Señor Cestmir Sajda, Presidente de la Conferencia;
Señor Juan Somavia, Director General;
Señores Vice Presidentes de la Mesa;
Señores Representantes del Sector de los Trabajadores;
Señores Representantes del Sector de los Empleadores;
Señores Representantes del Sector Gubernamental;
Señoras y señores,
Quisiera agradecer a Juan Somavia su atenta invitación para dirigirme a esta Conferencia Internacional de la Organización Mundial del Trabajo. Me complace particularmente que esta oportunidad se haya dado al inicio de
mi gestión, cuando por segunda vez tengo el honor y la responsabilidad de gobernar a la más antigua democracia de América Latina. Me satisface porque siento una gran afinidad y una gran sintonía con los valores y principios que la Organización Internacional del Trabajo promueve y porque creo firmemente que es en estos valores y principios donde residen las claves más profundas para hacer posible una convivencia humana civilizada.
Como ustedes saben, he dedicado una buena parte de mi vida a luchar por la paz, la reconciliación, el desarrollo humano, el diálogo respetuoso en democracia y la justicia social. Estos son los mismos valores fundamentales consagrados en la Constitución de esta organización desde su creación, valores por los que ustedes trabajan a diario y a cuya concreción la OIT ha contribuido y continúa contribuyendo de múltiples maneras. Por sus aportes en promover estos valores y por su compromiso permanente de hacer una diferencia en la vida de los trabajadores, esta organización también recibió el Premio Nobel de la Paz. Ello no es casual.
En efecto, existe una vinculación necesaria entre el empleo decente y la paz, entre el trabajo y la defensa de la dignidad humana. El derecho al trabajo es un derecho fundamental, y sin respeto a los derechos fundamentales la paz no es sino una quimera.
La OIT y Costa Rica comparten un credo común. Al defender el diálogo social, la paz y la democracia, esta casa alberga lo mejor de la experiencia histórica de mi país. Al aspirar a reducir la pobreza, eliminar la discriminación y la exclusión social, y promover el empleo y el trabajo decente para todos, esta casa da abrigo a los más caros sueños de mi pueblo. Por ello, por dar techo a lo mejor del pasado y a lo mejor del futuro de Costa Rica, esta casa la siento como la mía.
Nos convocan en este recinto retos grandes y urgentes. Nos convoca la preocupación de cómo avanzar hacia una globalización más justa, de cómo reaccionar ante los vertiginosos cambios tecnológicos y económicos que presenciamos. En ello, el director de esta organización y todos ustedes han hecho una labor encomiable. Porque la OIT se ha convertido en un referente inevitable en los temas sociales en un mundo globalizado.
Mediante la negociación de convenciones internacionales y de un nuevo enfoque que reconoce la centralidad del trabajo decente en las políticas económicas y sociales, la OIT está haciendo más que nadie para que la dimensión social de la globalización no sea relegada al olvido ni subordinada a los imperativos de la acumulación económica. Ese es un recordatorio fundamental, que el Gobierno de Costa Rica no sólo apoya enérgicamente a nivel discursivo sino también a través de acciones concretas.
El mejor apoyo que se le puede brindar a una organización como la OIT, es trabajar porque los lineamientos que emanen de ella sean puestos en práctica y respetados por cada ordenamiento nacional.
Una globalización más humana no se construye con palabras. Se construye con un compromiso ético constante y con el valor para tomar decisiones difíciles y abrazar causas frecuentemente controversiales. La humanidad ha llegado a una encrucijada y debe tomar decisiones cargadas de implicaciones morales.
Lo que no podemos hacer ni como ciudadanos, ni como formadores de opinión, ni como intelectuales, ni mucho menos como gobernantes, es evadir nuestras responsabilidades.
No podemos confiar ciegamente en que los inmensos cambios científicos y tecnológicos de nuestra era resolverán automáticamente los grandes dilemas de la especie humana: el de cómo preservar la vida en el planeta, cada vez más amenazada por la codicia y la falta de previsión; el de cómo hacer posible una convivencia civilizada entre los pueblos, cada vez más acosada por lo fundamentalismos políticos y religiosos y por el debilitamiento de la legalidad internacional; el de cómo realizar el precepto de que todos somos hijos de Dios e iguales ante sus ojos.
Este precepto es negado en la práctica por los crecientes niveles de desigualdad a escala global y por fenómenos de miseria que, a pesar de los progresos logrados, continúan siendo incompatibles con todo lo que decimos profesar.
