Discriminación

Así, en un lugar donde la mayoría de la gente es de piel blanca, quienes la tengan negra serán diferentes. Y en un ambiente donde el irrespeto y la vulgaridad son la norma digamos el fútbol de Costa Rica un fulano cortés y educado será distinto. Y en medio de un rebaño de vacas holstein una vaquita criolla será diferente. Ya lo advertí: iba a decir cosas obvias. Disculpas por mi obviedad.

Agreguemos ahora algo que no necesariamente es obvio (aunque, bien pensado, debería serlo): ser distinto a menudo resulta difícil. Sobre todo tratándose de las sociedades humanas. Al fin y al cabo, es posible que las vacas holstein pura raza no se molesten en absoluto con la presencia de la vaquilla criolla de mi cuento. Mientras unas y otras tengan pastura suficiente, lo más probable es que nadie se meta con nadie. A los seres humanos, en cambio, se nos hace mucho más complicado aceptar la diferencia y fácilmente montamos una barahúnda infame a propósito de alguna cosa medio novedosa que alguien se permita con su propia vida.

En ese sentido, uno podría pensar que los humanos conservamos un instinto gregario que, lamentablemente, se complica horrorosamente en virtud de nuestra capacidad socio-cultural de elaboración simbólica. Construimos religiones y partidos políticos y nos convencemos de que “nosotros” o sea los hombres y mujeres de mi partido o de mi religión somos quienes poseen la razón y la verdad ¡Cuánta gente ha sido asesinada en nombre de la religión verdadera! (cualquiera de las muchas religiones_ “verdaderas”_). Y, así, fanatiquitos de un equipillo de fútbol se creen justificados para apedrear a los del otro, cosa insignificante si se la compara con esos poderosísimos estados dispuestos a invadir y causar genocidio para imponer su “democracia” y su “libertad”.

¿Por qué nos cuesta tanto bregar con lo diferente? Me atrevo a dudar de que la cosa pueda tener una base instintiva en cuanto recuerdo que entre los animales no acontece, como sí pasa con los humanos, el que se maten entre individuos de la misma especie. En su parte histórica y cultural, uno podría especular un poco: los desarrollos socio-culturales crean identidades que se construyen en forma negativa y por exclusión, es decir, nos fortalecemos como grupo en la medida en que expulsamos a quien es diferente. Pero si la cosa es cultural significa que es humana, y si los seres humanos hemos dado lugar a construcciones simbólicas e institucionales intolerantes y excluyentes, deberíamos igualmente ser capaces de repensar cosas y hacer algo distinto. Justo ahí está lo único que merecería ser considerado como efectivo avance civilizatorio: en lograr que nuestras complejas elaboraciones simbólicas y culturales avancen hacia la aceptación de lo diverso y la convivencia respetuosa. De otra forma, seguiremos con la carnicería.

Esa aceptación y respeto por lo diverso es confundido con algo que el conservadurismo acostumbra designar como una “moral relativista”, intentando insinuar que lo que se propone es un “todo vale lo mismo”, carente de cualquier referente ético que provea un criterio amplio de valoración. Pero quienes así razonan tan solo reiteran lo que ya sabemos: nos están vociferando que su posición es la “única” correcta. Tan solo otra versión de la viejísima y criminal receta de la intolerancia. Mucho mejor fuera pensarlo como lo han sugerido algunas corrientes progresistas de la teología cristiana: el único criterio de validez universal es la vida, pero no la vida en abstracto, sino la vida concreta: la de los seres humanos de carne y hueso y la de la naturaleza.

Admitamos que no resulta fácil entender eso y, más aún, que se hace difícil hacer de ese principio básico el criterio ético que guíe nuestras vidas e ilumine los complejos proceso de construcción socio-cultural. Pero entenderlo podría ser crucial para poder construir instituciones, formas simbólicas y comunidades humanas incluyentes y respetuosas. Porque hacer de la vida concreta el criterio guía fundamental permite entender que quien es distinto, no por ello deja de ser merecedor a vivir su vida tan plenamente como sea posible.

