El fútbol se parece a la vida, de ahí su encanto. Cada partido tiene un término un poco prolongable, como la vida de cada persona. Aunque un juego dispone de 90 minutos, no todos los minutos son iguales, pues hay momentos decisivos, que pueden cambiarlo todo.
Un error fatal, una jugada inspirada y ya nada será como antes. Como la vida. Un gol por sí mismo es dramático, sólo cuando hay goleada pierde importancia. El fut supera al básquet, porque las canastas suelen ser muchas y sólo cuando un partido de básquet se decide en los últimos instantes, una canasta adquiere el dramatismo de un gol.
El fut tiene su cuota de angustia, de esperar y producir la oportunidad que tal vez no llegue. Los espectadores se mueren de ansiedad, sufren, maldicen y si el equipo amado anota, hay una explosión de alegría cuasi orgásmica.
Es antinatural manejar una bola con los pies y no con las manos, por eso tanto error en el juego, que frustra a una parte del público y goza la otra. Las piernas son para caminar y correr, no para controlar un balón. Así cada buena jugada es inverosímil, extra planetaria, deslumbrante.
Nada humano es extraño al fútbol. La belleza sublime de la acrobacia del portero que vuela como un ángel. La tragedia del mismo portero vencido en el suelo, como si hubiera muerto fusilado. La estrategia guerrera con la que el entrenador dispone su ajedrez de piezas humanas. La venganza para saldar cuentas por derrotas anteriores. La magnanimidad con la que se pone fuera el balón para que se atienda al adversario que se revuelca de dolor.
Pero el fut tiene su subterráneo. Mucho se le compara con los juegos de gladiadores de la antigua Roma. En aquellos se celebraba la victoria del fuerte sobre el débil, el imperio de la violencia. Liturgia inhumana. En nuestros estadios lo mismo, pero con disimulo; rara vez corre la sangre…
El fut con sus reglamentos, uniformes, árbitros y demás nace durante la revolución industrial, en la Inglaterra del capitalismo, del libre comercio y la libre competencia. Ninguna casualidad. Todo mito tiene su rito. El fut celebra los valores de la sociedad capitalista. Once contra once, las mismas reglas, el mismo campo… un árbitro imparcial con dos asistentes, porque tiene que haber justicia.
El juego proclama, litúrgicamente hablando, la igualdad; a nadie satisface que su equipo gane gracias a equivocaciones arbitrales. Se exalta la competitividad, que gane el mejor. El mito de la libre competencia, la justificación del mercado, tiene su mejor ceremonia en el futbol. Sí, que gane el mejor en igualdad de condiciones.
No por fatalidad entre la Liga y el Saprissa en Costa Rica (ahora también el C.S. Herediano) o entre el Barcelona y el Real Madrid en España se reparten casi todos los campeonatos. A la larga, sobre el azar y el heroísmo de los jugadores se imponen los mejores presupuestos, la mejor administración, las mejores finanzas.
Gran parte de los partidos se ganan fuera de la cancha y más vale un buen patrocinador que un buen delantero, porque con el primero se compra al segundo. Por eso el fut “industrial” es una liturgia falsa, engañosa. Pero guarda también el encanto de la sorpresa, como cuando Costa Rica vence a Italia. O cuando Estados Unidos golea a Costa Rica ayudado por errores arbitrales tan descarados que parecen compadre hablado.
Todos conocemos de sobra la realidad financiera existente detrás del fair play, pero nos importa poco. Y no sólo porque necesitamos algo tan legítimo como una diversión barata.
La fascinación proviene de que vemos en el zacate del estadio lo que se nos ha enseñado que es la sociedad o, mejor dicho, lo en el fondo quisiéramos fuera la sociedad: un lugar donde los mejores triunfan, sin chanchullos ni dados cargados. Sin monopolios prestablecidos que lo ganan todo. Sin alianzas debajo del tapete entre políticos y empresarios que nunca pierden. El estadio es un templo donde se oficia la igualdad de oportunidades, sino para los equipos, como ya se dijo, al menos para cada jugador individual.
En efecto, la exitosa carrera del esforzado Brian Ruiz, hijo de la barriada más pobre y poblada de San José, que triunfa en Europa y vence a Gian Luigi Buffon mediante un cabezazo inmortal, demuestra que todos tenemos las mismas oportunidades pero no el mismo talento. Y entonces la proeza individual oculta el problema social, que se mueve con una lógica muy distinta de las soluciones personales. La gran trampa del capitalismo consiste en confundir lo individual con lo social.
La solemnidad profana se está celebrando. Cuando finalice la Copa América muy pocos querrán darse cuenta de que el mundo, el planeta que no tiene repuesto, nuestra realidad a la vez personal y colectiva, sigue de mal en peor.
La vida humana en el planeta tierra, de continuar la explotación irracional de sus recursos, también tiene sus noventa minutos y ya estamos jugando los minutitos adicionales.