Ha aprendido mucho de leyes y de justicia y de ética, y bate palmas porque está a punto de realizar sus ideales y cumplir sus planes, entre los cuales está el muy sensato y aceptable de obtener unos ingresos y un medio de vida acordes con su profesión, y una libertad relativa para ejercerla. La persona que la contrata, es decir, la que le da nombre al bufete, le establece un horario, le asigna unos casos, le determina una paga, le manda unas tareas y le pone las reglas de juego. Usted ahora tiene un empleo y se va feliz para su casa el primer día. Más feliz cuando se acerca el fin de mes y está a punto de recibir su primer cheque. La sensación de felicidad va aumentando según se acerca el gran momento. Pero de pronto ocurre algo con lo que se queda haciendo bizco: el jefe le manda hacerse facturas timbradas por “honorarios profesionales”. Entonces aterriza en la certeza de que no tiene un empleo, no forma parte de la planilla, está en la calle: ejerce por “la libre”.
Cuanto más cavila y saca conclusiones, más se va diluyendo su antigua felicidad entre una neblinosa sensación de estafa: no tendrá acceso a la medicina socializada, ni derecho a incapacitarse, ni aguinaldo, ni prestaciones, ni jubilación, ni nada de nada puesto que no ha contraído un vínculo laboral con su empleador, el cual por lo tanto, tampoco tiene obligaciones para con usted.
Sea como sea, en medio del desasosiego se le hace una luz: puesto que profesional libre, debería gozar de ciertas ventajas que compensen esas desventuras: fijar el monto de sus honorarios, establecer el tipo de tareas que ejecuta, no cumplir horas de oficina, y sobre todo firmar un contrato en el cual se establezcan con claridad todas estas condiciones. Se arma de ánimo y se lo plantea a su empleador. Pero entonces se entera de que la contraparte es en realidad la parte en contra. Quien le hace firmar una factura por honorarios profesionales, se encarga de convertir en desengaño su incertidumbre: deberá someterse a todos los requisitos de un empleado. Él jamás le va a firmar un contrato.
Para efectos de derechos y beneficios, usted es profesional libre; es decir, carece de ellos; para efectos de deberes y obligaciones, es una persona asalariada; es decir, los tiene todos y algunos más: su jefe sabe más que las culebras: le ha echado encima las cargas tributarias que a él le corresponden. Y no intente cometer la torpeza de querer negociar. No se puede. O lo toma o lo deja. Tampoco se le ocurra denunciarlo. Ese drama es legal. La única prueba que usted tiene es en su propia contra: las facturas firmadas. Tampoco apele a la desgraciada idea de irlo contando por ahí, porque se le hace mal ambiente. Lo que le está ocurriendo es más regla que excepción. No va a recibir apoyo ni de quienes están siendo igualmente explotados: en este país predomina la idea de que a cada quien le pican sus propias pulgas.
Aunque parezca delirante, lo que aquí se expone es de lo más normal. Todo mundo lo sabe, pero nadie lo enmienda. Entre tanto, los peces gordos seguirán comiéndose a los peces chicos, al menos hasta que los chicos se enteren de que juntos suman muchos; o hasta que cada cual entienda, con Montesquieu, que “una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad”.
Fuente: Periódico del Colegio de Periodistas