Nada de esto se resolverá solo, porque está demostrado que ni el progreso económico ni el progreso científico conllevan necesariamente una elevación ética de la humanidad. El progreso ético no es inevitable. No se le espera como al paso de un cometa. Se requiere desearlo y construirlo con todas nuestras fuerzas.
Progresamos éticamente cuando ponemos al trabajo decente y a la defensa de la dignidad humana en el centro de nuestras políticas públicas. En la reciente Cumbre de los países de la Unión Europea, América Latina y el Caribe, el Secretario General de las Naciones Unidas Kofi Annan, pronunció un admirable discurso que enfatizó la preocupación esencial de la OIT, que es también la mía.
Dijo el Secretario General:
“Existe una urgente necesidad de dar prioridad al empleo en la toma de decisiones. En los debates tradicionales sobre políticas, se suele tratar la creación de empleos como una consecuencia inevitable del crecimiento económico. Y como resultado de ello, la formulación de políticas económicas se ha centrado más en controlar la inflación y aumentar la productividad, que en crear empleos. Sin embargo, existe evidencia contundente que el crecimiento por sí solo, aunque crucial, no siempre conlleva la creación de suficientes empleos.
Debemos reevaluar nuestro enfoque y ubicar la creación de empleo justo a la par del crecimiento económico en las políticas económicas y sociales, tanto a nivel nacional como internacional.
Por ejemplo, cada vez que se discuta la conveniencia de determinadas políticas macroeconómicas, debe existir una constante pregunta, un reflejo institucional, que plantee. ¿Qué puede hacer esta política por el empleo?”.
La preocupación por hacer de la creación de empleo decente una meta global no basta. Es preciso traducir esa preocupación en estrategias efectivas en el plano concreto, nacional e internacional. Eso, como todos sabemos, no es fácil. Sin embargo, la experiencia reciente nos indica que existen algunas tareas estratégicas que son vitales para crear trabajo y para combatir el desempleo. Aquí les plantearé dos de ellas: invertir en educación y propiciar el libre comercio entre los países.
No existe peor obstáculo para la creación de empleos decentes que una educación deficiente. En América Latina, uno de cada tres jóvenes no asiste nunca a la escuela secundaria. Mientras tanto, en Africa Subsahariana una tercera parte de los niños ni siquiera llega a las aulas de la escuela primaria.
Eso es no sólo una ofensa a nuestros valores, sino un crudo testimonio de la falta de visión económica de algunas sociedades. Hoy, más que nunca, debemos entender que los fracasos en la educación de hoy, son los fracasos en la economía de mañana.
Combatir estos problemas es un desafío y una responsabilidad que le corresponde primordialmente al Estado. Como gobierno, debemos aspirar a tener profesores cada vez más capaces, más comprometidos y mejor remunerados, condiciones de las que depende la suerte de todo sistema educativo.
Debemos hacer la inversión que sea necesaria para mantener nuestra infraestructura educativa en una condición adecuada y abastecer nuestras escuelas con mejores recursos, en particular computadoras y redes de conectividad.
Debemos realizar grandes sacrificios para que nuestros estudiantes puedan aprender varios idiomas. Si nuestros países desean ser exitosos en un mundo dominado por la industria basada en el conocimiento, la destreza lingüística es una necesidad absoluta.
Además de todo lo anterior, es primordial asegurar la plena equidad de género en el acceso a la educación.
Como es ampliamente sabido, el acceso de las mujeres a la educación y los niveles de escolaridad de la población femenina se cuentan entre los más poderosos factores de predicción del desarrollo humano de cualquier sociedad.
Asegurar un acceso equitativo a la educación es solo parte de nuestra tarea. Tenemos también que asegurar que la educación en las aulas sea conducente a la plena emancipación de las mujeres y no a la reproducción de su rol subordinado. Y también tenemos que hacer posible la compleja traducción de la equidad educativa en equidad en el empleo, un paso que dista de ser automático.
Aún en mi país, donde las tasas de matrícula y escolaridad de las mujeres son, de hecho, superiores a las de los hombres, la población femenina continúa siendo discriminada en el salario y en sus condiciones de trabajo. Eso es inaceptable.
Solucionar las carencias de los sistemas educativos en los países en desarrollo casi siempre demanda más recursos. Pero sobre todo requiere voluntad política y claridad en las prioridades de la inversión pública.
Tengo muy claro, en especial, que la lucha por mejores empleos a través de una mejor educación está muy ligada a la lucha por la desmilitarización y el desarme.