La cosa parece abstracta y lejana, pero no lo es. Está presente, en carne y hueso, en la realidad actual de Costa Rica. La ausencia de un criterio ético de esta naturaleza se hace manifiesta en la violencia que, de diversas formas y por distintas vías, se ejerce sobre la vida de la gente pobre, de los indigentes o de nuestros campesinos. Y en contra de tantas mujeres. Y también en desmedro de quienes son descendientes afrocaribeños, inmigrantes, indígenas o quienes tienen una orientación sexual que no es la mayoritaria.

En relación con este último caso, las instituciones culturales dominantes señaladamente la religión y la familia patriarcal son pródigas en discursos que buscan encubrir y justificar la violencia y la discriminación.

Sus dichos son insostenibles y absurdos. Científicamente ha quedado bien sentado que la homosexualidad no es ni una enfermedad ni una perversión, cuando tan solo constituye una particular forma de expresión de la sexualidad humana. De forma similar, es por completo falsa cualquier insinuación que identifique homosexualidad con pedofilia.

También es groseramente errónea la idea de que un niño o niña criado por una pareja homosexual será también homosexual (¡cómo si esa fuera la gran lacra!), ya que, de ser eso cierto, resultaría incomprensible el hecho de que el común de las personas homosexuales provienen precisamente de…¡parejas y familias heterosexuales! Y, por cierto, respetar y aceptar esta particular orientación sexual no equivale (como con suprema estupidez se ha dicho) a pretender que todo mundo sea homosexual, cuando sin duda la gran mayoría seguirá tranquilamente viviendo su heterosexualidad. Por lo demás, la persona homosexual es tan capaz como cualquier otra de hacer cosas maravillosas o lamentables: desde las cumbres del pensamiento (Sócrates) o el ingenio creativo (Leonardo Da Vinci o Miguel Angel) o la gran música (Tchaikovsky) o la gran literatura (Oscar Wilde o Virginia Woolf o Walt Whitman o Emily Dickinson) o el deporte de altísimo rendimiento (Martina Navratilova) hasta…lo que usted quiera: la estafa, la mentira, el asesinato.

Bajo el epígrafe legal de unión civil, hoy se debate acerca del reconocimiento de un paquete restringido de derechos a favor de las parejas del mismo sexo. Esto ha sido posible gracias a la valentía de Abelardo Araya y el Movimiento Diversidad. El conservadurismo moral reacciona en forma rabiosa, al punto que el diputado evangélico propone legislar para consolidar jurídicamente la discriminación. O bien recurren a la falaz e hipócrita evocación de una familia patriarcal, cuya única realidad actual es la de la decadencia más atroz, escenificada en medio de estertores de violencia y proliferación de femicidios. Políticos hay señaladamente alguno del PAC que se escudan en un juego de cálculos oportunistas y evasivas cobardes. Y luego reclaman que se les considere distintos.

La realidad está ahí: una minoría de hombres gay y mujeres lesbianas conviven en el día a día con la mayoría constituida por hombres y mujeres heterosexuales. En el bus y la casa, la oficina, la parcela o la fábrica, el estadio, el aula, el teatro o la playa. Puede haber aceptación y respeto o seguir envenenándose por el odio. Parte de esa realidad son también las parejas del mismo sexo que decidieron compartir su vida, construirla en conjunto, luchar y reír o llorar a la par, amarse y respetarse. Porque, cosa notable, el amor y la lealtad no son valores adheridos exclusivamente a una particular orientación sexual. Se reitera entonces la disyuntiva: aceptar con respeto estas parejas o mantener el confinamiento a que condenan el odio y la discriminación.

Y, en particular, y desde el punto de vista político, se les puede, cuanto menos, reconocer un básico estatus de ciudadanía que permita ejercer ciertos elementales derechos o, alternativamente, condenarlos al asesinato civil, bajo la condena de vivir una ciudadanía gravemente mutilada.

* (especial para ARGENPRESS.info)
Fecha publicación: 24/06/2007

_Fuente: ARGENPRESS

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