La víspera

Minutos más tarde, evocando el recuerdo de los sucesos de los últimos días, se congratulaba Mora pensando cómo hasta entonces las cosas habían marchado bien para la causa de los costarricenses: en Santa Rosa había quedado sepultado el prestigio militar filibustero; luego su ejército había avanzado sin mayores tropiezos hasta Rivas; sus hombres vigilaban de cerca la ruta del Tránsito. Si conseguía el levantamiento de los grupos que adversaban a Walker en las principales ciudades de Nicaragua; y si los ejércitos de Guatemala y El Salvador entraban por el norte, el yanqui y su gobierno títere tendrían los días contados; y Centroamérica habría dado una lección al mundo.

Era el premio de sus denodados esfuerzos y fatigas, emprendidos desde mediados de 1855, cuando pudo entender que los tratados de paz, amistad y libre comercio, suscritos por Washington con varios países de Centroamérica unos años antes, escondían un designio de colonización del istmo centroamericano; y que Walker encarnaba dicho proyecto, de la misma manera que Sam Houston lo había encarnado años antes en Texas. Y fue entonces cuando Mora inició a marchas forzadas la preparación de la defensa militar de Costa Rica y la persuasión de sus conciudadanos para que aceptaran los retos y los sacrificios de una empresa bélica, a la vez que denunciaba ante las naciones del mundo el peligro que se cernía sobre Centroamérica.

Mientras espera insomne el despuntar del nuevo día, don Juanito piensa en sus hijos, y en los hijos de todos los centroamericanos; y en el derecho de todos ellos a crecer dentro de las tradiciones y la cultura de sus mayores, en países libres cuyas líneas de desarrollo deberán siempre ser definidas por sus pueblos. Y piensa en particular en Costa Rica, su patria chica, a la que ha visto florecer esplendorosamente en sólo unos cuantos lustros: a la que él mismo y otros próceres han hecho florecer mediante gobiernos honestos y visionarios.

En la soledad de la noche, Mora repasa los hechos una y otra vez, y se reafirma en sus convicciones: no tienen razón los apaciguadores, los calculadores. Sabe que en Nueva York existe una compañía presidida por un tal Kinney, que exhibe títulos espurios, con la intención de ocupar la región de la Mosquitia; y sabe que los agentes de Walker han iniciado la venta de acciones sobre los territorios conquistados por éste. De sólo pensarlo llora de indignación: “Pronto verán los esclavistas a dónde los llevará su codicia. ¿Imaginan ellos que permitiremos sus rapiñas y usurpaciones? ¿Que permitiremos su metalizado y sórdido gobierno? Ellos y sus valedores criollos van a aprender la lección: ¡no se entrega la Patria: sus riquezas y su futuro pertenecen a sus hijos! ¡No se negocia la soberanía de los costarricenses! ¡La fiereza y el heroísmo demostrados por el pueblo en Santa Rosa fortalecen mi convicción de que los terrenos de Costa Rica sólo se podrán adjudicar al invasor cuando haya muerto el último de los naturales!”.

Yo sé que don Juanito pensaba todo eso en la madrugada del 11 de abril de 1856. Y también sé que no lo pensaba sólo en relación con sus contemporáneos: ¡lo pensaba también para nosotros!

*Profesor de Derecho.


Fuente: Tribuna Democrática.com
28 de setiembre de 2010

La nacionalidad

En todo caso es necesario advertir que la nacionalidad es algo que participa relativamente del principio de identidad de Parménides y del flujo esencial de Heráclito; es una modalidad de ser fácilmente apreciable en cualquier momento dado, a la vez que un estilo de sensibilidad, de respuesta y de acción que evoluciona. Dicho en pocas palabras, la nacionalidad es simultáneamente una y diversa.

La nacionalidad costarricense o identidad nacional, sinonimia actualmente socorrida, es resultado de un proceso cuyo origen se oculta en los lejanos tiempos de la Colonia. En ésta se dan las circunstancias que propician el inicio de la gestación centenaria de la nacionalidad. En el tiempo, la primera de estas circunstancias es la enorme distancia que separa, a esta provincia, de la sede gubernativa del Reino de Guatemala. Hay otros factores concomitantes en el proceso que aquí se contempla. Oficia, como factor muy calificado, la flacidez de las relaciones entre el gobierno de la provincia y sus gobernados. Tomás de Acosta y Juan de Dios de Ayala se sitúan en esa línea, para citar solo dos últimos de los jerarcas españoles, primero durante las postrimerías de la Conquista y luego durante la Colonia. Encabeza esa lista Juan Vázquez de Coronado, el recto y magnánimo conquistador salmantino, fundador de la ciudad de Cartago.

