Ya del asunto nadie habla mucho, después de que las tasas de desempleo en Costa Rica se elevaron a sus máximos en más de un cuarto de siglo, y cuando al mismo tiempo las regulaciones de ese tratado imponen restricciones que hoy devienen obstáculo a la creación de nuevos empleos. Me refiero, en concreto, a la imposibilidad de frenar la entrada de capitales especulativos, a raíz de lo cual la moneda se ha revalorizado, provocando efectos negativos para las actividades exportadoras, turísticas y a las que compiten con productos importados.
En lo que respecta a Crucitas, la empresa involucrada ha actuado como político a la caza de votos o como uno de esos narco-lavadores-de-capitales: reparten dádivas intentando aprovecharse de la pobreza y la necesidad para ganarse las simpatías populares, en una cínica operación de soborno y corrupción. La minera, en particular, se ha querida presentar como salvadora de una población que, en efecto, carece de oportunidades productivas y de empleo y es víctima de este modelo económico concentrador y excluyente.
Guardando las proporciones del caso, es innegable que la propaganda del sí al TLC guarda notable parecido con la propaganda con que la minera canadiense promueve su imagen.
El TLC venía a ser como el puntillazo final, o, si se prefiere, el solemne acto de coronación, de un modelo de desarrollo –el modelo o estrategia neoliberal- que a lo largo de los años produjo enormes desequilibrios de desarrollo, perpetuación de la pobreza y un ahondamiento brutal en las diferencias sociales. Parte de esta problemática lo fue la radical pérdida de calidad de los empleos disponibles y su galopante precarización, en un contexto de sistemático irrespeto a toda la normativa en materia laboral.
Instalada la inseguridad económica y laboral y la consecuente angustia que ello genera, quedó abonado el terreno para el chantaje. Y con base en el puro chantaje –y a gran escala- se logró aprobar ese tratado. El TLC es hijo de la amenaza y el miedo ejercido sobre una población que, de cualquier forma, ya vivía acongojada respecto de sus fuentes de ingreso y trabajo. De forma elocuente, ello quedó recogido en los cables diplomáticos filtrados por Wikileaks, los cuales evidenciaron la abierta intervención de la embajada estadounidense.
Crucitas es, a estos efectos, un caso extremo, aunque en pequeño, de ese mismo cuadro de precariedad e incertidumbre. Una comunidad empobrecida y largamente olvidada por políticos y políticas, partidos y gobiernos, que deviene víctima del espejismo de empleo y prosperidad creado por una minera que, en realidad, tan solo les dará un puñado de empleos transitorios y de mala calidad, al costo de una pavorosa devastación ambiental.
Es como al modo de un círculo vicioso que esta estrategia neoliberal engendra y del cual parece alimentarse para sostener su hegemonía. Su base y sostén es la negación: niega derechos laborales y seguridad en el empleo y los ingresos; niega la igualdad y la justicia; niega la posibilidad de una interrelación respetuosa con la naturaleza; niega el acceso a un desarrollo regionalmente equilibrado; niega el espacio para que florezca el capital nacional y, en especial, bloquea la posibilidad para que se consoliden las pequeñas empresas y los emprendimientos de la economía social. Niega, incluso, el derecho a la salud, la educación y el agua. Y desde ese espacio de negación, genera un contexto de terror: una población carenciada que teme que lo poco que a duras penas tiene o logra aún conservar se le vaya de las manos. Surge entonces el chantaje de la alternativa única: si no se aprueba el TLC no habrá empleo ni ingresos para vivir. O, en un contexto más reducido pero igualmente significativo: si no se cuenta con la minera, no habrá trabajo para una comunidad pobre y olvidada.
Así, esta estrategia neoliberal ejerce una especie de efecto disolvente sobre la esperanza; conforme se instala la incertidumbre y la precariedad, la vida se convierte en una lucha del “sálvese quien pueda”, de la cual queda expulsada la posibilidad de un algo distinto, lo cual tiene un efecto políticamente paralizante.
Y, sin embargo, el desarrollo debería ser muy otra cosa. Y quizá el caso de Crucitas, justo por ser algo que se da en pequeña escala, lo ilustra con especial claridad. Esa pequeña población debería tener el derecho efectivo de un desarrollo sano y justo: empleos de calidad con pleno respeto a las garantías laborales; ingresos estables y suficientes; equitativa distribución de la riqueza; servicios públicos de calidad; educación, arte y esparcimiento; paz y tranquilidad; armonía con la naturaleza; un ambiente sano y disfrutable; vivienda digna. Y, deseablemente, una cultura que promueva la equidad de género, el respeto a lo diverso y la participación en democracia.
La minera no les dará nada de eso, como tampoco las piñeras o las bananeras se lo han dado a las regiones donde se instalan. Un desarrollo distinto es seguramente urgente, pero de por medio hay una tarea cultural, política y educativa muy compleja: la de lograr que la gente comprenda que ese otro desarrollo sí es posible y que la esperanza sigue viva.
*especial para ARGENPRESS.info