Tanta agresión, tanta infamia, tanta calumnia, tanta difamación, tanta agresión verbal y escrita en contra del empleo público, no deben quedar impunes.
La perversa campaña de agresión psicológica y de terrorismo ideológico desarrollada contra quienes tienen una relación asalariada con el Estado, la cual ajusta ya casi 36 meses continuos de sistemática continuidad, debe ser repudiada en las urnas electorales de febrero de 2018, tanto las de la votación presidencial como la diputadil.
El poder del voto del empleo público debe manifestarse en esos comicios como una acción cívica resarcitoria de la pérfida agresión a la dignidad, a la ética, a la moral decente de miles de personas trabajadoras asalariadas empleadas públicas (y sus familias); todas las cuales han sido criminalizadas ante la sociedad y vilipendiadas ante la ciudadanía, mediando crueles episodios de terrorismo mediático ejercido por cierta prensa “políticamente-matriz” y sus repetidoras televisas y radiofónicas.
El terrorismo mediático contra el empleo público, ejercido por la más insigne prensa del capital oligárquico-neoliberal, ha sido vehiculizado a través de notas de prensa subjetivizadas, editorializadas, radicalmente parciales y sin equidad informativo-comunicacional; reproducidas con la prosternada conducta de opinólogos, amanuenses y su peonada electrónica que pulula por las redes sociales.
El conglomerado laboral del sector público, considerado de manera integral, puede rondar las 330 mil personas con relación asalariada para con el Estado, su empleador. Si en cada uno de estos hogares trabajadores la cantidad de ciudadanos con derecho a voto es de 4 electores, tendríamos entonces un universo sectorial-electoral de 1 millón 320 votantes; votantes que, como prioridad social y estratégica, lo que les corresponde es elegir pensando en la seguridad de su empleo y de sus respectivas familias.
Estamos hablando de, prácticamente, la tercera parte del padrón electoral nacional con un peso político potencial en el resultado final de las elecciones del próximo febrero de 2018, más que evidente. Y si lo estructura organizadamente para una incidencia predeterminada, el resultado podría ser altamente satisfactorio para quienes nada tienen que ver con el déficit fiscal ni con el robo de impuestos, como lo son las personas trabajadoras estatales.
Si las distintas organizaciones sociolaborales, sindicales, cooperativas y académico-profesionales que aglutinan el amplio tejido social del sector público, articulan una estrategia de incidencia electoral, abierta y/o subliminalmente, para orientar el voto del empleo público de cara a los comisiones nacionales de febrero venidero y, aunque no sea la totalidad de ese mundo organizado del Estado sino una parte significativa de él; es muy probable que el resultado electoral final le cierre el paso a los detractores abiertos y/o disimulados del empleo público.
En todo caso, no sería una experiencia nueva porque en las elecciones presidenciales del 2006, del 2010 y del 2014, hubo procesos de incidencia desde el afuera electoral formal-oficial con resultados nada desalentadores.
El electorado trabajador asalariado del sector público (el que no forma parte del alto estamento político-tecnocrático y gerencial-corporativo de las magnas jerarquías estatales), debe auscultar a cada una de las actuales personas precandidatas presenciales y, con más razón, cuando las candidaturas presidenciales estén suficientemente perfiladas y definidas; de forma tal que esa auscultación, ese examen político, permita determinar su real y verdadera posición en materia de empleo público.
Ese examen político a cada precandidatura presidencial debe determinar las relaciones político-mediáticas que han tenido en su desempeño en la función pública y el propio desempeño en la misma; debe incluir sus acciones políticas y posturas pasadas, escritos, declaraciones y pensamientos, tanto como los del círculo más íntimo y más fiel de quienes le colaboran, le asisten, le acompañan y le adulan.
No hay duda de que en materia de empleo público y de reforma del Estado nada serio se ha hecho hasta estos días, puesto que todas las propuestas son ideológicamente de orden fiscalista y no se han presentado opciones impulsadas por el bien común y la inclusión sociales. Por el contrario, esas propuestas de reforma del Estado son las concebidas para la apropiación privada de la cosa pública, especialmente aquella parte de la misma de mayor rentabilidad corporativa. Lo que se ha dado hasta ahora en materia de reforma del Estado es lo que la voracidad mercantilista ha devorado en el seno del servicio público.
Por eso es que el resto de todos los demás intentos han fracasado (y fracasarán) porque están impregnados de un odio de clase proveniente del ejercicio de ese terrorismo mediático cuyo papel, principalmente, ha sido de envenenamiento a la ciudadanía y de sembrador de odio y de cizaña, como esa aplicación electrónica que exhorta a quien labora para el sector privado a comparar su salario con el que devengaría si tuviera empleo público; induciendo a error como si todo el mundo en el sector público tuviera salarios exorbitantes, negando la realidad de que la abrumadora mayoría del personal estatal asalariado es de ingresos bajos y precarios, así como de ingresos medios de corte decente.
Cualquier precandidato presidencial ahora, o candidato presidencial después, que esté tutelado, apadrinado, acompañado, guiado o puesto por la intencionalidad ideológica del terrorismo mediático desplegado contra el empleo público y contra quienes laboran asalariadamente para el Estado, no merece un voto de este gran segmento electoral ciudadano. Votar por este tipo de político vendría a significar una especie de harakiri político individual y familiar.