Yo lo que vi fue una peli repetida en tele. Me sabía de memoria los actores, los puntos de giro, el instante preciso en que matan al malo, los diálogos buenos y los diálogos flojos, y, por supuesto, el beso al final. Me sabía de memoria el rostro de Ignacio y el peinado de Pilar. Recordaba con amplia lucidez la solemnidad de los discursos y las canciones pegajosas. Y el arreglo floral del Tribunal. Los miraba con mis manos en los ojos – dos o tres grietas entre los dedos – aterrado de un primer corte y luego un segundo que confirmaran lo que a la larga todos sospechábamos. Pero la ilusión es poderosa y yo escuchaba esperanzado, seguro de que un 11% de la población no nos representa a todos, aferrado a las ganas de que esa noche – por una vez en la vida – nos tocara celebrar.
Pero la historia siguió su curso, por supuesto, porque las películas repetidas no alteran su desenlace. Luego todo acabó y rodaron los créditos: escrita y dirigida por los mismos, editada por los mismos, musicalizada por los mismos y financiada por ellos también. Cogí el control remoto y aniquilé aquel escándalo. Ya. Luego me invadió ese extraño sabor de boca. Ese silencio inquietante que queda cuando se apaga la tele, sobretodo cuando se ha visto mal cine. Cuando desaparece el ruido. Cuando invade la tristeza y esa vieja certeza, esa cruel certeza, esa invariable certeza de que todo sigue igual. Luego la voz que susurra mientras me lavo los dientes, “jódase y sepa perder”. Pero– “Pero nada! Vaya acuéstese”. Un último vistazo por la ventana, como buscando la verdad, y a dormir.
Dice Sobrado que hay que respetar la voluntad colectiva. Que hay que asumir la derrota con madurez y grandeza de espíritu. Pero yo quería ganar. Tengo un amigo de casi 70 años y dice que su vida entera ha sido marcada por el régimen de la derrota. A mí eso me da pavor. Yo no quiero que mi vida transcurra así. Me dan ganas de ganar. Como los que celebran en la Avenida Segunda. Qué ganas de lanzarse a la calle con una banderota y gritar con alegría, como esos rostros pobres, desamparados, olvidados y ultrajados que ganan cada cuatro años (o dos), que salen con algarabía a estrenar camisetas y romper la rutina del olvido. Porque ganaron. Porque hoy, a diferencia de aquellas 364 jornadas de horror, saborean el triunfo. Hoy ganó la democracia y, para ellos, eso es lo que vale. El pan del desayuno, ya veremos.
Dice Sobrado que leerá los resultados de una votación en términos absolutos y relativos. Son absolutamente contundentes y relativamente gloriosos. Gloriosos para un proyecto neoliberal que hoy se consolida y echa raíces poderosas en cada rincón de mi país, convirtiendo todo lo que tocan en progreso a-la-Goldman Sachs. Raíces ancladas en lo más profundo de nuestro ser. En lo más sagrado de nuestra tierra. En el seno de la Naturaleza. Y en un celular de primera, con cámara y todo. Son raíces que penetran en los sitios más inusitados. Guanacaste, Puntarenas y Limón vuelven a volcarse a favor de aquellos que los acorralan contra un muro de engaños desde hace décadas, “pero que esta vez no, esta vez es distinto”. ¿Cómo se puede vivir tan cerca del mar y estar tan jodido?
De mi país, dice el Himno Nacional, que cuando alguno pretenda (su) gloria manchar, verá a su pueblo valiente y viril. Yo lo veo embobado, comparando anuncios de Rinso con los de Otto Guevara, pasmados con su guapura. Con un Fishmann de mentiras bailando chingo – biberón en mano. Una tal Laura que, contra todos mis esfuerzos, me cae bien y es ahora Presidenta a la sombra de un par de señores sacados de una caverna. Un jubiloso Kevin Casas que llegó a disfrutar de la fiesta patria . Un Ottón que insiste en hablar de refrigerios más austeros, con Big Cola en lugar de Coca. Y un par de nuevos señores que llegarán a la Asamblea de la mano de Jehová, en el mismo carro que Él y con gasolina del Estado. Así pinta nuestro panorama político.
Yo por mi parte me niego a saber perder. Porque solo desaprendiendo tan arraigada costumbre veré el país que sueño. Y acá, desde la impotencia y la frustración, le ofrezco un abrazo solidario a todas esas voces que no callan aun cuando las derrotas definen el curso de sus vidas. A esos valientes que después de un 7 de febrero se arrollan las mangas y se ponen a trabajar. A esas poquísimas voces de compromiso, cordura e inteligencia en la actual y próxima Asamblea Legislativa. Son un ejemplo para mí, y juro no desfallecer hasta que mi propio trabajo sea digno de su lucha. Algún día
*actor y cineasta
8 de febrero, 2010