Masacre en Acteal

LA MATANZA DE ACTEAL
Chiapas, 22 de diciembre de 1997

La Jornada miércoles 22 de diciembre de 1999

Acteal: la guerra perversa

Adolfo Gilly

Una realidad característica y definitoria de cualquier guerra, ocultada muchas veces por la visibilidad de batallas y las destrucciones, es la presencia de los desplazados. En Chiapas existe una guerra, la del gobierno federal y su delegado en el gobierno de Chiapas contra las comunidades indígenas. Esa guerra ha producido miles y miles de desplazados que viven desde hace años en condiciones inimaginables de miseria, despojo, terror y privación de derechos, hostilizados, amedrentados y controlados cada día por el Ejército federal y sus apéndices, los grupos paramilitares. Observadores internacionales, periodistas y visitantes nacionales, campamenteros, portadores de ayuda nacional e internacional son testigos cotidianos de esa realidad. Todos ellos son también una frágil pero imprescindible valla contra la inmediatez de desastres mayores. 

Sin embargo, a dos años de la matanza de Acteal y en medio de la prolongada impunidad de sus mandantes, esa realidad bélica y sus derivados subrepticiamente se extienden. En este país hay una guerra, cuyas emanaciones de violencia envenenan todo el organismo nacional y, dentro de éste, también las realidades geográficas y sociales en apariencia más lejanas a Chiapas, porque el país es uno, y no una suma de compartimentos políticamente estancos. 

Esta guerra perversa, de intensidad variable, es el síntoma más doloroso de un mal profundo del organismo político: la pérdida irreversible de legitimidad del régimen estatal encarnado en la dominación política del PRI. Ese régimen es irrecuperable. Al prolongarse más allá de sus límites naturales, como está sucediendo, amenaza desembocar en una descomposición a la rusa, donde la guerra de Chechenia es síntoma similar del mismo mal. 

El régimen no quiere resolver la guerra. En cierto modo la necesita para su frágil cohesión interna, como un absceso de fijación de la violencia que su propia crisis genera. Ese régimen quiere, como bien lo ha dicho en estas páginas don Samuel Ruiz, desintegrar a las comunidades, disgregarlas, privarlas de su ser. “En esta guerra tan especial, los verdaderos enemigos son quienes se oponen a la guerra”, escribieron aquí Andrés Aubry y Angélica Inda en explicación de la matanza contra la comunidad de Las Abejas. 

El sexenio del doctor Ernesto Zedillo será en la historia el de la quiebra financiera y el de la guerra contra las comunidades indígenas de Chiapas. Nada ni nadie podrán borrar el fraude a la nación del Fobaproa, la traición del 9 de febrero de 1995 y el desconocimiento de los acuerdos de San Andrés. Esos hechos están en la raíz misma de la crisis de legitimidad y de credibilidad del entero régimen estatal, por más miles de millones que inviertan en la campaña de Francisco Labastida y por más ilusiones que nos hayan querido vender los crédulos académicos comentaristas de la farsa de la elección interna del PRI. Resortes vitales del sistema están quebrados. Sobre este dato de fondo es preciso basar cualquier política que se proponga sacarnos con bien de tal sistema y no simplemente contribuir a una provisoria recomposición electoral de éste. 

A dos años de la matanza de Acteal, el cese inmediato de la guerra, el cumplimiento de los acuerdos de San Andrés, el regreso del Ejército a sus cuarteles, el retorno de los desplazados a sus hogares y a sus tierras, una ayuda federal masiva, administrada por los propios interesados, para reparar en lo posible los daños materiales y los desgarramientos familiares y sociales, para contrarrestar el hambre, las enfermedades y el desastre sanitario, para reconstituir cooperativas y recuperar cultivos y mercados, para la educación perdida y las viviendas desmanteladas, deberían ser demandas centrales en el programa electoral de las fuerzas democráticas. 

El país quiere paz. Es su exigencia y su esperanza vital. Labastida no puede ofrecerla: es el representante del partido de la guerra. La reciente introducción pública de armamento en el edificio central del PRI es un símbolo de que ese partido concibe a la elección como una guerra y en esos términos se prepara. El cumplimiento inmediato de los acuerdos de San Andrés no figura en el discurso de Vicente Fox. Lo que de éste se desprende es la “solución en quince minutos”, es decir, la antesala de otra guerra.

En la discusión en curso sobre el presupuesto de egresos ningún partido, a mi conocimiento, cuestiona la asignación destinada al gasto militar, posición clásica de la izquierda y la democracia para oponerse a una guerra en el Congreso. ¿Cuánto está previsto en el gasto del año 2000 para continuar la guerra contra las comunidades indígenas de Chiapas? ¿Cuántos miles de millones más, cuántos sufrimientos y cuántos peligros nos costará a lo largo de ese año el incumplimiento de los acuerdos de San Andrés firmados por el gobierno federal con el EZLN? ¿Hasta dónde ese gasto militar y sus secuelas contribuirán a enturbiar aún más la situación electoral? ¿Cuánto dinero necesario para el gasto social es devorado por la guerra perversa de Chiapas?

El país quiere paz y gobierno legítimo. No habrá legitimidad sin paz. No habrá seguridad sin paz y sin legitimidad. El PRI es el partido de la guerra y de la endémica violencia. A dos años de Acteal, a seis años de la rebelión indígena del EZLN y de su terca resistencia, la paz con justicia y dignidad en Chiapas y en México no puede dejar de estar entre los temas centrales de los primeros y decisivos seis meses del año 2000.

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