Es vergonzoso que los gobiernos de algunas de las naciones más pobres continúen apertrechando sus tropas, adquiriendo tanques, aviones y armas para supuestamente proteger a una población que se consume en el hambre y la ignorancia.
Mi región del mundo no escapa a este fenómeno. En el año 2004, los países latinoamericanos gastaron un total de veintidós mil millones de dólares en armas y tropas, un monto que ha aumentado un 8% en términos reales a lo largo de la última década y que ha crecido alarmantemente en el último año.
América Latina ha iniciado una nueva carrera armamentista, pese a que nunca ha sido más democrática y a que prácticamente no ha visto conflictos militares entre países en el último siglo. Decir que no contamos con recursos para educar a nuestros niños es hacer lo de aquel hombre pobre que se quejaba del hambre mientras repartía su pan entre las aves.
Peor aún, es un alarmante signo de ceguera histórica. Porque si la historia de nuestra región ofrece alguna guía, entonces no podemos más que admitir que los recursos que América Latina ha dedicado al gasto militar en el mejor de los casos se han dilapidado, y en el peor, han terminado sirviendo para reprimir al pueblo que los pagó.
En esto, creo que los costarricenses tenemos derecho a sentirnos orgullosos. Desde 1948, por la visión de un hombre sabio, el ex – Presidente José Figueres, Costa Rica abolió el ejército, le declaró la paz al mundo y apostó por la vida. Los niños costarricenses no conocen un soldado ni un tanque de guerra; marchan a la escuela con libros bajo el brazo y no con rifles sobre el hombro.
Si existe un viejo refrán que señala que “cuando se abre una escuela, se cierra una cárcel”, en Costa Rica creemos que “cuando se cierra un cuartel, se abre una escuela”. Cada vez que un soldado se despoja de su casaca militar, permite que muchos niños puedan ponerse el uniforme escolar.
Ese es un camino que ni mi país ni yo estamos dispuestos a abandonar. No sólo eso: es una ruta que queremos que sea la de toda la humanidad. Por eso, hoy les propongo una idea. Les propongo que entre todos demos vida al Consenso de Costa Rica, mediante el cual se creen mecanismos para condonar deudas y apoyar con recursos financieros internacionales a los países en vías de desarrollo que inviertan cada vez más en educación, salud y vivienda para sus pueblos y cada vez menos en armas y soldados. Es hora de que la comunidad financiera internacional premie no sólo a quien gasta con orden, como hasta ahora, sino a quien gasta con ética.
Otro elemento fundamental en la solución del problema del empleo es el comercio internacional. Sé que este recinto alberga una amplia gama de opiniones sobre las mejores formas de alcanzar un intercambio global que sea intenso y, a la vez, justo. Personalmente considero que el libre comercio es la vía más adecuada para lograr este objetivo.
Estoy convencido de que constituye un camino, que, si se transita correctamente, conducirá a la creación de más y mejores empleos para nuestros ciudadanos.
Costa Rica es un país de cuatro millones y medio de habitantes, uno de los más pequeños del mundo. Para un país como el mío y, de hecho, para todos los países en vías de desarrollo, no existe otra opción que profundizar su integración con la economía mundial.
Sólo si abrimos nuestras economías seremos capaces de atraer los flujos de inversión directa que complementen nuestras tasas de ahorro interno crónicamente bajas. Sólo si nos abrimos podremos acceder a los beneficios de la tecnología más avanzada y a procesos de aprendizaje productivo que terminan por beneficiar a nuestros empresarios locales.
Sólo si nos abrimos podremos desarrollar sectores productivos dinámicos, capaces de competir a escala internacional. Pero, sobre todo, sólo si nos abrimos podremos crear empleos suficientes y de calidad para nuestra juventud. Porque está ampliamente demostrado, tanto en América Latina como en Costa Rica, que los empleos ligados a la inversión extranjera y a las actividades de exportación son, casi siempre, formales y mejor remunerados que el promedio.
En épocas de globalización la disyuntiva que enfrentan los países en vías de desarrollo es tan cruda como simple: si no son capaces de exportar cada vez más bienes y servicios, terminarán exportando cada vez más gente. Venturosamente, eso lo entendimos hace ya mucho tiempo en Costa Rica y, por ello, somos uno de los pocos países en América Latina que no obliga a sus jóvenes a buscar trabajo más allá de sus fronteras.
