Por Edgar Espinoza
Ya no sé si siento indignación o lástima por la presidenta Chinchilla. De lo que sí estoy seguro es que siento una enorme pena por nuestro querido país que no se merece este desastre gubernativo rayando ya en el ridículo mundial.
Una mandataria que en menos de dos semanas es proclamada por una revista de modas como la mujer internacional más chic y mejor vestida del orbe, que se codea con el presidente Barack Obama a niveles de “primermundista” y que de repente la sorprenden ingenuamente montada en un jet que huele a narco, no es para nada normal en una nación tan recatada como la nuestra.
En la intimidad de su silencio ¿qué dirá Obama de una presidenta a la que acaba de visitar y en un santiamén se le caen tres de sus jerarcas de élite por un vínculo, accidental o no, con supuestos capos de la droga? ¿Qué dirá Ollanta Humala, gobernante peruano, de una primera dama que mezcló la invitación a una boda con la Alianza del Pacífico? Y ¿qué dirá Cristina Fernández viuda de Kirchner, mandamás argentina, de su colega tica que le está “robando pasto” en materia de glamour y farándula política internacional?
En el ámbito doméstico, igual. Una sucesión de desatinos de parte de doña Laura tiene al país en vilo, desde Calero, imperdonable mordisco histórico a nuestra soberanía, hasta el contrato de la vía San José-San Ramón, pasando por platinas, trochas, el malogrado plan fiscal, malacrianzas presidenciales, choques con su propio partido, una CCSS en coma, un ICE con respiración asistida y un MOPT siniestro, entre otras perlas. O sea, son muchas cosas a la vez y, la verdad, esto ya es demasiado para el país más feliz.
No en vano desde hace tiempo los sondeos, encuestas de opinión, redes sociales y movimientos cívicos virtualmente destituyeron a doña Laura como presidenta. Incluso su propio partido. Y del montón de funcionarios de su gabinete que se han ido o han sido removidos a otros cargos por tortas y retortas es casi la única que sobrevive gracias a un sistema político que la salva de ser devuelta a casita.
Siento indignación con doña Laura por lanzarse a una aventura nacional por pura vanidad política, obra de la ocurrencia y el disparate y para la que jamás estuvo preparada. Se dejó llevar por la lujuria del poder sin importarle o ignorando que asumía un país cuesta abajo, que exigía mucha sabiduría para sacarlo del hueco en que lo metieron sus antecesores.
Si su comienzo fue malo, su final se me antoja peor. En junio del 2009, alucinada por su elección como candidata a la presidencia, se dejó decir que inspiraría un eventual gobierno suyo en la obra de su mentor y embarcador don Óscar Arias Sánchez. Seis meses después, a principios de enero del 2010, cuando supuestamente éste pretendió dictarle las pautas de la campaña, doña Laura le devolvió los peluches y se quedó a merced de su suerte.
Esa Laura sola, sin plataforma política ni tabla de náufrago y con una mesa servida de hueso y pellejo, fue nefasta para el país. Se rodeó de gente que a veces parecía ser más su enemiga que su aliada, aunque a la larga el problema no era la gente sino ella misma, pero en todo caso dañinos todos para los intereses nacionales. Lo que acabamos de presenciar con el jet de marras en un viaje mitad matrimonial, mitad presidencial, es otra prueba fehaciente de un gobierno improvisado, sin rumbo y tremendamente endeble.
Y para peores, la presidenta que hemos visto en las últimas semanas está irreconocible: peleada con el país, esquiva con la prensa, huyendo por las puertas traseras, malhumorada, reacia a escuchar el clamor del pueblo y justificando lo injustificable. Incluso le hemos notado cierta rebeldía y resistencia a aceptar lo obvio y la desatinada conducción que está haciendo del país.
Encima, lo que queda de su gabinete está desmoralizado y sin ningún estímulo para hacer obra, si es que le queda alguna entre manos. Además, en las actuales circunstancias aceptarle a ella un cargo público es cosa de suicidas, y en el mejor de los casos, de gente misericordiosa. Yo a veces me pongo en sus zapatos y me pregunto si ella será consciente de todo esto, o si creerá que su gestión es una maravilla. Nunca lo sabremos. El poder es un afrodisiaco.
Lo que sí tenemos claro es que en el pasado lejano, ante situaciones parecidas, uno contaba las horas que le quedaban al presidente para que se fuera y viniera otro quizá mejor, pero ahora hasta esa esperanza hemos perdido. A doña Laura le queda menos de un largo año para dejar el poder, pero cuando vemos que, con el menú electoral que nos espera, quien la suceda podría ser igual o peor, la frustración es infinita. ¿Es que podría haber alguien mejor? ¡Qué pena por el país!
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