La célebre frase de Nicolás Avellaneda, “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”, se ha inmortalizado; y, actualmente, en Costa Rica es una muletilla generalizada en el discurso de quienes atacan directamente a los sindicatos y más específicamente, al Sector Público.
Los ticos no tenemos mala memoria. Como personas cultas comprendemos la importancia de un equilibrio entre el sector público y el sector privado, trabajamos conjuntamente por el engrandecimiento de la nación con honradez y entrega.
Si las condiciones y la definición de trabajo decente se ven alterados, la responsabilidad no es de la clase trabajadora, ni de sus sindicatos.
Por tal motivo, no debe existir confrontación entre las personas que laboran en el sector público y las que trabajan en el sector privado. Se debe reconocer plenamente que la crisis económica que enfrentamos en el país, obedece a una serie de factores que no han sido expuestos ni tratados correctamente, como por ejemplo, la evasión fiscal y las exoneraciones de impuestos.
La culpa no es de quienes amparados en la Constitución y en las leyes, han adquirido condiciones de trabajo dignas. Pero sí podría ser, de aquellos que faltando a la verdad han orquestado una campaña de terror y desprestigio contra los mecanismos democráticos de este país.
Estas personas abiertamente indican que los sindicatos siempre se han opuesto contra todo; que han sido la razón del estancamiento del progreso, que no proponen soluciones; que promueven la vagancia y los privilegios excesivos; y así, una serie de criterios desprovistos de toda razón y verdad.
Lo extraño del caso es que, pese a ello, los datos históricos y la investigación responsable, exponen una realidad distinta. Nos presenta un sindicalismo cuyas acciones y luchas son en favor de las garantías sociales y la consolidación del Estado Social de Derecho.
Lo que no hemos olvidado de la historia es que el odio infundado de un grupo de seres humanos, condujo al aniquilamiento de seis millones de judíos; que la profunda simpatía nazi por la “pureza racial”, llevó a que se estigmatizara a los gitanos como inadaptados sociales y vagabundos; y que en los Estados Unidos de América, un grupo selecto con poder y gran capacidad intelectual, considerara a las personas negras como inferiores y sin derechos constitucionales.
Todos estos actos de racismo y quebranto a los derechos humanos, tuvieron lugar una vez que se logró polarizar a la sociedad. Hoy la preocupación unánime de las empleadas y los empleados públicos, no tiene que ver con la preservación de los mal llamados privilegios o “alcahueterías”, sino con esa terrible división a la que nos están sometiendo.
El exterminio moderno al que tanto se teme, parece ser ideológico, de debilitamiento a las bases jurídicas y en perjuicio directo del empleo y de las instituciones públicas.
Los sindicatos, entre ellos la ANEP, han venido llamando al diálogo, al consenso, a solucionar los conflictos de manera pacífica; han presentado propuestas altamente razonadas y de progreso.
También, se ha levantado la voz por el sector privado, para que se les reconozcan condiciones de salario dignas, para que haya una mayor apertura de las inspecciones del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social en los centros de trabajo y porque se les permita el acceso pleno a sus derechos.
Esto parece que ha molestado a algunos poderosos sectores que pretenden usurpar la economía de este país. Ellos saben que si logran debilitar a los sindicatos no habrá quien los pare en sus perversas intensiones de carácter materialista y en su firme voluntad por convertirse en “la autoridad política superior de este país”.
Por el contrario, la voz de los sindicatos, que es la las trabajadoras y la de los trabajadores, siempre ha sido de unidad, de razón y de verdad, jamás de odio o separación.
La clase trabajadora de este país tiene derecho a manifestarse. Esto jamás será un abuso, es un derecho sagrado, tutelado por instrumentos internacionales, por leyes lúcidas de nuestro país, y por la propia Constitución Política. Así las cosas, el ejercicio democrático que se manifiesta en las calles, es la expresión irrefutable de un pueblo que quiere seguir siendo libre.
Cualquier persona civilizada de este país comprende el ejercicio del derecho a huelga como un acto democrático, voluntario y de búsqueda de soluciones. Nadie está obligado a ejercerlo, pero sí a respetar el derecho de otros que así lo decidan.
Tampoco se ignora que llamar de “terrorismo” el ejercicio legítimo de un derecho, es una falencia, una falta de respeto y una agresión contra el Estado social y Democrático de Derecho.
Precisamente y por las razones expuestas es que no podemos claudicar a la hora de defender la herencia de un buen derecho, bien lo decía el “Benemérito de las Américas”, Benito Juárez: “Que el enemigo nos venza y nos robe, si tal es nuestro destino; pero nosotros no debemos legalizar ese atentado, entregándole voluntariamente lo que nos exige por la fuerza…”.