Ingredientes de la connotada alquimia de esta nacionalidad son: las condiciones geográficas, humanas y, diríase, políticas, bajo las cuales hacen su tarea los alcaldes mayores, los gobernadores y los pobladores de la última provincia sureña de la Capitanía General. Para los actores, en el primer escenario del proceso, la situación no es, en general, siquiera estimulante; mas para beneficio futuro, ese mismo escenario, esas mismas escenas, devienen fértil sementera donde germina y ofrece su primera cosecha la identidad nacional.

Viene la Independencia. El pueblo que de pronto sabe que es libre, se comporta con una sensatez, una templanza, una serenidad que no dan lugar a sentimientos tortuosos de venganza antihistórica que, ciertamente, tampoco antes de ese momento se han gestado. Esta limpidez emotiva facilita que, incontinenti, se adopten las medidas para proveerse, en el ínterin, o sea, el de los nublados del día, de una normativa que le permita, al pueblo de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad junto a las villas y comarcas de la Provincia, diseñar un instrumento que rija su vida en libertad. Se convoca a la Junta de Legados y ésta, al cabo de sus deliberaciones, aprueba el Pacto Social Fundamental Interino de la Provincia o Pacto de Concordia, el 1° de diciembre de 1821. Todo tiene lugar en un tiempo récord, escasos treinta días. Siguen las acciones que tienden a completar y perfeccionar el documento, lo cual conduce al Primer Estatuto Político de la Provincia (marzo de 1823) y, en mayo del mismo año, el Segundo Estatuto Político. El Pacto de Concordia, según el acucioso historiador Hernán G. Peralta, es realmente la primera constitución política del país.

En un marco nuevo de ideas que no van a calar hondo que trascienden el realismo del Pacto Social Interino de 1821 y, acatando los mandatos contenidos en la Constitución Política de la República Federal Centroamericana (Guatemala, noviembre de 1824), se emite en Cartago la Ley Fundamental del Estado de Costa Rica (enero de 1825). Es sobradamente conocido que este régimen federal no funciona nunca. Si bien es cierto inactivo, se mantiene hasta la promulgación de la Constitución Política de 1848, en la que se declara, artículo 2) que la República de Costa Rica es soberana, libre e independiente.

Se hace alusión general a los acontecimientos ya bien conocidos, para destacar el avance del proceso de identificación nacional, el que sin duda sustenta un paso extraordinariamente maduro hacia la definición del destino ulterior de Costa Rica. El paréntesis de la Federación Centroamericana no alcanza a interrumpir el proceso continuo de la identidad nacional; antes bien, contribuye a definir sus aristas.

Dos pasos. A dos generaciones debe la Patria la gesta heroica de los años 1856 y 1857 en la que descuella, como epónimo, el presidente Juan Rafael Mora Porras:

1ª – La generación de la Independencia, la que viene a consolidar las bases de la entidad nacional costarricense y levanta sus columnas, generación de vecinos convertidos en visionarios tribunos.

2ª – La generación que salva al edificio nacional amenazado por el huracán filibustero y, con ello, inflige a este enemigo de la hispanoamericanidad su derrota definitiva.

Dos generaciones, diría Ortega y Gasset, pues apenas van treinta y cinco años de una fecha a la otra. Algunas personalidades eminentes de la primera, que se imbrica con la segunda, como el Dr. Juan de los Santos Madriz, primer Rector de la recientemente fundada Universidad de Santo Tomás, presencian y viven también el bizarro despliegue de los valores de la nacionalidad, ratificados en el ejercicio, ya no de arquitectos de la Patria, sino de sus valientes defensores en el paso de Las Termópilas centroamericanas, como lo apunta Armando Vargas Araya, en su valioso estudio sobre don Juan Rafael Mora Porras. Esos valores, remozados y enriquecidos con el espíritu de autenticidad cristiana que sale de más hondo, dan el temple, el denuedo, al ejército de patriotas que luchan en Santa Rosa, en la Vía del Tránsito y en Rivas, a los que caen en el campo de batalla, a las víctimas del cólera y a los que regresan extenuados pero victoriosos a sus hogares. Dentro de la humanidad agigantada de cada uno de aquellos admirables luchadores palpita la nacionalidad, cuando no entendida, por todos sí plenamente vivida.

*Licenciado en Filosofía y Letras.

Fuente: Tribuna Democrática.com
28 de Septiembre 2010

Juanito vive

La tierra debió abrirse y el cielo caer en cruz sobre los montes cuando te asesinaron don Juan Rafael Juanito don Juanito

el sutil velo de la patria se rasgó para siempre con tu muerte gigante

contemplo tu huella

gotea tu sangre aún húmeda en la arena

en gritos de batalla enrojece el San Juan por Santa Rosa enhiesta Rivas reconquistada Granada la que fue

tiene memoria la patria presidente capitán un sol de siglo y medio no ha logrado secar tu savia en el estero

estás vivo en manglares y humedales tu verbo redentor habita por siempre las venas de los justos

los niños y las niñas de este trémulo siglo deben beber tu historia

ceñir tu recuerdo con banderas

aún te necesitamos para doblar rodillas invasoras para atender la vida sin amos ni señores

Hay que correr la voz: Juanito vive

*Poeta y periodista.

