar en los hogares que por falta de trabajo no podrán llevar alimentos a la mesa o comprar los útiles escolares; o en las personas que perderán su casa por no poder pagar las cuotas del préstamo; o en los empresarios cuyas ventas se reducen poniendo en peligro el negocio que con gran esfuerzo han construido.
También siento impotencia y desazón al ver a una sociedad que se entretiene con el Malacrianza y el Chirriche, que canta y baila por sueños publicitarios y que a lo sumo comenta con preocupación la inseguridad con la que vivimos y la violencia doméstica que aumenta y se traslada a las calles, pero muy poco hace por modificar esa realidad y mejorar nuestro futuro.
Mucho malestar y enojo me producen las inconsistencias del gobierno, que propone escudos asistenciales que conllevan rédito en las encuestas pero que no atienden a la creación de empleos y a la reactivación productiva; y los desafueros de quienes desde el poder se sirven con la cuchara grande, aunque después se atraganten.
Pero también tengo sentimientos gozosos. Me causa mucha contentera ver lo que está pasando con aquellos que durante décadas nos recetaron sus dogmas de mercado y ahora tienen que encarar el monumental descalabro global y nacional que esas políticas han producido.
Los hay honestos, como el legendario Greenspan de la Reserva Federal, que reconoció su error por creer que la liberalización del sistema financiero llevaría a la autorregulación, se arrepintió y ahora favorece la nacionalización bancaria en Estados Unidos.
Otros buscan camuflarse, proclamando que en esta época todos somos keynesianos y declarando ser partidarios de medidas intervencionistas que antes repudiaban. Lo hacen de manera solapada, tratando de confundir para disimular una voltereta que obedece a la conveniencia y no a la convicción.
En otra categoría están los hipócritas. Son los que asisten a foros y reuniones como el G-20 o Davos y remachan su fe en el libre comercio y su rechazo al proteccionismo, al tiempo que en sus países elevan los aranceles, aprueban leyes para obligar al consumo de productos nacionales, subsidian a grandes empresas y se alejan de la OMC y de la Ronda de Doha.
También están los inconmovibles, lo que sin importar la evidencia y ante la presencia del desastre siguen repitiendo las mismas letanías: mayor apertura de los mercados, metas de inflación, presupuesto equilibrado, reducción de impuestos corporativos, más liberalización cambiaria y monetaria. Lo mismo que generó el caos, pero a lo bestia.
En el cotarro nacional vemos todos esos linajes. Algunos con más años y maña, de todos conocidos, se han refugiado en el silencio. Piensan que lo mejor es pasar inadvertidos hasta que amaine el temporal para luego reaparecer con una versión 2.0 del mismo cuento.
Otros, más jóvenes y beligerantes, asumen una de tres actitudes. La primera, negar que la crisis es consecuencia de las políticas desenfrenadas de apertura y liberalización. La segunda, oponerse a la intervención del Estado para reactivar la economía, calificándola de ineficaz y tratando incluso de reescribir la historia de la depresión de los años treinta. La tercera, lanzarse a la ofensiva y proponer flexibilidad laboral, nuevos acuerdos de libre comercio, dolarización y reducción del gasto público. Creen que aun pueden raspar algo más en el ocaso de su gloria.
24/02/2009