Cuando se hizo público que la presidenta Laura Chinchilla había viajado a Perú en un jet privado, al parecer prestado por una compañía transnacional vinculada al negocio del gas y el petróleo, tanto ella como su ministro de información, señor Chacón, insistieron que en esto no había ningún conflicto de interés. Conocemos muy bien las justificaciones que ofrecieron, por lo que no los repetiré aquí. Lo simpático de la cuestión –realmente sintomático- es constatar que ni la presidenta ni su ministro, parecían percibir nada irregular en el hecho de pedir y recibir dádivas por parte de empresas o sujetos privados. Luego la cosa cambió, al descubrirse lo del tipo vinculado al narco, pero ya esa es otra historia.
El tema me recordó a cierta coordinadora de una maestría en propiedad intelectual en una universidad pública. En cierto momento se hizo público que algunas tesis de graduación de los estudiantes de esa maestría, recibían financiamiento por parte de una poderosa farmacéutica transnacional que, como todas las de su especie, tiene supremo interés en fortalecer los barrotes de la propiedad intelectual sobre medicamentos. La señora del cuento –notable abogada- sostuvo y afirmó que ahí no había nada malo, cuando más bien era una “valiosa contribución” por parte de tan “desprendida” empresa.
Más folclórica fue la pintoresca historia de cierta diputada liberacionista que acostumbraba irse de picnic utilizando de a gratis una avioneta de propiedad publica. O cierto presidente ejecutivo del ICE que acudió a la boda de la hija de un diputado, bien acomodado en un helicóptero pagado con recursos públicos.
Nada folclórico resultaba, sin embargo, el caso del expresidente Calderón Fournier en relación con su participación en el siniestro affaire “Caja-Fischel”. Y, sin embargo, este sujeto siempre ha sostenido que su bien demostrada participación se redujo a gestiones por completo normales, nada censurables.
¿Qué hay de común en todos estos casos? Básicamente una cosa: el convencimiento de que lo que así se hacía, no tenía nada de reprochable, ni menos aún de punible. Utilizar aviones graciosamente proporcionados por una compañía extranjera; financiar tesis de maestría por parte de una gran farmacéutica; hacer “amables” gestiones para “facilitar” ciertas compras por parte de la Caja del Seguro Social; irse de paseo a costa de las arcas públicas en avionetas o helicópteros. Todo eso ha sido visto como asunto cotidiano, tan inocente como echarse una siestita en el bus o comerse su empanada de papa. No es tema que amerite ninguna indagatoria meticulosa, ninguna reflexión medio problematizante ¿A quién se le ocurre hacerse cábalas cuando quiere rascarse la nariz?
Así esta gente piensa y siente respecto de ese tipo de asuntos: tan insignificante como tragarse un sorbo de agua.
Se trata de un proceso de naturalización de la corrupción: como la lluvia en el invierno o los atardeceres en rojo y oro del verano. Por ello mismo se la ejecuta mecánicamente. Igual que cuando uno conduce un auto: no necesita pensar para maniobrar con el volante, simplemente lo hace. Pues esta gente no necesita pensarlo: simplemente lo hace.
La corrupción deviene así un estilo de vida y todo un ethos de la política: la define, la caracteriza, la peculiariza, la conduce. La política es, ella misma, corrupción, porque esta gente no concibe ni practica la política de otra forma que no sea a través de la corrupción.
Ello da lugar a una suerte de dinámica o inercia estructural: las cosas se hacen normalmente para que alguien salga beneficiado, sin que ello necesariamente garantice que también haya beneficio para la colectividad. Si éste se da, es como al modo de un resultado azaroso, una vez que alguien en particular se garantizó un buen premio.
Pero cuando digo estructural, con ello sugiero además que permea el hacer político en forma perdurable, como al modo de una lógica sostenida en el tiempo. Así, lo que vemos es un fenómeno repetitivo: este tipo de manifestaciones de corrupción se repiten una y otra vez, a lo largo de varios gobiernos, y, como es obvio, también en gobiernos y por parte de personajes del partido Unidad Socialcristiana, y no solo de Liberación. En lo que a este último atañe, baste recordar algunos hitos que retratan con claridad lo que fue la segunda administración Arias. Por ejemplo: la criminal manipulación politiquera de la Caja Costarricense del Seguro Social; el infame decreto de interés público a favor de la minería a cielo abierto en Crucitas; o el oscuro “affaire” de las consultorías pagadas con dineros del BCIE ¿Es que los hermanos Arias han reconocido alguna responsabilidad respecto de estos hechos? Claro que no lo hacen, porque ellos también viven la corrupción como un hecho natural: aprendido, interiorizado y ejecutado maquinalmente, como pedalear en la bicicleta una vez que uno aprendió a hacerlo. Lo cual, como es obvio, no les quita una onza de culpa y responsabilidad.
Entonces, metafóricamente uno podría decir que el PLN y el PUSC son partidos que llevan en sus genes y circulando en el torrente de su sangre la corrupción. Si el condicionamiento genético hace que uno deba comer algo cada día, igual esa suerte de “condicionamiento genético” de estos partidos y sus dirigentes, les hace actuar, cotidianamente, en forma corrupta.
Pero el asunto es más complejo y va más allá del ámbito público y político. Es fácil multiplicar los ejemplos. Como cierto empresario de quien se hicieron públicas sus grandes deudas con la Caja. Su justificación: “…de por sí, la Caja no sirve”. La trocha fronteriza, la carretera a Caldera o el aeropuerto, son casos donde intereses privados han usufructuado –pero sin gota de escrúpulo- de recursos de la colectividad. Los fenómenos generalizados de evasión tributaria e incumplimiento de las cuotas de la seguridad social son igualmente asumidos con la frescura de quien considera que robarle a la sociedad es cuestión natural, lo propio de sujetos “inteligentes”.
Claro que en los tiempos previos al neoliberalismo existía corrupción. Pero es muy plausible que el asfixiante ambiente ideológico que éste ha impuesto, ha contribuido poderosamente a naturalizarla. Recordemos que esta ideología proclama y exalta que lo único que vale en la vida es el dinero, el consumo, el despilfarro y el poder. Los partidos políticos –y en especial aquellos que son portaestandartes del neoliberalismo- han quedado completamente atrapados en esa lógica perversa.