La Copa del Mundo ha concluido con su fanfarria habitual, y gran parte del planeta, como suele suceder, no pudo evitar verse atrapado en la emoción de todo el evento, exactamente lo que Joseph Sepp Blatter quiere. Blatter, el presidente de la FIFA, el ente organizador del Mundial, desea que el brillo de un mes de juego emocionante corra un tupido velo sobre la corrupción y los acuerdos entre bambalinas –y, más recientemente, el escándalo de las entradas– que han enturbiado su gestión.
Corrían otros tiempos en 1998, cuando Blatter asumió su cargo. Los medios sociales no existían, e Internet todavía no se había convertido en un canal de difusión de las opiniones de quienes no tienen ni voz ni voto. Por otra parte, la cultura del activismo accionarial y la responsabilidad social empresarial tampoco eran tan fuertes como lo son hoy. Como pudieron comprobar BP, GM y el Royal Bank of Scotland, el mundo está observando y hablando, y ya no está dispuesto a aceptar la vieja manera de hacer negocios.
La FIFA tiene dos problemas. Uno es el franco incumplimiento de las prácticas empresariales aceptadas. Los supuestos delitos van desde el arreglo de partidos y los sobornos entre miembros del Comité Ejecutivo de la FIFA hasta cuestionamientos sobre cómo se eligió a Qatar para ser sede de la Copa del Mundo en el 2022.
El segundo problema podría decirse que es más grave, pues tiene consecuencias: el daño que el comportamiento antiético le ha infligido al ideal del juego limpio. Cuando la gente ve que una institución relacionada con algo por lo que siente pasión no cumple con reglas simples de manera tan descarada, pierde la fe no solo en esa institución, sino también en la idea de que la buena gobernanza es posible. El mensaje que se envía, y se recibe, es que algunas instituciones –de todo tipo– son inmunes al escrutinio y pueden regirse por sus propias reglas.
El código de conducta en la cancha –donde esperamos que los jugadores den todo de sí bajo reglas claras que son implementadas prontamente por árbitros independientes– es esencialmente el mismo que esperamos de los organismos gobernantes fuera del campo de juego. En este sentido, la FIFA no es un caso especial: se espera que todas las organizaciones sin fines de lucro y comerciales, en todo el mundo, cumplan con este código de conducta.
Y es por ese motivo que resulta improbable que los problemas de la FIFA desaparezcan de la vista. Se los debe abordar sin ambages, mediante una remoción total de la cúpula y una reorganización completa de sus estructuras de gobernanza. La FIFA es tan compleja como cualquier organización multinacional grande, pública o privada. La manera en que se la conduce debe ser un reflejo de eso.
Para empezar, la FIFA debe introducir miembros del directorio verdaderamente independientes en el proceso de gobernanza, gente que haga preguntas difíciles y desafíe a los ejecutivos de la organización. La gobernanza exclusivamente en manos de miembros de la asociación no funcionó y, al fomentar la falta de transparencia, quizás haya tornado a la FIFA más vulnerable a los problemas que enfrenta hoy. Ninguna organización tan importante y con tanta influencia pública debería poder operar como una caja negra.
De la misma manera, la FIFA debe introducir y adherirse a límites de mandatos más claros para su presidente y miembros del directorio, empezando por Blatter, y con efecto inmediato. Un equilibrio de poderes más efectivo no será fácil, pero nunca se concretará sin personas que aboguen por eso. Antes de que comenzara la Copa del Mundo, algunos representantes de las asociaciones que integran la FIFA hablaron en contra del statu quo . Ahora habrá que ver si sus acciones reflejan sus palabras.
Hay otros destellos de esperanza. En el mundo de las compañías comerciales, los inversores exigen, cada vez más, mejores estándares de gobernanza corporativa y juntas más diversas que incluyan miembros independientes. Están asumiendo un papel mucho más activo y público al hablar en contra de los sobornos, de la corrupción y de los paquetes de pagos excesivos, y a favor de la responsabilidad social empresarial y de prácticas laborales justas. Si sus pedidos son ignorados, votan en la reunión general anual o se van.
Los patrocinadores de la FIFA deben exigirle lo mismo, y existen indicios de que algunos finalmente están empezando a manifestarse –al menos, tentativamente–. Si no lo hacen, los patrocinadores quedarán expuestos a una respuesta negativa de los consumidores, ya que la mala reputación de la FIFA se contagia a sus marcas. Los clientes son más entendidos que nunca, y ellos también pueden marcharse.
Sin embargo, el cambio comienza arriba. Consideremos lo que ha significado para la Iglesia católica romana un cambio en la conducción: el papa Francisco está transformando una institución que creíamos tan bizantina, opaca e intratable que el cambio era absolutamente imposible. Si la Iglesia católica puede cambiar, también puede hacerlo la iglesia del fútbol.
Existe otra lección en todo esto: una buena conducción también consiste en saber cuándo renunciar. Si a Blatter sinceramente le importa la FIFA, sabe que quedarse ahí implicaría hundir a la organización en un desprestigio aún mayor, lo cual afectaría cualquier aporte positivo que haya hecho, y muy posiblemente lo obligaría a retirarse bajo la sombra de la sospecha.
El epígrafe de una foto de Blatter en la página 6 del informe financiero del 2013 de la FIFA dice: “Hemos alcanzado niveles muy altos de responsabilidad, transparencia y control financiero”. El problema es que nadie lo cree. La FIFA necesita desesperadamente recuperar su credibilidad pública. Eso solo puede suceder una vez que se hayan realizado los cambios necesarios en la cúpula y en toda la organización.
Lucy P. Marcus es CEO de Marcus Venture Consulting.