En su artículo “Injerencia de sindicatos y ONG de EE. UU. contra el TLC y el interés nacional” (14-5-06), la profesora Rodríguez reproduce –al parecer con vaporosa candidez- todas las argumentaciones que cualquier gerente de transnacional querría pronunciar a favor de la “exportación de empleos” (outsourcing), desde los países ricos hacia los pobres. Ello se sintetiza en la indignación que expresa cuando advierte que los sindicatos costarricenses se vuelven “contra” nuestras clases trabajadoras, al apoyar las denuncias de sus contrapartes estadounidenses contra esa práctica. A juicio de Rodríguez, nuestra gente “gana” con cada puesto de trabajo exportado desde Estados Unidos.
El juego ideológico es poco sutil: legitima la competencia basada en “bajos salarios” de nuestros trabajadores y trabajadoras contra los de Estados Unidos y, a la vez, deslegitima la solidaridad sindical internacional. Tal es el sueño de las transnacionales: clases trabajadoras enclaustradas en fronteras nacionales, compitiendo encarnizadamente unas con otras. La fragmentación de los intereses laborales en vez de su globalización, para, sobre esa base, desatar una espiral descendente: menos salarios, más “flexibilidad” laboral, mayor represión sindical, menos legislación laboral. Para ella, tal es el “interés nacional” con lo que tan solo refrenda la densa bruma ideológica en que está extraviada: a su parecer –terrible equívoco– lo que es bueno para el capital transnacional lo es también para Costa Rica y su gente trabajadora.
En el artículo “La UCR y la UNA no toman en cuenta los graves efectos de quedar fuera del TLC” (10-6-06), la profesora intenta poner en mal a los consejos universitarios. Su “defensa” –peor que la de la sele– deja un cuadro de lástima. Reitero que, para no extenderme en exceso, tan solo me referiré a uno de sus “argumentos”
Repite la conocida letanía: salud y educación públicas y suministro de agua (entre otros servicios) están fuera del Tratado, en virtud de la “reserva” que a su favor aparece en el Anexo III de “medidas disconformes” (lista de Costa Rica). La profesora se limita a mencionar la cosa, pero elude cualquier análisis. La tal reserva –que no exclusión– opera para “servicios públicos establecidos o mantenidos por un interés público”. Primer “problemita”: nada de lo dicho posee un significado evidente, sobre todo porque el propio Tratado es omiso en definir qué se entiende por cada uno de esos términos. Con un agravante adicional: el Tratado concede poder de interpretación únicamente a dos instancias: la Comisión de Libre Comercio (constituida por los ministros de comercio exterior, cuya filiación ideológica se adivina fácil) y los tribunales de arbitraje internacional. No son, ni mucho menos, entidades democráticas ni transparentes.
Lo anterior ilustra acerca de lo grave que resulta la ambigüedad e imprecisión que recorren la totalidad de este documento. Ello no se reduce a lo que haya de entenderse por “servicio público” e “interés público”, sino que reaparece aquí y allá, con cada término y en cada artículo e inciso. Porque dejadas las cosas al arbitrio de la interpretación, esta última no es ejercida por instancias democráticas, abiertas al escrutinio público, sino por esa clase de entes –tecnocráticos en el mejor de los casos; opacos de cualquier forma. Esto subvierte de raíz los mecanismos de la democracia y amordaza toda manifestación de la voluntad popular.
También olvida la profesora Rodríguez un hecho obvio: la “reserva” no alcanza a estipulaciones tan fundamentales como las que tienen que ver con expropiaciones (inclusive la “expropiación indirecta”; artículo 10.7) y todo el vasto mecanismo del régimen inversionista-estado, que, como sabemos, constituye una formidable arma de extorsión en manos de los inversores extranjeros.
En todo caso, supongamos que, por ejemplo, nuestra educación pública es, en efecto, un “servicio público”. O sea, y puestos en la necesidad de interpretar, imaginemos que la Comisión de Libre Comercio avala ese criterio, ya que –excepto que se presente una demanda arbitral– nadie más podría hacerlo. En todo caso, eso no dice nada acerca de la educación privada. Y ya que la “reserva” –en relación con, por ejemplo, las normas de trato nacional y trato de nación más favorecida– valen para la educación en cuanto que “servicio público establecido o mantenido por un interés público”, ¿podría alguien aplicarle tal definición a un consorcio educativo transnacional de origen estadounidense que se quiera establecer en Costa Rica? Este brinda un servicio educativo que nadie –la súper-poderosa y neoliberal Comisión de Libre Comercio menos que nadie– querría definir como “servicio público” que responde a un “interés público”. Por lo tanto, a favor de ese consorcio conservarán plena validez todas las protecciones y privilegios que conceden los capítulos 10 y 11. Ello implica la total desregulación de los servicios educativos privados y, en último término, la transmutación de la educación en simple mercancía, sujeta estrictamente a criterios de lucro.
Este problema se mantiene incólume también para servicios como salud, bienestar social y atención infantil, si estos son ofertados por empresas donde estén involucrados intereses estadounidenses. En el caso del agua –y aparte el problema acerca de si la súper Comisión le concede estatus de “servicio público”– es obvio que el Tratado tan solo habla de “suministro de agua”. En cambio, omite la otra faceta: el agua como mercancía tangible –y ya no como servicio– según se materializa en el agua embotellada. Precisamente porque se aplica una metodología de “lista negativa” (todo lo que no se “excluya” explícitamente, está incluido implícitamente), el agua como mercancía goza de todos los privilegios que el Tratado concede a favor del “libre” comercio y de los inversores estadounidenses. Recordemos lo obvio: el agua es un recurso agotable indispensable para la vida. Por lo tanto, debería ser reconocida como un derecho humano, sujeta a estrictas normas de regulación. Pero el Tratado la reduce a mercancía, subordinada a criterios de rentabilidad.
La profesora Rodríguez intentó “argumentar” en “defensa” del Tratado. Le salió una pifia de espanto, la cual refrenda lo que ya sabíamos: que la inteligencia y el TLC son enemigos mortales. La única defensa que este admite es la que han venido aplicando: la fuerza del dinero, de la propaganda, de la manipulación. Y, por supuesto, la amenaza y la intimidación.
Junio 24, 2006
Fuente: www.tribunademocratica.com