La idea de que el mercado libre surge ‘naturalmente’ (y su corolario que cualquier intervención estatal sobre las relaciones de mercado es ‘artificial’) es falsa y peligrosa. La realidad es que el mercado es una criatura del poder del estado. Los arquitectos de la nueva generación de acuerdos comerciales lo saben bien.
Hoy se están negociando en secreto los dos acuerdos comerciales más grandes de la historia del neoliberalismo: el Acuerdo transpacífico de asociación económica (ATP) y la Asociación transatlántica para el comercio y la inversión (ATCI). Son acuerdos extraños porque después de la gran orgía de liberalización comercial de los años noventa es difícil concebir qué más se puede hacer para abrir las puertas del libre comercio. La retórica sobre desatar las fuerzas del crecimiento económico se antoja anacrónica en el contexto de una globalización neoliberal que desembocó en el estancamiento y la crisis. Y es que los nuevos acuerdos no tienen casi nada que ver con el libre comercio y casi todo con el objetivo de acrecentar y consolidar el poder de las corporaciones gigantes que dominan la economía del planeta.
La separación entre poder y política es hoy más clara que nunca. El poder de las grandes corporaciones es real, mientras que la política se deja para asuntos más o menos secundarios de la vida pública. Los partidos pueden o no debatir temas triviales, pero las grandes corporaciones son las dueñas del poder y lo hacen sentir a través de su control sobre sus espacios de rentabilidad en materia de salud, alimentación o medio ambiente.
Datos de la Organización Mundial de Comercio (OMC) revelan que el 80 por ciento de las importaciones de Japón no tiene ningún gravamen arancelario. Para países como Malasia o Chile, Francia o Perú, los datos arrojan un cuadro similar: los aranceles se encuentran en niveles históricamente bajos. Es más, muchas barreras no tradicionales también se eliminaron desde la Ronda Uruguay (1986-1994) y nadie puede afirmar hoy que constituyen un obstáculo para el libre comercio.
Si la apertura comercial ya es un hecho en los países de la cuenca del Pacífico y de Europa, ¿cuál es la finalidad de estos nuevos tratados comerciales?
El objetivo debe verse no en términos de eliminar obstáculos, sino en función de acrecentar el poderío de las grandes corporaciones y empresas transnacionales que hoy son responsables de una buena parte del flujo de intercambios comerciales internacionales. Esas entidades son ejes de concentración de un poder que les permite orientar y manipular espacios legislativos, así como servirse de organismos regulatorios en el ejecutivo en muchos, por no decir todos los países del mundo.
Es importante recordar que la crisis global no sólo afecta al sector financiero. La crisis afecta tasas de rentabilidad y cubre con una nube de incertidumbre el futuro de cualquier inversión en los sectores extractivos, manufacturas y servicios. Por eso los nuevos acuerdos comerciales se concentran en capítulos relacionados con la posibilidad de extender las rentas cuasi-monopólicas que les dan los altos coeficientes de concentración en los mercados mundiales de todo tipo de productos. Lo que realmente interesa a las empresas transnacionales que promueven la nueva agenda de la liberalización comercial es permitir el despliegue de su comportamiento estratégico.
El capítulo sobre patentes del acuerdo del ATP permitirá extender la duración de patentes (más allá de los veinte años que hoy se han acordado en casi todos los países) y ampliar el ámbito de los objetos patentables. Esta extensión de los poderes monopólicos que confieren las patentes tiene repercusiones graves sobre la regulación en el sector salud, la alimentación y el medio ambiente. Además, los abusos de las corporaciones se multiplicarán en materia laboral y en todo lo que tenga que ver con su capacidad para mantener y extender sus rentas monopólicas. Los nuevos acuerdos abrirán el camino a los cultivos transgénicos, eliminarán regulaciones que estorban el fracking y quitarán obstáculos a la especulación financiera.
Lo más importante en los nuevos acuerdos tiene que ver con el espacio extra judicial que se abre a las corporaciones. Éstas podrán demandar a gobiernos cuando sientan que alguna medida o regulación afecta negativamente la rentabilidad de sus inversiones. Esto recordará a los gobiernos quien manda. Definitivamente la democracia y el mercado nacional no sólo no son aliados, sino que son enemigos.
La separación entre poder y política es hoy más clara que nunca, como bien señala Zygmunt Bauman. Estamos viendo nacer un nuevo tipo de estado diseñado para mejor servir a las grandes corporaciones. Todo esto recuerda el análisis de Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel: La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer: en este interregno aparece una gran variedad de síntomas mórbidos. Por eso en el interregno no hay espacio para eso que llamamos democracia.