Este “contrato” de la convivencia, llamado democracia, establece los parámetros para coexistir, pues al tomar como base la equidad, la libertad o la igualdad, es decir, los denominados derechos humanos, permite que subsista lo diverso, que cohabite lo diferente, siendo ese reconocimiento esencial, lo que posibilita ser lo que somos, nuestra individualidad.
El fundamento de una democracia —lo que hace que a la convivencia le encontremos un sentido— es la confirmación diaria de ese pacto, de esa apuesta que enlaza el coexistir, con la posibilidad que cada uno pueda ser, es así como la libertad, la igualdad, la equidad, constituyen el fundamento, los pilares del orden democrático, puesto que permiten sentirnos parte de ese sistema cultural nacido de la pluralidad, que se materializa en posibilidades para los individuos, que son los que finalmente hacen que la convivencia sea convivencia, que las personas sean personas y no espectros o nulidades.
Hay que decirlo, los derechos humanos, que finalmente son los que permiten la manifestación de la individualidad, encuentran su sentido en lo plural, en lo diverso, no en lo monolítico, en la equidad no en el abuso o la imposición, puesto que la democracia nace de la inclusión, no de la exclusión, pues es en lo plural que se fortalecen sus instituciones, que se enriquece el orden cultural: en lo plural está el fundamento y el principio de la democracia, siendo ahí en lo diverso, en lo disidente donde encuentra su razón de ser. Por ello la democracia es una manifestación de la existencia, no de los tratados o códigos, que protege la individualidad, es decir, protege la posibilidad de que cada uno pueda pensar, sentir y ser diferente.
Sin lo plural, sin lo disidente, no hay democracia, hay exclusión e intolerancia, tiranía, oscurantismo, barbarie, es por eso que la aceptación del Tribunal Supremo de Elecciones de realizar un referéndum que pretende decidir sobre derechos individuales, legitima la arbitrariedad no al derecho, que se traduce en imponer una voluntad que censura el sentir del otro. Porque censurar ese sentir es censurar la individualidad, es negarla imponiendo una conducta que quita a esas personas el derecho de ser personas, el derecho a disponer sobre su subjetividad, visión de lo arbitrario y lo limitado, que no pertenece a la democracia, ni a la libertad, sino al totalitarismo.
La postura de los proponentes del referéndum como la aceptación del Tribunal, deja al descubierto un pensamiento oscurantista basado en una verdad única y monolítica, que excluye aquel que no es ni siente, ni piensa como nosotros, debiendo conformarse estos excluidos, con el patíbulo o la invisibilidad. Basta con echar una mirada a la historia para darnos cuenta que en su momento, esta concepción que moldeaba un tipo de sociedad, calificaba a las mujeres de brujas, haciendo que cuerpo no fuera su cuerpo, era objeto del uso diario de los hombres; a los negros e indios de esclavos, de animales de carga o de bestias; a los que tenían una subjetividad diferente, un pensamiento, un gusto o un sentir distinto, de parias, anormales o condenados.
La discusión que enfrentamos, no se restringe entonces a un asunto de derecho o legalidad, de votar o no votar en un referéndum, sino la definición de nosotros mismos, de dilucidar el sentido profundo de la convivencia, el sentido profundo de la libertad, el sentido profundo de la individualidad y la tolerancia, una definición que obliga dilucidar entre una sociedad libre o una censurada, entre lo unilateral que se impone sin más y el ágora donde todos participan y son parte, entre lo plural o una sociedad mutilada y represiva; significa esa definición finalmente enfrentar el miedo o la censura al cuerpo o asumir la diversidad que habita en cada uno.