Evidentemente no hay interés en cambios profundos en nuestra sociedad para que, de una vez por todas, retornemos a la senda de la justicia social y del bien común.
Creció la pobreza, creció el desempleo y la clase media sigue, al parecer sin parar, su ruta hacia la pobreza. El salario, especialmente en los segmentos de menor ingreso, incrementa su deterioro; y los empleos que se generan, que no alcanzan para la demanda, en su mayoría son de mala calidad.
El sistema está colapsando. Estamos hablando de una verdad del tamaño de la catedral. La corrupción pública y privada (tanto la que se ejecuta bajo formas legales, como las que se hacen al margen de la ley); la violencia en todas sus manifestaciones; la penetración del narcotráfico al interior del propio Estado; más esta pobreza que duele, que indigna, que crece, son tan solo unos pocos elementos, quizás los de mayor impacto, que nos indican que nos llevan por mal camino.
Sí, nos llevan, porque las gigantescas operaciones mediáticas de propaganda electoral le imponen a la gente opciones de gobierno que no están en función del bien común, en función de la inclusión social, en función de la lucha contra la creciente desigualdad.
Estando ya, prácticamente, a dos años de las próximas elecciones generales, las de febrero del 2014, muy probablemente el aplastante poder del dinero impondrá en las urnas lo que en palacio ya fue decidido.
Sin embargo, como la terquedad debe aconsejarnos, quizás haya nuevos espacios, frescas oportunidades, renovados esfuerzos en pro del surgimiento de una gran coalición cívico-social y político partidista que recoja la creciente indignación que provoca la dolorosa circunstancia de que haya casi 300 mil hogares costarricenses (y seguramente bastantes de población trabajadora migrante), que no tienen qué comer, que comen mal, que solo hacen una comida al día, que no suplen otras necesidades básicas.
Que hay jóvenes desalentados porque no encuentran empleo; que miles de personas trabajadoras asalariadas están con poca o sin ninguna liquidez por el agobio de las deudas; que muchas empresitas están desamparadas, que casi no queda gente en la actividad agropecuaria.
Uno piensa que esta dolorosa situación no tiene porqué existir en nuestra Costa Rica habida cuenta de una institucionalidad que si bien está golpeada, todavía tiene cimientos fuertes que con otro tipo de políticas centradas en la gente, no solamente llevarían comida y bienestar a esos 300 mil hogares que viven en extrema pobreza, sino que propiciarían un relanzamiento de la clase media y, por ende, nos sacarían del descarrilamiento peligroso de la desigualdad.
Duélale a quien le duela, en nuestro propio continente americano, especialmente en la parte sur, están desarrollándose políticas públicas de inclusión social promovidas por gobiernos cercanos a la gente; gobiernos que si bien siguen bajo el esquema capitalista dominante de la apropiación privada, impulsan programas de naturaleza estructural para sacar a la gente de la pobreza, no para mantenerla en ella.
Otras veces hemos planteado que muchas de esas 300 familias con hambre son, malintencionadamente mantenidas en tal condición por parte de la estructura político-partidista dominante, pues son los votos que se necesitan para ganar elecciones.
Estos votos se compran con latas de zinc, con diarios, con cemento, con dádivas monetarias, con bonos. Parece ser que para la clase gobernante tradicional, es arriesgado, políticamente hablando, eliminar de manera estructural la pobreza. Pierden votos.
Con un tipo de gobierno cercano a la gente, de carácter progresista, humanista, se podría enfrentar el reto ya no solo de la eliminación estructural de la pobreza, sino de cimentar un relanzamiento de las capas medias, en momentos en los cuales la lógica global dominante, la del capital financiero-bancario, nos amenaza con la extinción total.
Hay un reto histórico de altísima prioridad y si bien para las pasadas elecciones generales del 2010, las vanidades personalistas hicieron que se desperdiciara un capital político de lucha social acumulado durante bastantes años; nada nos impide intentarlo de nuevo.
Sabemos que ya hay esfuerzos en tal sentido, dispersos sí, pero intentos válidos en la dirección correcta. No cuesta nada soñar. Soñar nos mantiene vivos. Ojalá pudiéramos comprender que la ventaja que tiene la gente de arriba, la del poder, puede ser superada si los y las que estamos abajo, con nuestra indignación creciente, nos juntamos de verdad.