Albino Vargas Barrantes, Secretario General (ANEP)
Nos encontramos, en diccionarios digitales, estas dos definiciones de lo que significa la palabra plutocracia. La primera nos dice: “Forma de gobierno en que el poder está en manos de los más ricos o muy influido por ellos”. La otra, nos habla de “clase social formada por las personas más ricas de un país, que goza de poder o influencia a causa de su riqueza”.
Plutocracia, entonces, viene a ser una forma de oligarquía en la que una sociedad está gobernada o controlada por la minoría formada por sus miembros más ricos, según nos lo enseña la popular enciclopedia Wikipedia.
Uno de los aspectos más relevantes del denominado caso Cochinilla es que dejó en evidencia las identidades y los rostros de dos de los más importantes personajes integrantes de la plutocracia costarricense en la actualidad: Carlos Cerdas Araya y Mélida Solís Vargas.
Las revelaciones periodísticas de los últimos días, a propósito de ese gigantesco fraude, muestra a las claras el poder de influencia en la cosa pública que lograron los dueños, respectivamente hablando, de las empresas MECO y HSOLÍS, en sus relaciones político-corporativas con personajes de los gobiernos de los partidos de la corrupción: Liberación, Unidad y Acción Ciudadana.
La agobiante situación socioeconómica que aqueja a la mayoría del pueblo costarricense, especialmente su clase trabajadora, tiene que ver con el altísimo grado de concentración de la riqueza que ha experimentado el país, precisamente, en los años en que la plutocracia incrementaba el control ideológico-hegemónico de los gobiernos del tripartidismo neoliberal del PLUSC-PAC.
Y, particularmente, es en la actual gestión gubernativa de Carlos Alvarado Quesada, donde esa plutocracia muestra, más abiertamente que nunca antes, su cínico control de los poderes Ejecutivo y Legislativo, sin dejar de lado lo que está sucediendo a lo interno del Judicial (en cuyo seno parecen delinearse dos corrientes: la que sigue creyendo en los valores y principios de la Constitución política del 7 de noviembre de 1949; y la otra, más afín a la ideología macroeconómico-fiscal inherente al desarrollo del poder de influencia de la plutocracia).
Desde que Carlos Alvarado Quesada (el presidente peor calificado por la gente en los tiempos de la Segunda República), traicionó su mensaje de campaña y colocó -entre otras nefastas decisiones-, al hoy exministro André Garnier Kruze (otro connotado plutócrata), a su lado en la Casa Presidencial, quedó clarísimo cuál es real poder en la Costa Rica actual; y, por el contrario, dejó en evidencia el gigantesco reto que tienen los sectores cívico-populares y patrióticos, para ir hacia la construcción del contra-poder que haga de contrapeso al de la plutocracia.
Nuestra sociedad es hoy una de las diez más desiguales del planeta y la espantosa desigualdad reina llevando enorme sufrimiento a miles de hogares costarricenses.
La plutocracia y su mega-corporativismo empresarial (mucho del cual está inmerso en la corrupción, si vemos los últimos grandes escándalos como Aldesa, la trocha, Yanber, cementazo y ahora MECO-HSOLÍS -entre otros-), se encuentra lista para controlar e influir un nuevo período presidencial-legislativo (2022-2026); pues su poder económico le permite apostar tanto al PLUSC-PAC como a los partidos religiosos, tal y como lo vimos en las elecciones del 2018.
Ni Liberación, ni la Unidad, ni el PAC, ni los partidos religiosos (no importa las candidaturas presidenciales o diputadiles que se presenten en la boleta de votación del domingo 6 de febrero de 2022), van a romper con la plutocracia; es más, van a seguir controlados por ella.
El comportamiento político que hemos visto desde las elecciones del 2018 a la fecha, tanto el de Alvarado Quesada como el de la mayoría legislativa que coordina con él, el ataque a la gente; muestra gran congruencia en las cuestiones estructurales de la política económico-fiscal del país para sostener un orden que no es ni el de la promoción del bien común, ni el de la inclusión social y económica, ni el de las transformaciones tributarias estructurales que se ocupan para atajar el crecimiento de la desigualdad, ni mucho menos el que tiene que ver con el pavoroso endeudamiento público del país y su obsceno pago de intereses diarios (a razón de 11 millones de dólares cada 24 horas).
Ellos, la plutocracia, sus operadores políticos en los últimos gobiernos del tripartidismo corrupto, así como los soportes mediáticos del periodismo de odio que reproducen la visión de país que le sirve a esa plutocracia; han fracaso estrepitosamente en cuanto a generar una sociedad de reales oportunidades, de alto empleo, de integración económica de verdad. En realidad, no lo podían generar pues no está en su ADN de clase.
Por el contrario, los gobiernos controlados por la plutocracia en los últimos 20 años dejan al país, repetimos, en el top ten de los países más desiguales del planeta; dejan un país (entre otros fenómenos de injusticia), invadido por el crimen organizado y el negocio sucio del narcotráfico; dejan un país con una juventud desempleada y desesperanzada; dejan un país con alto niveles de corrupción mediando una alianza de negocios turbios público-privada (especialmente, en este caso, la del megacorporativismo empresarial). La gran pregunta es qué hacer por parte de la abrumadora mayoría ciudadana que ni somos integrantes de la plutocracia, ni a ella le servimos. El gran reto es cómo articularnos quienes no somos alineados, pero sí insumisos.