En Costa Rica, la apertura gradual de la economía y la mayor interacción comercial con el mundo han probado ser estrategias de desarrollo viables y positivas. Nuestro ingreso per cápita ha aumentado significativamente en los últimos veinte años, el desempleo ha permanecido en niveles bajos pese a absorber una carga migratoria considerable y nuestras exportaciones se han diversificado muchísimo.
Hace veinte años nuestros principales productos de exportación eran el café y el banano. Hoy, el turismo y la exportación de chips de computadoras representan varias veces el valor combinado de nuestras exportaciones tradicionales. Nuestra economía ha dejado de depender de los vaivenes caprichosos del mercado de dos productos y, por eso, no es casual que Costa Rica sea prácticamente el único país de América Latina que no ha sufrido una gran recesión económica en más de dos décadas.
Estemos claros: la apertura de la economía y la búsqueda del libre comercio han sido positivos para mi país, no perfectos. Tenemos en Costa Rica crecientes problemas de distribución de la riqueza y unos niveles de pobreza que siguen siendo inaceptablemente altos. Pero peores, mucho peores, serían nuestros problemas si nos empeñáramos en regresar al pasado.
Por más que algunos nostálgicos se nieguen a reconocerlo, la dura verdad es que los experimentos autárquicos que fueron por mucho tiempo la marca distintiva de América Latina y de buena parte del mundo en desarrollo, sólo sirvieron para generar sectores productivos protegidos e ineficientes, aparatos estatales hipertrofiados y corruptos, y una proliferación de grupos de presión en permanente búsqueda del favor de la burocracia.
Ese es un pasado al que no debemos volver.
Ahora bien, ¿qué significa el libre comercio para los derechos de los trabajadores? Algunos consideran que la reducción de barreras económicas conduce por fuerza a un debilitamiento de los estándares laborales, al hacer de países que brindan menor protección a sus trabajadores destinos atractivos para las inversiones.
Yo no estoy convencido de que este miedo esté justificado. Cada uno de nuestros gobiernos debe insistir en que los tratados de libre comercio respeten los derechos laborales e incluso consideren ese respeto como una condición indispensable para cualquier acuerdo.
Por ejemplo, todos los países suscriptores del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y la República Dominicana, se comprometieron en ese instrumento a adoptar un conjunto de estándares laborales emitidos por la OIT. Se nos solicita reforzar esos estándares y acatarlos, pudiendo incurrir en responsabilidad internacional quien los irrespete. Este es un ejemplo de cómo el intercambio comercial puede implicar una incorporación de los países a una comunidad internacional que exige como cuota de ingreso el respeto a los principios y derechos fundamentales en el trabajo.
Para el Gobierno de Costa Rica no hay, ni puede haber, concesiones en la protección de los derechos de los trabajadores. Sé que algunos, irritados por decisiones tomadas con absoluta independencia por nuestros jueces –que afortunadamente disfrutan de un grado de autonomía desconocido en casi todo el mundo en desarrollo—, han tratado de crear la impresión de que en Costa Rica se impide el ejercicio de los derechos laborales y, en especial, el de las convenciones colectivas.
Esa es una imagen falsa, tendenciosa y totalmente inconsistente con nuestra larga tradición de defensa de los derechos humanos. Antes bien, deseo expresar aquí el compromiso de mi gobierno no sólo con la preservación y regulación del derecho de la convención colectiva, sino también con la aprobación de una reforma laboral que agilice los procesos judiciales para tutelar los derechos de los trabajadores.
Quiero que Costa Rica continúe siendo, ante todo, un país de derecho, en el que se respeten siempre las decisiones de los tribunales, pero en el que también éstos se encarguen de hacer realidad el principio de justicia pronta y cumplida para los trabajadores.
La liberalización comercial puede ser, pues, defendida por sus méritos y por sus efectos beneficiosos para los trabajadores. Pero quiero enfatizar que la defensa del libre comercio debe ser honesta y consistente. Debe buscar un intercambio comercial que, en efecto, sea igual de libre para todos los países. No es éticamente defendible la práctica de los países desarrollados de presionar por la eliminación de barreras comerciales sólo en los sectores en que cuentan con evidentes ventajas comparativas.
Los países en vías de desarrollo necesitamos y demandamos también libre comercio en la agricultura. Eso implica poner fin, gradual pero visiblemente, a los subsidios anuales de más de doscientos cincuenta mil millones de dólares que los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico brindan a su sector agrícola. Hasta que no avancemos en este tema, tendremos que seguir parafraseando la célebre expresión de George Orwell: en el libre comercio somos todos iguales, pero hay algunos más iguales que otros.
