De la cordura y otras mentiras

“Nada es fácil en este tiempo de transición de un sistema-mundo a otro. Pero todo es posible –posible pero lejos de ser una certeza”. – I. Wallerstein

Alonso intentó moverse, pero la presión del magneto en su brazalete era simplemente demasiado fuerte. Ya no había tiempo de arrepentimientos. Si tan solo hubiera podido esconder el medicamento. Ser loco no era ya una cuestión de salud mental, sino de seguridad nacional. La orden fue ejecutada hacía ya veinte años. Su madre, al igual que él ahora, también había sido recluida. Nunca más la volvió a ver. Recostado a la fuerza, Alonso Quijano recapitula la política de limpieza mental del gobierno estadunidense. Todo comenzó en dos mil treinta. Era aún muy pequeño para recordarlo, pero su madre se encargó de anotar todo en la libreta. Al principio, la campaña parecía tener fines benévolos. Tanto así que cada paciente fue voluntariamente a llenar la formula MIPS-01, Mental Illness Protection Statement, la cual requería que cada enfermo diera fe de sus padecimientos; sin embargo, eso era ficción, al igual que lo era la firma del consentimiento que solicitaban. El gobierno andaba detrás de una forma infalible de tachar a todos los enfermos mentales. Los doctores y sus expedientes estaban disgregados por todo el país, pero con este sistema lo lograrían tener todo. Una base de datos con foto, de letra y puño de los locos, la cual además era complementada con muestra de ADN, toma de huellas dactilares, medición craneal, tomografía axial computarizada, encefalograma, muestra de orina y de heces – éstas últimas mera rutina. Finalmente, la cereza en el pastel: la aceptación irrestricta para colocarse en la muñeca izquierda el brazalete. Debían admitir que lucía espléndido. Variedad de colores e incluso apps para corredores o amantes de la música. Era sin más un formalismo. En caso de emergencia, el envío de los agentes de la CIT, los Equipos de Intervención en Casos de Crisis, se daría sin tanto contratiempo. La ingenuidad fue asquerosa. Ya se corrían rumores de que los tales equipos eran protocolo para quedar bien con Human Rights Watch. No obstante, tal vez lo que motivó a los cientos de pacientes fueron los discursos recurrentes en la tele. Una joven esbelta portando un brazalete y vanagloriando la osadía de su rescate del suicidio, por parte de un agente de la CIT. Un veterano, quien peleara en Siria, llorando en su silla de ruedas, al estilo Tom Cruise, compartiendo la valiosa ayuda del equipo de terapeutas de CIT, quienes le escucharon cuando no tenía a quien acudir. La madre de un adolescente esquizofrénico comprando el brazalete con su hijo y éste luciendo extasiado con sus amigos saludables. Era todo un espejismo. ND6789. Al escuchar la voz masculina, Alonso se estremeció, pero solamente lo necesario. Estaba tan acostumbrado a responder a este código. En ese momento, recordó justo el estuche de su primer brazalete. ND6789. Y ahora sintió bruscamente las manos ásperas del agente friccionando su muslo. Era hora de la inyección. No quiso abrir los ojos. Quería sentirse fuera de ese lugar. Quería maldecirse. Quería haber podido esconder mejor el medicamento. A quién engañaba, pensó. Ellos lo sabían todo. Simplemente se estaba auto-engañando. Despertó al oír nuevamente la voz y al sentir movilidad en su cuerpo. Sabía que era hora de tomar el sol. Era hondureño, mas solo de recuerdos. Su madre lo había concebido y parido como parte de su sobrevivencia en tierra gringa. De nada le valió. Igual había sido aprisionado. Alonso abrió los ojos y el dolor en la retina era insoportable. El mismo se había negado abrirlos, desde la última vez que lo privaron de sueño. Se incorporó en la camilla y veía sombras de hombres caminando como zombis hacia la puerta que daba al patio. Mecánicamente hizo lo mismo. Al llegar y sentir los flashes recordó que todo era una farsa. La hora de sol era para cumplir con el circo del respeto a los derechos humanos. Ya solo había tres fotógrafos. Quince años antes era otra historia. No quiso caminar, estaba a punto de caer en la banca, cuando sintió una fuerte mano sosteniéndolo. Debes caminar. Se te van atrofiar más las piernas. Alonso no conocía al extraño, pero había familiaridad en su voz. Se dejó llevar. Caminaron juntos en círculo. El extraño no dijo nada y tampoco Alonso. Era el único contacto que tenían en seis meses. Y ambos estaban al tanto que sería el último. Luego de los comerciales instaurados en el inconsciente colectivo, todo cambió drásticamente. Los brazaletes se fueron convirtiendo en símbolos externos de anormalidad. El gobierno dejó caer las bombas. Era muy caro estar sosteniendo con los impuestos del pueblo a los enfermos mentales. Los medicamentos eran vulgarmente costosos. Los manicomios, antes llamados centros comunales de descanso, exigían más de lo que retribuían. Una salida debía llegar. Estados Unidos debía costear las cinco guerras en las que estaba inmerso. Así la prioridad bélica, no había posibilidad de socorrer la recuperación de los incurables enfermos mentales. Al principio fueron los sociópatas, luego los esquizofrénicos. Después de un juicio fugaz, de declaraciones prediseñadas de expertos en la materia, quienes alegaban la incapacidad de la reparación de los insanos, éstos fueron desechados. Se dieron manifestaciones por doquier, pero los focos de luchas eran tantos en un mundo hecho tan mierda que luego de dos años, nadie parecía inmutarse. No fuera a ser que un brazalete les hiciera compañía. Poco a poco, la CIT pasó a ser un espejismo aún más simplón. Los agentes fueron