Desafíos del cambio climático

Lo que está en juego en la Conferencia de las Partes (COP) de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (UNFCCC por sus siglas en inglés) –que comenzó en París, en su edición 21, el 30 de noviembre 2015 y que durará hasta el 11 de diciembre–, es intentar lograr por vez primera un acuerdo universal y obligatorio que permita combatir eficazmente la crisis del clima e impulsar la transición hacia sociedades no dependientes del petróleo. Un acuerdo global hacia una transición con equidad.

Pero veinte años de fracasos sucesivos en las cumbres climáticas no dejan lugar al optimismo. A pesar de que ya casi nadie niega que la temperatura del planeta ha aumentado y que ello se debe a la actividad industrial humana. Incluso el Papa Francisco, en su reciente Encíclica Laudato Si’, reconoce que “hay un consenso científico muy consistente que indica que nos encontramos ante un preocupante calentamiento del sistema climático”. Y “numerosos estudios científicos señalan que la mayor parte del calentamiento global de las últimas décadas se debe a la gran concentración de gases de efecto invernadero (GEI) emitidos sobre todo a causa de la actividad humana”.

El mundo se modifica sin cesar pero nuestro conocimiento no siempre está al día de tantas transformaciones. A pesar de la multiplicidad de las fuentes de información, estamos viviendo en un planeta en buena medida desconocido. No en el sentido en que lo entendían los exploradores de antaño, sino porque no siempre percibimos las relaciones y las interacciones entre fenómenos pertenecientes a distintos ámbitos: por ejemplo, entre la economía y la ecología, entre el medio ambiente y los movimientos sociales o entre nuestro modo de consumir y el cambio climático. Por eso es necesario actualizar periódicamente nuestra visión del planeta. Tal es uno de los objetivos de la COP21.

En pocos años todo ha cambiado. Fin de la era industrial. Informatización generalizada y mundialización de Internet. Conflictos étnicos y religiosos. Terrorismo yihadista planetarizado. Migraciones masivas. Nuevas pandemias. Efecto avasallador de la globalización liberal. Crisis financiera global. Y toma de conciencia colectiva de los peligros del cambio climático.

Tenemos ahora el sentimiento de hallarnos ante un mundo más amenazante. Muchas de nuestras referencias anteriores se han quedado obsoletas. Se han derrumbado nociones políticas y sociológicas que habían estado vigentes durante dos siglos. Las herramientas conceptuales que empleamos durante tanto tiempo para comprender y para explicar la evolución de las cosas, se han vuelto de pronto inadecuadas, desprovistas de eficacia para evaluar los cambios actuales.

La cuestión ecológica, durante tanto tiempo negada o minimizada, ocupa ahora el centro de las preocupaciones de muchos ciudadanos. Es el resultado del extenso e incansable trabajo de alerta de organizaciones ecologistas basado en informes científicos. En especial, la decidida acción de los fundadores de la ecología moderna, agrupados en el Club de Roma, quienes –ya en 1970– publicaron un resonante informe inaugural que despertó las conciencias del planeta.

Después apareció el decisivo “Informe Brundtland”, que publicó en 1987 la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo con el título de Nuestro futuro común. Ese informe introdujo la noción de “desarrollo sostenible”, que habría de popularizarse tanto. Luego, con la Cumbre de la Tierra celebrada en Río de Janeiro en 1992, se aceleró la toma de conciencia colectiva. En aquella ocasión se supo que la población mundial crece a un ritmo sin precedentes: somos 7.500 millones, cifra que sólo se estabilizará, hacia 2050, en alrededor de 10.000 millones. Ahora bien, tal y como la COP21 lo mostrará, si todo ser humano mantuviera el nivel de consumo de los terrícolas más ricos, el planeta apenas podría satisfacer las necesidades de unos 600 millones de individuos, dado que los recursos no son inagotables.

En medio de una confusión entre crecimiento y desarrollo prosigue la destrucción sistemática de la naturaleza, tanto en el Norte como en el Sur. Se suceden los saqueos de todo tipo infligidos a los suelos, al agua y a la atmósfera. Derroche energético, urbanización galopante, deforestación tropical, contaminación de los acuíferos, de los mares y de los ríos, reducción de la capa de ozono, lluvias ácidas… Todo ello, que los dirigentes mundiales detallarán en esta COP21, pone en peligro el futuro de la humanidad.