Los países en vías de desarrollo necesitamos ayuda al desarrollo y solidaridad de parte de los países industrializados, pero, sobre todo, necesitamos de ellos coherencia. Que si pregonan el libre mercado, entonces que éste sea, en efecto, libre. Que si defienden y practican en sus países admirables formas de justicia social a través de sus estados de bienestar, entonces que pongan una pizca de esa filosofía en práctica a escala internacional. Que si pregonan y viven el credo democrático en sus fronteras, que ayuden a traducirlo en una distribución de poder más balanceada en los organismos internacionales.
Para el mundo, las tareas de dar acceso universal a la educación y de avanzar hacia el libre comercio son demasiado difíciles para ser consideradas inevitables pero demasiado importantes para ser consideradas opcionales. Está en juego en todo esto mucho más que el simple crecimiento económico. En la medida en que ambas tareas son decisivas para la creación de empleos decentes, descansa sobre ellas el futuro de la democracia y el futuro de la paz.
No es coincidencia que muchas de las más graves amenazas a la paz y a la democracia que hoy enfrentamos, se originen en países con altas tasas de desempleo y subempleo. El fracaso en la implementación de políticas exitosas que permitan crear mejores oportunidades para la población joven, significará la trampa más segura contra nuestra seguridad. La frustración que se deriva de la falta de oportunidades conduce a nuestros jóvenes al radicalismo y a la violencia y termina por lesionar a la humanidad entera.
Como ganadores del premio Nobel, ambos sabemos que el trabajo decente se encuentra en el corazón de la paz, porque la paz no consiste en la simple ausencia de destrucción, sino en la tenaz vocación de hacer posible una vida digna para todos los seres humanos. La paz es eso: una tenaz vocación, un esfuerzo cotidiano, un trabajo constante. Hay algo que desearía que los políticos y los ciudadanos, los empresarios y los trabajadores, los soldados y los civiles, entendieran más que nada: la paz es la más honorable forma de esfuerzo y la más esforzada forma de honor.
Amigos míos:
La OIT ha venido llamando nuestra atención hacia la necesidad de reevaluar nuestros enfoques y ubicar el empleo productivo y el trabajo decente en el centro de nuestras políticas económicas y sociales, tanto nacionales como internacionales. Reconozco esta necesidad y acepto el desafío que impone. Es por ello que he puntualizado dos tareas estratégicas que son prioritarias para avanzar hacia esa meta.
Ya sea a través de la reducción de barreras comerciales o de un esfuerzo mundial para sustituir el gasto en armas por la inversión en escuelas, los trabajadores, los empleadores y los gobiernos del mundo se encuentran más vinculados que nunca. El destino de cada uno depende del otro, hoy como nunca antes. Esta es la razón por la que resulta vital el diálogo que desde la OIT se propicia.
Así es que hoy, en vísperas de la inauguración de la Copa Mundial, les dejo un último mensaje: es tiempo de pensar los unos en los otros, de pensar en cada trabajador, en cada sindicato, en cada cámara empresarial, en cada empleador y en cada gobierno del planeta como jugadores de un mismo equipo. Si así lo hacemos –al igual que espero lo hará Costa Rica mañana —anotaremos muchísimos goles en el marco del desempleo, de la pobreza, de la injusticia y de la guerra. Será tiempo entonces de celebrar nuestra victoria y de emprender, a la par de la OIT, nuevas batallas en la inacabable lucha por la dignidad humana.
Muchas gracias.
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English Version
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EMLOYMENT IS HE HEART OF PEACE
Speech by Oscar Arias
President of the Republic of Costa Rica
International Labor Conference
Palais des Nations, Geneva, Switzerland
8 June 2006
Ladies and gentlemen,
I would like to thank Juan Somavía for the kind invitation to take part in this conference of the International Labor Organization. It is a special pleasure to be here so soon after beginning my second term as president of the oldest democracy in Latin America. I feel a great solidarity with the values and principles of the International Labor Organization, values and principles that have at their heart the most profound truths of human coexistence, peace and development.
As you know, I have dedicated a great deal of my life to the pursuit of peace, reconciliation, development, dialogue, democracy and social justice. These are exactly the fundamental values consecrated in the constitution of this important multilateral organization, values for which the ILO has always worked and continues to work every day. For taking concrete action to promote these values, this organization likewise received the Nobel Prize for Peace. This did not happen by chance. In effect, there exists a fundamental link between decent employment and peace, between work and the defense of human dignity. The right to work is a fundamental right, and without respect for fundamental rights, peace can be no more than a dream.
