Después de 17 años de análisis científico de los problemas económicos, políticos, sociales, educativos y ambientales, el informe Estado de la región, que se publica periódicamente en Costa Rica, se ha convertido en la mejor antología del fracaso del neoliberalismo en Centroamérica; y en la prueba fehaciente de la inviabilidad de sus dogmas, que por estas comarcas se aplican, todavía, como artículos de fe por parte de una clase política cuya crisis de legitimidad es ya inocultable.
Un repaso de las metáforas con las que los investigadores del programa académico que elabora el informe han retratado el panorama y los desafíos centroamericanos, permite identificar rápidamente imágenes que denuncia, una y otra vez, la desigualdad creciente, el desgarramiento y desarticulación de la región, y el impacto que estos fenómenos tienen sobre la vida de nuestros pueblos, especialmente de los sectores más pobres y vulnerables de la población (por ejemplo, en 2016, la pobreza crónica y estructural de Centroamérica se expresa en un dato demoledor: “cinco de cada seis hogares pobres tienen necesidades básicas insatisfechas, relacionadas con la vivienda y tres además, cuentan con un nivel de ingresos inferior a la línea de pobreza”).
En el primer informe Estado de la región de 1999, publicado en el contexto de las negociaciones de paz y el fin del conflicto armada, se aseguraba que “Centroamérica está desgarrada por fracturas regionales en su desarrollo humano”, producto de las persistentes brechas territoriales; brechas entre grupos sociales; brechas en materia de desempeño político, económico y jurídico; y de la desarticulación física y cultural de la zona atlántica centroamericana, así como por la vulnerabilidad social y ambiental – sin distinción- de las sociedades regionales.
En la edición del 2003, el segundo informe presentó la imagen de una Centroamérica “expuesta a múltiples tensiones internas y externas que la vuelven más compleja y difícil de interpretar”, y donde “los progresos en el desarrollo humano, aunque esperanzadores, no son suficientes para vencer el rezago histórico de la región, pues no siempre están articulados en una dinámica orientada a la generación de oportunidades para amplios sectores de la población”.
Cinco años más tarde, en 2008, el tercer informe advertía sobre los desafíos de una Centroamérica desdibujada, que experimentaba acelerados cambios en distintos órdenes pero que, sin embargo, seguía atascada por su “falta de progreso”, de tal suerte que “la suma de los cambios sociales, demográficos, económicos y políticos no produce mejoras sensibles en el desarrollo humano, ni convierte al istmo en un polo dinámico de crecimiento económico y progreso social. Además, estos cambios han ampliado las profundas brechas entre países y las aun mayores dentro de los países”.
En 2011, el cuarto informe daba cuenta de la persistente ampliación de las brechas sociales y económicas, pese a un esbozo de optimismo en medio de la tormenta: en Centroamérica, decía el documento, “pese a los malos tiempos, se continuaron registrando avances, pero también preocupantes retrocesos que, en general, vinieron a aumentar las brechas en la región y en los países. Estas involuciones no fueron episodios aislados, sino que se inscriben en un contexto peligroso, que conjuga múltiples amenazas y vulnerabilidades. La dimensión del riesgo es tal, que podría provocar fracturas regionales”.
Finalmente, en 2016, la valoración general del quinto informe Estado de la región reincide en sus diagnósticos sobre los graves problemas en materia de desarrollo humano y los limitados alcances de un crecimiento económico desigual, que favorece solo a los sectores más ricos y no responde a “desafíos medulares, históricamente no atendidos” y que amplía “las brechas entre un sur del Istmo más dinámico y desarrollado y un centro-norte con persistentes rezagos económicos, sociales y políticos. Estas diferencias se agudizan a lo interno de los países y para ciertos grupos de población”.
Estas trágicas continuidades ensombrecen los horizontes de futuro de una Centroamérica en la que el debilitamiento de los contrapesos entre actores sociales y políticos con respecto de los grupos de poder económico, así como el predominio de élites políticas de inobjetable orientación neoliberal y pro-empresarial –desde los años 1990-, han creado las condiciones necesarias para la imposición y reproducción del modelo de desarrollo neoliberal, en el que convergen los intereses del capital regional y de las empresas transnacionales. Y donde, paradójicamente, ese Estado tan cuestionado por el fundamentalismo neoliberal, mantiene un papel central, pero ahora como gestor de la inversión extranjera y facilitador de los negocios privados.
Así nos va –y se nos va- la vida en esta Centroamérica doliente del siglo XXI.