Un selecto grupo de costarricenses reflexionaron durante varias horas al respecto lo cual nos permitió a nosotros, como militantes de la corriente sindical sociopolítica del país, extraer algunas conclusiones importantes, formuladas enteramente bajo nuestra propia responsabilidad, de lo que aprendimos en esta extraordinaria actividad. Veamos:
Quienes desde los espacios de la política tradicional han venido pregonando, un día sí y otro también, la cantinela de la “Reforma del Estado”, no tienen claridad de cómo se come eso. El Estado costarricense se compone de unas 330 entidades, 14 regímenes de empleo público, cerca de un 17% de la Población Económicamente Activa (PEA) del país que tiene empleo formal y salario fijo, es empleada pública.
Además, cuenta con instituciones empobrecidas y precarizadas, por una parte; mientras que hay otras archimillonarias que no saben qué hacer con tanta plata acumulada; amén de una estructura salarial plagada de desigualdades. Efectivamente, salarialmente hablando, hay personas trabajadoras de primera, de segunda, de tercera y hasta de cuarta categoría; contándose con una casta político-gerencial y tecnocrática que devenga salarios hasta casi 5 veces de lo que está estipulado para el cargo presidencial.
Por otra parte, financiera y presupuestariamente hablando, el denominado “primer poder de la República”, la Asamblea Legislativa, tiene un presunto y débil control únicamente sobre el 40% de toda la estructura financiera del Estado, dado que el otro 60% se maneja “autónomamente”, con el único control de parte de la Contraloría General de la República (CGR).
Si se fija uno en la estructura institucional del sistema política y los poderes del Estado se tiene lo siguiente:
a) Una Presidencia de la República de muy limitado alcance en sus potestades, en no pocos casos casi que, de caricatura, pues “cualquier hijo de vecino” es capaz de bloquearle sus iniciativas. Debe enfrentar, además, la dictadura de los mandos medios: jerarcas empoderados y atrincherados en sus feudos-guetos de poder que tienen cómo bloquear, sabotear, ralentizar, atrasar decisiones políticas del gobernante que podrían favorecer el bien común, pero que colisionan con los propios partidarismos politiqueros contrarios al presidencial y/o con intereses personales coludidos con los privados.
b) Un Poder Judicial “todopoderoso”, más poderoso que el Legislativo y que el Ejecutivo. Además, cuenta en su interior con la policía judicial, la acción punitiva del Estado (Ministerio Público-Fiscalía General de la República) y la Defensa Pública, lo cual lleva a los factores de poder político real a estimar que es más ventajoso contar con un magistrado afín a sus intereses, que tres o cinco diputados como peonada política en el parlamento. En realidad, el primer poder de la República es el Poder Judicial.
c) Un Poder Legislativo cada vez más fraccionado, más desprestigiado, más proclive al arribismo politiquero y oportunista que a la adopción de las personas más capacitadas para legislar en pro del bien común y la inclusión social. Las excepciones honrosas solamente confirman esta triste realidad. Con un reglamento legislativo que permite que una sola persona legisladora de sus 57 que le componen, pueda paralizar cualquier iniciativa de ley, aunque las otras 56 estén de acuerdo en algo. Políticamente, esto ha beneficiado en coyunturas específicas a los dos principales lados de la confrontación ideológica que llevamos en el país desde hace unos 30 años.
Para peores, un sistema tributario altamente regresivo, un endeudamiento público sideral que nos muestra una deuda prácticamente impagable; una evasión y un robo de impuestos, más un sistema de exenciones-exoneraciones que, combatidos radicalmente, resolverían de una vez las cifras del déficit fiscal y sobraría muchísima plata como para que no se tuviera que estar insistiendo en la aprobación de más impuestos que, solamente, incrementarán la defraudación impositiva.
Vistas así las cosas (y otro montón que falta mencionar por obvios problemas de espacio), quien pretenda ganar votos con ocasión de las elecciones presidenciales y diputadiles de febrero entrante, hablando sobre y prometiendo una “Reforma del Estado”, estaría haciendo demagogia pura y simple, si no específica qué, puntualmente, estaría impulsando como “Reforma del Estado” y cómo lo lograría.
La verdadera Reforma del Estado está pendiente. Es una tarea nacional de corte patriótico. También es ideológica y corresponderá a una correlación de fuerzas que, por ahora, no parece favorecer a las grandes mayorías populares.
Por el contrario, para los sectores neoliberales que tienen el real poder en nuestra sociedad, su fracaso en materia de Reforma del Estado ha estado centrado por su terquedad en abordar tal desafío desde una perspectiva fiscalista-fundamentalista. Mantener esta posición seguirá siendo sinónimo de confrontación a todo nivel.