Triste historia de la semilla

En aquellos años de mi niñez y adolescencia, escuchaba decir a mi padre y a mi abuelo que el campesino que se comía la semilla estaba perdido. La semilla, así considerada, era señal de continuidad de cada cosecha. Por ejemplo, se escogían las mejores mazorcas y de ellas los granos gordos para sembrarlos el próximo año. Los vecinos intercambiaban semilla y así, cada año, se iba mejorando la que era sembrada.
A lo largo de milenios de trabajo, la observación y la inteligencia iban mejorando lo que era sembrado; resultado del avance de una cultura puesto que lo arriba dicho era repetido en todas partes y a lo largo de centurias. A este esfuerzo se sumaron con el tiempo universidades y centros de investigación que mejoraban semillas en beneficio de la sociedad. En nuestro continente había por todo ello variedad genética.

De repente, la investigación combina la codicia con el trabajo de milenios Centros de investigación desarrollan ciertas características en la semilla producida por el avance de milenios y, lo inconcebible, logran que en los Estados Unidos la Corte Suprema autorice que se patenten formas de vida y que tales patentes estén protegidas por leyes que vela por la “propiedad intelectual”.

Si un laboratorio introduce un cambio genético en una semilla puede patentarlo en beneficio propio y, por lo tanto, en perjuicio de la humanidad; ¿podrían hacer lo mismo quienes por miles de años mejoraron la semilla partiendo de la creación y cooperando con el desarrollo sostenible? Claro que no, loas poseedores del “poder” se protegen entre sí y los campesinos no pueden probar su contribución, ni mucho menos individualizar los méritos de sus logros. La Corte Suprema de los Estados Unidos, por una mera interpretación, puso en manos de unas pocas corporaciones la suerte de la semilla y con ella la suerte de la agricultura y la alimentación en su propio país.

Pero el poder de la codicia es increíble, con motivo de las ideas de “libre comercio” y de “globalización”, en 1992 se firma y se entra en vigencia el tratado de Libre Comercio de Norteamérica y con éste se les impone a los países firmantes la aceptación de las leyes de la propiedad intelectual vigentes en Estados Unidos. A partir de ese momento la presión se cierne sobre el planeta entero, a cuyos países se les dice y presiona para que acepten las normas de protección a la propiedad intelectual típicas de la nación del Norte como condición básica para tratar con ella en lo económico y financiero. Es de aclarar que la semilla patentada (o eventualmente el animal de una raza patentada) deberá pagar cada cosecha los derechos que la patente demande y será presa del uso de determinados fertilizantes, pesticidas, puesto que la semilla condiciona su consumo.

La civilización a la que pertenecemos, planetaria y diversa como es, se ha negado por milenios a aceptar la imposición de monopolios sobre materia viva por consideraciones de carácter cultural, ético, sociológico, religioso, natural, legal y tecnológico.

Hoy, para algunos economistas y políticos, las consideraciones religiosas, éticas, culturales y sociológicas, no son de importancia; lo tecnológico lo vencen con capacidad y conocimiento; lo legal lo arreglan por ser la vía del uso del dinero y lo natural es también superado por la falta de ética y oral, que olvidan con facilidad corrupta que el hacerse dueño de un don de la naturaleza que pertenece a la humanidad es un delito. Sobre todo si se impone tal pertenencia en razón del poder político, militar o económico, como sucede en nuestros días.

En ese nuestro mundo en que los jefes de gobierno de los países pequeños buscan dueños para ellos y para sus pueblos cuando visitan la meca del dinero, resulta difícil que se comprometan a defender –junto con sus pueblos- la suerte de la semilla, de la materia viva.
Quienes han visto a las grandes corporaciones buscando –y desgraciadamente obteniendo- apertura y privatizaciones de empresas y servicios públicos y creen que ello es “aceptable” es hora de que se den cuenta de que también pretenden obtener –y lo están logrando con la corrupta complicidad de muchos- la privatización de la materia viva y con ella la privatización de la agricultura y la producción de comida, valga decirlo de manera clara, la privatización de la totalidad de los bienes comunes.

Entre otras muchas razones, el no aceptar, como Presidente de Costa Rica, que nuestra vida quedara sujeta del todo a la privatización –_“privatización de la biodiversidad”_, imagínese- fue base para no aceptar que mi país firmara los compromisos impuestos por el Gatt, hoy conocido como Organización Mundial de Comercio y por la Unión Internacional para la protección de obtenciones vegetales (UPOV). Mi cultura costarricense me enseña a pensar que, quien no tiene semilla, está perdido.

Fuente: cr-solidaria@costarricense.cr.

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