The ILO and Costa Rica share a common creed. The defense of social dialogue, peace and democracy—in short, the best of the historical experience of my country—are hallmarks of this institution. By aspiring to reduce poverty, eliminate discrimination and social exclusion, and provide decent employment for all, the ILO gives shelter to the most precious dreams of my country. For this, for being a roof under which the best of the past and future of Costa Rica reside, this house seems like my own.
The challenges that face us as we gather here today are formidable and urgent. We are faced with the challenge of advancing toward a more just globalization, and the challenge of reacting to a series of dizzying technological and economic changes. In confronting these challenges, and in the quest to attune the ILO to the social aspects of globalization, the director of this organization, and all of you, have done laudable work.
The ILO has strengthened the world’s attentiveness to this social dimension through the negotiation of international conventions and through a new focus on the creation of more and better employment. The organization has pushed for the recognition of the centrality of decent employment in economic and social policy and as an indispensable element of poverty-reduction strategies. The government of Costa Rica is proud to give the ILO its strong support not only verbally but also through concrete actions. The best tribute one can give to an organization like the ILO is to put its ideals into practice at the national level.
For a more humane globalization is not built out of words. It is built out of a consistent ethical commitment and with a courage to make difficult decisions and embrace causes that can be controversial. Humanity has reached a crossroads and must make decisions that have moral implications. What we cannot do, as citizens, or opinion leaders, or intellectuals, or least of all as government officials, is evade these responsibilities.
As human beings, we cannot blindly trust the immense scientific and technological changes of our era to automatically resolve the great dilemmas of humankind. We cannot trust them to preserve our planet, increasingly threatened by greed and lack of foresight. We cannot trust them to make possible the peaceful coexistence of civilizations, civilizations which are increasingly endangered by political and religious fundamentalism and by the weakening of international law. We cannot trust them to promote the principle that we are all children of God and equal in His eyes. This principle is undermined by rising levels of inequality on a global scale, and by certain outcroppings of misery that continue to be incompatible with all we claim to profess.
None of these problems will resolve themselves, because it is clear that neither economic progress nor scientific progress necessarily entails ethical progress on the part of humanity. Ethical progress is not inevitable. We cannot wait for it like we wait for the passing of a comet. It requires that we desire it and build it with all our strength.
We will make ethical progress when we put decent employment and the defense of human dignity at the center of our public policies. At the recent Cumbre Europa-América Latina Secretary General Kofi Annan gave an admirable speech that emphasizes the essential preoccupation of the ILO and of mine. The Secretary General said:
“There is an urgent need to prioritize employment in decision-making. Traditional policy discussions treat job creation as an inevitable outcome of economic growth. As a result, economic policy formulation has focused more on keeping inflation in check and increasing output than creating employment. Yet there is mounting evidence that growth alone, while crucial for employment, does not always lead to enough jobs. We must re-evaluate our approach, and place job creation right next to economic growth in national and international economic and social policies. For instance, when discussing macroeconomic policies there should be an institutionalized reflex which constantly asks ‘what can this do for jobs?’”
The preoccupation with making the creation of decent employment a global goal is not enough. It is essential to translate this preoccupation into effective, concrete, national and international strategies. This, as you all know, is not easy. In any event, recent experience tells us that there are certain strategic tasks that are vital to the creation of jobs and to the fight against unemployment. Today I would like to discuss two of those tasks: investment in education and free trade between nations.
First, nothing prevents the creation of decent jobs like indecent education. In Latin America one out of every three children never attends secondary school. One out of every three children in sub-Saharan Africa never even attends primary school. This is not just an offense to our values, it is a crude testament to the lack of economic vision on the part of some societies. Now more than ever, we understand that the educational catastrophe of today is the economic catastrophe of tomorrow.
Combating these problems is a challenge and responsibility that falls squarely on the State. As governments, we must aspire to have teachers who are qualified, committed and compensated—conditions on which the success of the entire system of education depends. We must make the investment necessary to maintain our educational infrastructure and provide our schools with better resources, not the least of which are computers and networks. We must go to great lengths to make sure our students learn multiple languages. If countries are to develop a foothold in knowledge-based industries, language abilities are an absolute necessity.
Furthermore, we must ensure gender equality in access to education. Equal education for women is the surest path toward equal employment for women. Equal employment for women is one of the strongest indicators of a just society, and a key ingredient in growth, development and peace.
