Quien asuma la Presidencia de la República a partir del 8 de mayo de 2014, tendrá dos gigantescos desafíos, altamente contradictorios. Por un lado, ó da un nuevo impulso para que la institucionalidad democrática siga avanzando hacia al despeñadero; ó, por el contrario, pega un frenazo y desacelerar (al menos), ese pernicioso rumbo que se nos ha impuesto en los últimos gobiernos: desigualdad, corrupción, cinismo político y narcotráfico.
Enterándonos, muy rápidamente, de los más recientes datos de la encuesta regional Latinobarómetro, los datos para el caso de Costa Rica son indicativos de que el país y su institucionalidad democrática van hacia el despeñadero. Veamos.
Cada vez menos gente está satisfecha con la democracia: hoy solamente es una persona de cada tres la que está “contenta” con el estado actual de las cosas en el país. 85% está convencido de que en el país hay una mala distribución de la riqueza. Un porcentaje similar, 83%, cree que se gobierna a favor de un pequeño grupo y no para el bien de todo el pueblo. Solamente un 15% estima que el país progresa. Y 3 de cada 4 personas no cree en la Presidenta ni en su gobierno.
Si bien es cierto no está en la agenda político-estratégica una ruptura sistémica de quienes aspiran a la Presidencia de la República, quien gane y decida enfrentar los problemas derivados de los datos más relevantes de Latinobarómetro para el caso costarricense, deberá dar un giro radical al curso de la “cosa pública”, tal y como se ha venido gestionando en las últimas administraciones gubernativas.
Ese giro, para que sea sostenible y resista el embate de las fuerzas que tienen el poder real en nuestra sociedad, minoritarias pero de gran poderío económico-financiero, debería articularse en una confluencia de alianza con los sectores sociales y cívicos que sin identificación político-partidaria de corte electoral, sí tienen claro de cuál es la naturaleza de lo que debemos defender como sociedad para permitirnos retornar a la senda del bien común, de la integración e inclusión sociales y del mejoramiento estratégico de los mecanismos redistributivos de la riqueza nacional.
En tal sentido, la tesis de gobierno de “unidad nacional” es tramposa porque de lo que se trata es de unir las voluntades del cambio hacia la inclusión social; y no potenciar más las que se han atrincherado en la exclusión, a través de la acumulación desenfrenada, la corrupción con ropaje legal o sin él y el cinismo político llevado a los extremos del reino de los intereses personales de cortísimo plazo, disfrazados de preocupación por el bienestar general.
Se trata de articular fuerzas sanas para que estemos en condiciones de impulsar un punto de inflexión hacia la plenitud de la vigencia de los Derechos Humanos bajo la práctica de una profunda concepción humanista de la vida de las personas.
La lógica dominante desde hace ya bastante tiempo no dejó espacios “en el centro”. Acabó con el “centro”. El camino a retomar no nos es desconocido si nos fijamos en lo mejor que todavía nos queda de la institucionalidad que nos fue heredada por la generación política anterior a la de la llegada del Ajuste Estructural.
Jamás, como sociedad preocupada por la búsqueda del bien común, hemos estado en el “centro”. Los conceptos sociopolíticos de “centro” y de “unidad nacional” solamente potencian el orden impuesto de exclusión.