* Fuente: Tribuna Democrática.com
28 de Septiembre 2010

Juan Rafael Mora: primer ensayista costarricense

Es, pues, imprescindible, darle a Juan Rafael Mora el lugar que se merece entre los fundadores de la literatura nacional. No es que él fuese un escritor que se propuso escribir ensayos, o un literato, pero sus mensajes presidenciales y varios de sus discursos son ensayos de análisis político y social de alta calidad. Y dos de sus proclamas más bien parecieran poemas en prosa.

El ensayo es un género antiguo, aunque es a partir de fines del siglo XVI cuando Michel de Montaigne modela la forma definitiva de un escrito en prosa que superaba los alcances de un artículo -porque no se limita a tratar sobre un solo hecho, sino que se amplía a la reflexión general. Supera también a la crónica puesto que, además de informar de algo preciso, reflexiona sobre el sentido profundo de esa información. Y debía ser más personal y más breve y condensado que un tratado. Es desde entonces el género por excelencia para exponer y debatir ideas, porque el lenguaje conceptual debe imponerse sobre el lenguaje que evoca imágenes, como ocurre en la novela o en el cuento.

En el siglo XIX el ensayo es abundante y en Hispanoamérica tiene ya las características consagradas por Montaigne. Primero el mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi y poco después el argentino Domingo Faustino Sarmiento, se distinguían entonces por sus artículos y ensayos, cuyos vehículos de difusión eran, por lo general, el diario u otras publicaciones periódicas. Mención especial merece el venezolano continental Andrés Bello cuya obra hacia mediados de ese siglo era leída por toda la América española. Y discípulo de Bello fue Simón Bolívar, el gran fundador de repúblicas en Hispanoamérica, varios de cuyos discursos figuran en las antologías del ensayo continental, en especial su Discurso de Angostura, pronunciado en esa ciudad hoy ciudad Bolívar el 15 de febrero de 1819.

Para este grupo de patriotas el ensayo era un género tan atrayente como útil porque servía para exponer allí los complejos asuntos concernientes a la organización de las nuevas repúblicas. Fernández de Lizardi, por ejemplo, cuestiona en varios de sus escritos la necesidad de superar y abandonar el legado de una educación confesional pasatista y reaccionaria. Sarmiento escribe con pasión acerca del conflicto creciente entre las fuerzas del interior, del campo aún bajo el pensamiento colonial, y las más organizadas y modernas fuerzas de la ciudad. A Bello le preocupaban tanto la educación como las leyes, la necesidad del gobierno por preservar el orden social como la persistencia de la unión republicana.

Juan Rafael Mora Porras no es ajeno a ninguno de esos problemas, y de algún modo, todos los trató en sus escritos; además, como ellos, es un hombre entregado a la función pública, a las demandas de organizar la naciente democracia; dispuesto a defender en cualquier frente la patria y la libertad ganada en la Independencia. Como Bolívar y Sarmiento, Mora llegó a ocupar el honroso cargo de Presidente de la República, y como ellos combatió al invasor y a la tiranía en el campo de batalla; no le cupo a él enfrentarse a España, como a Bolívar, pero debió oponerse a la nueva fuerza imperial que entonces empezaba a imponerse amenazadoramente.

Por eso a Juan Rafael Mora Porras le preocupaba, sobre todo por la urgencia que imponían las circunstancias, pensar y escribir sobre la cuestión de la unión regional ante la amenaza de aquella potencia extranjera; en este sentido es claro antecedente del patriota y escritor cubano José Martí, otro gran ensayista. Mora se desvelaba por la conservación de una identidad que ya empezaba a configurarse como nacional y propia, frente a los Estados Unidos de Norteamérica que continuaban expandiéndose por medios avasalladores hacia el oeste y hacia el sur.

Los escritos de Mora están detalladamente terminados: se ha esmerado en una expresión tan clara como coherente y elegante; ha pensado bien cada idea y ha llegado a expresar esa idea con sigular precisión; no son escritos rápidos; antes muy el contrario, se nota una elaboración paciente que evita repeticiones, que apela al concepto justo y las pocas imágenes que utilizan son rápidas y no demoran la exposición de sus reflexiones. Tenía la obligación de ser claro y directo: ninguna duda podría levantarse de la lectura de sus mensajes porque el país vivía en los alrededores de una guerra cuyas consecuencias peores debían evitarse a toda costa. Y hay en todos ellos un tono de pasión y devoción por Costa Rica que los unifica y los embellece.