Assuring equal access to education is only part of our homework. We also must assure that the education women receive in the classroom is geared toward their emancipation and not toward the inculcation of a subordinate role. And we must also make possible the complete translation of educational equality into equal employment, a step that is far from automatic. Still today in my country, where the rates of enrollment and graduation are higher among women than men, the female population continues to suffer discrimination in terms of salary and working conditions. This is unacceptable.
Upgrading systems of education in both developed and developing nations of course requires the allocation of additional resources. But above all it requires political will and clarity in the priorities of public investment. The struggle for better jobs through education and skills training is deeply connected to the struggle for demilitarization and disarmament. It is shameful that governments of some of the poorest nations continue to hoard tanks, jeeps and guns to supposedly protect a population languishing in poverty and ignorance.
My region of the world is no stranger to this phenomenon. In 2004 Latin American nations spent a total of twenty-four billion dollars on weapons and troops, an amount that represents an increase in real terms of 8% over the last decade and an amount that has grown alarmingly in the last year. Latin America has begun a new arms race, regardless of the fact that the region has never been more democratic and that in the last century it has rarely seen military conflicts between nations. Saying we do not have the money to educate our children is like a poor man complaining of hunger as he throws his bread to the birds. Worse still is an alarming sign of blindness toward history. Because if the history of our region is any guide, we cannot help but admit that the resources Latin America has dedicated to military spending have in the best cases contributed to the poverty of those who bore the initial costs, and in the worst cases have ended up outright suppressing them.
In our resistance to this self-destruction, I believe that Costa Ricans have reason to feel proud. In 1948, owing to the vision of the wise former president José Figueres, Costa Rica abolished its military and declared peace on the world. Costa Rican children do not know soldiers or tanks; they march with books under their arms, not rifles on their shoulders. Echoing the old refrain, “When a school opens, a jail closes,” Costa Rica believes that “when a barracks closes, a school opens.” Each time a soldier sheds his military garb, it allows for many children to put on the uniforms of their schools.
That is a road that neither my country nor I are willing to abandon. And not only that: it is a route that we wish all humanity to follow. In order that this should be the case, today I propose an idea. I propose to you that we all give life to the Costa Rica Consensus, through which we create mechanisms to forgive debt and give international financial support to developing nations that invest more and more in education, health and housing, and less and less in soldiers and weapons. It is time that the international financial community reward not only those whose spending is orderly, as it has done till now, but also those whose spending is ethical.
Another key element in the solution to the problem of employment is economic cooperation. I know that in this room there are many diverse perspectives on how best to achieve global trade that is both free and fair. Personally, I see free trade not as a destination but as a road, a road that if travelled correctly will lead to more and better jobs for our citizens.
Costa Rica is a country of four and a half million inhabitants, one of the smallest on the planet. For a country like mine, and for all countries on the road to development, there is no other option apart from greater integration with the global economy.
Only if we open our economies will we be capable of attracting the sources of direct investment that complement our chronically low rates of internal savings. Only if we open our economies can we benefit from the most advanced technology and job training that bring benefits to local businesses. Only if we open our economies can we develop dynamic and productive industries, capable of competing on an international level. And, above all, only if we open our markets can we create jobs in sufficient numbers and of sufficient quality to meet the needs of our youth. It is clear at this point that in Costa Rica and Latin America, jobs tied to foreign investment are, almost without fail, steadier and better paid than the average.
In periods of globalization the dilemma that developing nations face is as difficult as it is simple: if they are not able to export more and more goods and services, they wind up exporting more and more people. Fortunately, we have understood this for some time in Costa Rica, and as a result we are one of the few countries in Latin America that has not seen vast numbers of our citizens leave to seek work abroad.
In Costa Rica, the gradual opening of the economy and the increasing commercial interaction with the world has proven the positive and viable nature of our development strategies. Our per capita income has increased significantly in the last twenty years, unemployment has remained at low levels regardless of considerable immigration, and our exports have diversified substantially.
Twenty years ago our principle exports were coffee and bananas. Today, tourism and the exportation of microchips account for several times the combined value of our traditional exports. Our economy has ceased to depend on the capricious market for two products, and as a result it is no coincidence that Costa Rica is the only country in Latin America that has not suffered a major recession in more than two decades.
Let us be clear: the opening of the economy and the search for free trade have been positive for my country, but not perfect. In Costa Rica there are growing problems relating to the distribution of wealth and the persistence of unacceptably high levels of poverty. But these problems would be worse, much worse, if we decided to return to the past. However much certain nostalgic individuals refuse to recognize the fact, the authoritarian experiments that were for a long time the hallmark of Latin America and a fair portion of the developing world served only to create protected and inefficient industries, inflate and corrupt the apparatus of the state, and proliferate interest groups permanently seeking the favor of the bureaucracy. This is a past to which we cannot return.