Estos datos parecen haber provocado un saludable impacto colectivo en los últimos años. Nadie ignora ya que la acumulación de gases de efecto invernadero podría provocar un aumento de 2 ºC a 4 ºC en la temperatura media del planeta y una elevación de entre 20 y 150 centímetros del nivel de los océanos. El dióxido de carbono (CO2), principal gas causante del efecto invernadero, es responsable en un 65% del calentamiento global. Y, con el nuevo y masivo aporte de Estados-gigantes como China o la India, el CO2 se incrementa en unos 8.000 millones de toneladas cada año…

Tanto la amplitud como la duración futura de los aumentos de temperatura dependerán de la cantidad de gases de efecto invernadero que sigamos emitiendo, ya que las perturbaciones climáticas son más pronunciadas a medida que la temperatura se eleva. Y esto va acompañado de una creciente frecuencia de los fenómenos meteorológicos extremos (temporales, diluvios, ciclones, canículas, sequías, desertificación), así como de una progresiva alteración climática que se extiende por todo el planeta. Si no se frenan las emisiones de gases de efecto invernadero, los desastres podrían alcanzar una gravedad excepcional.

Las Conferencias internacionales sobre el Clima en Berlín, Bali, Poznan, Copenhague, Río de Janeiro y Cochabamba subrayaron la idea de que el mercado no está capacitado para dar respuestas a los riesgos globales que pesan sobre el medio ambiente. De ahora en adelante, el imperativo es proteger la biodiversidad, la variedad de la vida, mediante el desarrollo sostenible. Los países ricos –y en especial Estados Unidos, responsable de la mitad del gas carbónico emitido por los países industriales–, están obligados a respetar los compromisos suscritos en la primera Cumbre de la Tierra de Río, en 1992. Si bien la Unión Europea se pronunció a favor de una reducción de los gases de efecto invernadero, el Gobierno estadounidense (de George W. Bush) le dio largas al asunto y se negó a ratificar el Protocolo de Kioto –vigente desde febrero de 2005–, que obligó a los países industrializados a reducir en un 5,2% las emisiones de CO2 hasta 2012, tomando como base los registros de 1990. El presidente Barack Obama se comprometió a hacer de la cuestión ecológica una de las principales líneas de acción de su Gobierno.

El vuelco de la opinión pública, espantada por la multiplicación de catástrofes naturales, está impulsando a todos los Gobiernos, incluso a los más reticentes, a apostar ahora por soluciones energéticas alternativas. Más aún cuando, en la actualidad, el agotamiento de los hidrocarburos parece inevitable y las naciones ricas, por razones políticas y no ecológicas, querrían reducir su dependencia energética con respecto a los grandes países petroleros.

Por lo tanto, el contexto favorece un cambio de modelo energético que los industriales del Norte parecen haber percibido y que, con la perspectiva de formidables beneficios, promete poner en marcha un nuevo ciclo económico: la economía verde. ¿Saldrá ganando el medio ambiente? No es seguro, dado que ya se anuncia la construcción de cientos de nuevas centrales nucleares, que, si bien producen poco CO2, conllevan otros peligros no menos letales.

También la opción por los agrocombustibles, bien acogida al principio, empieza a revelar efectos perversos. En principio, podrían permitir mantener e incluso intensificar, con la conciencia tranquila, el nefasto modelo de “todo automóvil” o “todo camión”, con el pretexto de que los vehículos contaminarán menos. Además, provocarán una especulación desenfrenada con productos alimentarios básicos, como el azúcar o el maíz, utilizados para producir etanol. Tal y como lo demostrarán los diversos conferenciantes de la COP21, cambiar de modelo energético sin modificar el modelo económico significa correr el riesgo de que sólo se desplacen los problemas ecológicos.

Pero ahora la opinión pública está atenta. Y desea disponer de información fiable en todos los terrenos (económico, social, político, cultural, ideológico, militar, ambiental, etc.) para entender mejor la realidad –en muchos casos poco visible– de los cambios mundiales en curso.

El reto de la COP21 es eliminar los obstáculos que han impedido elaborar un acuerdo que logre el consenso general y que evite un fracaso como el de la COP de Copenhague, en 2009, donde no se alcanzó un compromiso y que dejó un mal recuerdo y mucha frustración.

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