cada vez menos y la policía era quien se encargaba de dar respuesta a llamadas de emergencia que involucraran a enfermos mentales. Al inicio eran trasladados, luego la brutalidad policial era inmediata y a vista pública. Al menos tres casos por semana de tiros a la cabeza eran reportados. Ni siquiera el gremio de siquiatras protestó. Ellos en pactos por debajo de la mesa, seguirían tratando depresiones crónicas, decepciones amorosas y suicidas incompetentes. Había suficiente para vivir. Medicamentos de por vida y citas a alto precio por toda la eternidad. ND6789. Alonso escuchó nuevamente la voz y sintió el cronometro en su brazalete. Tenía menos de cinco minutos para llegar a la camilla, antes de sentir la electricidad carcomiendo por enésima vez sus ligamentos. Con dificultad, alcanzó llegar y se colocó boca arriba. Maldijo en silencio, pero no lloró. Sintió el magneto reteniéndole nuevamente el cuerpo. Era cuestión de meses para que fuera desechado. Apretó los parpados para intentar dormir, pero antes quiso recordar su efímero tiempo de libertad. Contactó al housekeeping, por medio de un amigo. Ya había oído hablar de ellos. Se encargaban de hackear la base de la CIT. Borraban cualquier expediente a cambio de una exorbitante suma. Suprimida la información, el brazalete podía ser removido. Alonso vendió su riñón y consiguió el dinero. Tenía claro que debía dejar alguna suma no moderada para el medicamento, ya que no podría conseguirlo nunca más de forma no clandestina, sin ser sujeto de persecución por violar la ley de salud mental. Estuvo sin brazalete por algún tiempo. No el necesario. Cambio de trabajo, de novio. A su madre la veía a la distancia salir a pasear al perro. Ella también portaba brazalete. Y portaba además la valentía de la cual él carecía. Su madre asistía a mítines de la poca resistencia contra la ley de manejo de la salud mental. Seguramente por eso la recluyeron. Al no saber de ella, Alonso supo que no la vería más y experimentó asco de su cobardía. En ese momento intentó llorar, pero escuchó nuevamente su código. No debía responder. Estaba ya familiarizado con la rutina. Gritar el código para causar temor a los otros. ND6789, la orden de desecho ha sido dada. Pero tiene suerte; no será sometido a tortura. Agradézcalo a que la guerra nos está quitando mucho tiempo, sino nos hubiéramos dado el gustico con su sensibilidad. Alonso quiso escupirlo. No había razón. Sí era afortunado. Cuando su madre fue retenida, llegó a él de una manera extraña la libreta que ella guardaba. En sus páginas, se explicaba todo. Los brazaletes eran la entrada a una taxonomía táctica de la locura. Los locos que servirían para experimentos de prueba y error, los locos para el coco washing y potencial como soldados desalmados. Los locos pasivos, los locos contestatarios. La disposición final vendría eventualmente a cada grupo en el momento de su obsolescencia según los propósitos del sistema. ND6789, ¿por qué carajos sonríe? Alonso no contestaría. Aun cuando había sido cobarde toda su vida, su disposición final se había firmado por su acción directa durante los últimos cinco años. Luego de leer las líneas de la BPD1001, su madre, supo que tenía que accionar. En la clandestinidad, inició a boicotear la conexión entre la base de datos de la CIT y la CIA. Ayudó a cientos a cruzar la frontera sur para emigrar a tierra libre de persecución por condición mental. México, Centro América, pero más al Sur, ahí no conocían el uso de los brazaletes. Desde que las políticas sociales se expandieron desde dos mil veinte con los gobiernos progresistas. El Sur cambió. No más mundo patas pa’ arriba, al menos en ese lado del hemisferio. Incluso la predecible Costa Rica votó en 2014 en segunda ronda por la coalición y le dio un giro a su historia. La madre de Alonso emigraría sin saberlo a su condenación y a la de su hijo. Si tan solo la América Latina hubiera dado atisbos de liberación en ese momento. No culpaba a su madre. Alonso Quijano no culpaba su suerte. Comprendió en ese momento que su locura lo hacía libre. Libre de un sistema enajenante, contaminante. Ser loco lo hacía libre. Atado por un magneto, controlaban su cuerpo, pero no su mente. Claro, no era ingenuo. Estaban trabajando en ello; era cuestión de tiempo. Al menos con él, no pudieron. Cuando tiraron la puerta de su departamento, Alonso no fue por el medicamento. No intentó tirarlo en el inodoro. Sabía que ellos sabían. Alonso Quijano corrió a triturar el chip que contenía a todos los que habían cruzado la frontera. Así logró aceptarse. Sería apresado, pero eso ya no importaba. Y ahora boca arriba, la epifanía: decidió no esconder el medicamento. Decidió declararse loco, en un mundo donde la locura era simplemente una forma de clasificar lo diferente. Una estúpida creación científica para seudo-explicar verticalmente una normalidad ridículamente inventada. ND6789, ¿tiene algo que decir para el protocolo y no se lo preguntaré otra vez? Alonso decidió callar. Callaría y con eso ganaría una batalla de la cual supo hasta hace poco que era combatiente. Agente, sírvase entonces leer la sentencia. ND6789, su condición neurótica atenta contra la constitución de los Estados Unidos de América e impide el libre desarrollo de un país declarado libre de locura. Por lo tanto, en aras de la cordura necesaria para la preservación de los americanos, sea usted desechado. Qué quede en actas, que el cerebro del ND6789 deberá ser sometido a un escrutinio exhaustivo. Aún no logramos esclarecer cómo borrarle la estúpida sonrisa. …

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