Now, what does free trade mean for workers’ rights? Some feel that bilateral trade barrier reduction will lead to a decline in labor standards by shifting jobs to countries where there is less protection for workers. I do not believe that on the whole this fear is justified. Each and every one of our governments must insist that trade agreements respect labor standards; this should be an indispensable condition for any agreement.
For instance, all the countries party to DR-CAFTA have adopted the core labor standards of the ILO. We are required to enforce these standards, or else we face fines or the loss of preferential trade benefits. This is just one example of how commercial exchange can lead nations to collectively demand respect for the fundamental principles and rights of labor.
For the government of Costa Rica there are not, nor can there be, concessions when it comes to the protection of workers’ rights. I know that some, annoyed with decisions made absolutely independently by our judges—who fortunately enjoy a level of independence unknown in almost all the developing world—have tried to create the impression that Costa Rica tries to stifle labor rights, especially the right to collective bargaining.
This is a false image, tendentious and totally inconsistent with our long tradition of defending human rights. Above all, I would like to express here today the commitment of my government not only to the preservation and regulation of the right to collective bargaining, but also to the approval of labor reform that facilitates judicial processes that protect the rights of workers.
I would like Costa Rica to continue to be, above all, a state that guarantees equal justice under law, which always respects the decisions of its tribunals, but one in which these entities strive to ensure prompt and complete justice for workers.
Commercial liberalization can be defended on the basis of its merits and its beneficial effects for laborers. But I want to emphasize that the defense of free trade should be honest and consistent. We must insist on commercial exchange that is in fact free and equal for all countries. The practice on the part of developed nations of pushing for the elimination of trade barriers in the sectors where they have comparative advantages is not ethically defensible.
Developing nations need and demand free trade in agriculture as well, and that means ending the subsidies of well over two-hundred-and-fifty billion dollars per year that OECD member states pour into their agricultural sector. Until we advance on this issue, we will continue to have to paraphrase George Orwell’s celebrated expression: in free trade everyone is equal, but some are more equal than others.
Developing nations need help and solidarity from the industrialized world, but above all, what we need from them is consistency. If they praise the free market, the markets in which they operate should actually be free. If in their own countries they defend and practice admirable forms of social justice through welfare states, then they should put this philosophy into practice on the international level. If they proclaim and practice the creed of democracy within their borders, they should support a more balanced distribution of power in international bodies.
For the world, the tasks of providing universal access to education and advancing free trade are far too difficult to be considered inevitable but far too important to be considered optional. There is more at stake than just economic growth. On the back of both education and free commerce rests the future of democracy and the future of peace.
It is no coincidence that some of the gravest threats to peace and democracy today originate in countries with high unemployment and underemployment. The failure to provide opportunities to young people is a gigantic detriment to security. The frustration that the lack of opportunities creates drives young people to radicalism and violence and ultimately serves to wound all of humanity.
As Nobel Laureates, we both know that decent employment lies at the heart of peace. Because peace is not just the absence of destruction, it is the persistent task of making possible a dignified life for all human beings. This is what peace is all about. Exertion. Work. If there is one thing I wish were more apparent to the presidents, generals, soldiers and civilians of the world, it is this: Peace is the most honorable form of exhaustion, and the most exhausting form of honor.
My friends,
The ILO has called the world’s attention to the need to reevaluate our approach and place productive employment and decent work at the center of our economic and social policies, both nationally and internationally. I recognize this need and I accept the challenge that it imposes. It is for this reason that I have highlighted two strategic tasks that are priorities for advancing toward this goal.
Be it through the reduction of trade barriers or a global effort to substitute spending on education for spending on arms, the workers, businesses and governments of the world are connected as never before. Our fate rests on one another as never before. This is why the social dialogue and shared vision that the ILO promotes are so important.
And so, one day before the labors of the players in the World Cup commence, I leave you with one final message: it is time to think of each other—of every worker, trade union, business and government on the planet—as playing on the same team. If we all play as a team—as I hope Costa Rica will tomorrow—we will rack up goal after goal against the adversaries of unemployment, poverty, injustice and war. There will be time then to celebrate our victory, and to begin, alongside the ILO, new battles in the unending struggle for the dignity of all humankind.
Thank you very much.
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Fuente: OIT