El señor diputado don Mario Redondo Poveda ha venido planteando que la corrupción en nuestro país, estaría representando un 7 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB), basándose en datos que está proporcionando el gobierno de los Estados Unidos, en su International Narcotics Control Strategy Report (Volumen I: Drug and Chemical Control), emitido con fecha marzo de 2018, por el Bureau for International Narcotics and Law Enforcement Affairs, del United States Department of State (página 141 para el caso de Costa Rica).
La probabilidad de que este dato sea completamente real es altísima. Si cada punto PIB está representando en estos momentos unos 350 mil millones de colones (350.000.000.000), entonces la sociedad, por culpa de su estamento corrupto, estaría dejando de percibir unos 2 billones 450 mil millones de colones, ¡al año! (2.450.000.000.000).
Lo que actualmente sabemos de casos de corrupción, entonces, es una pequeñísima parte. Para que haya corrupción, al menos dos deben ponerse de acuerdo. Y, por lo general, uno está en la esfera pública y otro en la privada. Indudablemente, el fenómeno de la corrupción está muy estudiado y los expertos tienen definidos varios conceptos y diversas categorizaciones, clasificaciones, tipificaciones; así como parámetros para medir su impacto en contra del bien común, de la integridad y de la inclusión sociales.
La corrupción, con ropaje legal o sin él, en el seno de la institucionalidad pública costarricense ha estado impactando al pueblo costarricense de manera muy dramática en los últimos gobiernos, incluido el que está por terminar. Es de enorme notoriedad la constatación pública de que, pese a la honestidad abrumadora con la cual se ejecuta la actividad empresarial privada, los más impactantes casos de corrupción tiene en el primer nivel a hombres de negocios de, hasta un determinado momento, “intachable prestigioso, como los ya célebres casos del cemento y del plástico”.
Por otra parte, de la misma manera en que la abrumadora mayoría de la actividad empresarial privada se ejecuta con honestidad; de esa misma manera la contundente mayoría del conglomerado laboral asalariado del sector público, ejecuta su quehacer cotidiano para la sociedad, con la misma honestidad.
Sin embargo, los corruptos de uno y de otro sector se las agencian para implementar la más variada articulación de artimañas y de estratagemas; y, en esas oficinas y ámbitos públicos donde se tejen esas maniobras para estafar a la sociedad con negocios turbios y con entrega de sobornos y coimas, el personal honesto que las detecta cae presa del miedo ante la posibilidad de que esa corruptela, bien apadrinada, amenace su propia estabilidad laboral, su propia integridad personal y familiar; facilitándose así que se establezca un entorno amenazante que instaura el silencio, generándose una complicidad tácita alimentada por el paralizante terror de ser víctima de diversas formas de acoso: laboral, psicológico, político, emocional, físico, económico.
¡Y no nos engañemos! Hay muchas esferas del servicio público contaminadas con el germen de la corrupción, pese a que, repetimos, la honestidad es el valor imperante en la abrumadora mayoría del personal público que presta dichos servicios y de los agentes empresariales privados que interactúa con éste en la concreción de la diversidad de gestiones inherentes al funcionamiento del aparato estatal.
Nadie, quien hace las cosas honestamente, debe sentirse ni molesto ni aludido por cuanto indiquemos que esta sintomatología corrupta y su patología social está en el sistema aduanero, está en de la salud y la seguridad social, en el sistema de gestión de infraestructura vial, en el seno de la diversidad de la prestación de servicios de seguridad ciudadana, en el ámbito municipal, en el ámbito penitenciario, en el bancario, en el turístico, etc.
Particularmente, que en el tributario la cuantificación oficial de todas las formas de evasión y de robo impuestos, supera los 8 puntos PIB (unos 2 billones 800 mil millones de colones), supone que el entramado corrupto para que esta monstruosidad de crimen social esté vigente, es bastante arraigado y complejo.
¿Por qué no pensamos en algún sistema de protección para toda aquella persona ligada salarialmente al empleo público, e incluso, a toda aquella persona del sector privado, que entra en conocimiento de prácticas corruptas (ya sea en gestación, en desarrollo y/o consumadas); que está dispuesta a denunciar pero que el miedo paralizante a sufrir algún tipo de daño, le impide hablar? Y mientras llega una sólida intervención policial-judicial, ¿por qué no pensar en el establecimiento de algún tipo de instancia, no necesariamente jurídico-institucional en cuanto tal, pero sí que genere nivel de confianza y de credibilidad en quien desee denunciar presunta corrupción, pero que se le garantice diverso tipo de apoyo protector en su propia unidad o esfera de trabajo, para evitar que el presunto corrupto o corruptor no se le venga encima con diversas modalidades de acoso, o incluso, valiéndose para ello de sus propias e insanas conexiones políticas?
Esta idea a la cual, preliminarmente la hemos bautizado con el hombre de “Consejo Cívico Contra la Corrupción”, la estamos planteando por esta vía pública a los dos señores Alvarado y, tanto el que gane el domingo como el que pierda, pueda valorar un impulso gestor para conformar tal consejo, con personas y organizaciones civiles de distinta procedencia y con trayectoria de honestidad y de posición fuerte contra la corrupción. Sobran costarricenses que podrían darle contenido a esta idea en cuanto a su eventual concepción, composición, procedimientos y otros. Honorables señores Alvarado, tienen ustedes la palabra.