Uno de sus mejores escritos es el “Mensaje del Presidente de la República, al Congreso de 1856”, que apareció en el Boletín Oficial, el 4 de agosto de ese año crucial en la historia de Costa Rica: ya han ocurrido las batallas de Santa Rosa y de Rivas, las tropas enfermas y diezmadas han regresado. Él se pregunta, ¿quién diría que hace apenas un año el país, que marchaba en paz y prosperidad hacia su futuro, iba a encontrarse con tales obstáculos? En sus expresivas palabras: “El espíritu laborioso de los costarricenses, su respeto al orden, su amor a la propiedad, y al acuerdo constante de la Nación y el Gobierno producían tan opimos frutos, cuando exteriores acontecimientos, funestos al parecer para la América Central, tal vez propicios en los incomprensibles misterios de las evoluciones humanas, vinieron a interrumpir esa marcha pacífica y feliz”. La esperanza del futuro promisorio que el costarricense se había propuesto quedaba bajo amenaza; factores externos se cruzaban agresivamente en su camino, pero su líder, para defender su causa, supo tomar tanto la pluma como la espada.

*Profesor en la Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje, Universidad Nacional.

Fuente: Tribuna Democrática.com
28 de Septiembre 2010

Deuda de la patria

No hay duda de que la guerra librada contra el invasor filibustero en 1856-1857 es la cantera más rica del heroísmo costarricense. Rememorar esta lucha en momentos críticos y difíciles, cuando la independencia y la libertad se hallan amenazadas, constituye una fuente inspiradora y generadora de energía que permite al pueblo enfrentar y superar dichas situaciones. Cantera inagotable del heroísmo, el surgimiento de uno, dos o más héroes ejemplarizantes es tan conveniente como saludable para el fortalecimiento de la identidad nacional.

Lo grave en nuestro régimen es la amnesia o la mezquindad con que su gobierno dejó pasar en forma inadvertida o indiferente la experiencia bélica que nos legó la Patria. Juan Santamaría y Juan Rafael Mora Porras son héroes surgidos de esta lucha. Cada uno de ellos tiene su propio lugar, sin desmerecer el papel protagónico y simbólico que la Historia les ha concedido. Ambos, Santamaría y Mora, con su accionar supieron responder en el momento preciso, dejando una huella imborrable en la historia del país y asegurando la continuidad de Costa Rica como nación. Juan Santamaría simboliza el papel heroico asumido por los costarricenses que supieron responder el llamado a las armas para enfrentar a quienes amenazaban con privarnos de la libertad e independencia alcanzada 35 años antes, en 1821. En otras palabras, con su ejemplo y sacrificio ratificó la voluntad decidida de nuestro pueblo por mantener vigentes estos principios.

Juan Rafael Mora Porras simboliza al estadista visionario que desde un principio supo advertir al pueblo el peligro filibustero, liderándolo para mantener incólumes los valores de la Patria. Ambos, Santamaría y Mora, asumieron su responsabilidad histórica y fueron inmolados. Hoy por hoy, son ejemplo de abnegación y sacrificio para los costarricenses. Del mismo modo en que Juan Santamaría simboliza el heroísmo de quienes fueron a luchar, Juan Rafael Mora Porras encarna el espíritu nacional de la época que lo llevó incluso hasta su propio deceso, víctima y mártir de los que ostentaban el poder en ese momento.

Transcurridos ciento cincuenta años del sacrificio de ambos héroes, aún se debate su reconocimiento. Pero su reivindicación no es demora en vano. A Santamaría la tradición lo ha declarado Héroe Nacional por antonomasia. A Mora, quienes hoy ostentan el poder político le brindan ese reconocimiento. Atrás quedan la confusión y la indecisión, las actitudes mezquinas y timoratas, el irrespeto y la irresponsabilidad demagógica y provinciana, para cumplir esta deuda de la Patria.

* Historiador.
Director-Fundador del Museo Histórico Cultural Juan Santamaría.

Fuente: Página Abierta
Diario Extra
28-09-10

Una velada irrepetible

A las maestras de sexto, la niña Margarita y la niña Betty (q.d.D.g) les tocó preparar el cuadro principal del acto, consistente en una representación de aquellos hechos bélicos. Rápidamente escogieron algunos de los actores: Gerardo Moreira fue el general Cañas, Leslie Soto el comandante de las fuerzas del gobierno y Luis Martínez (q.d.D.g.) representó a don Juanito, lo que fue una acertadísima elección debido al gran parecido físico entre ambos. Ellas hicieron el libreto, pero toda la tramoya la dejaron en manos de los alumnos.

Como a esas edades nadie quiere perder y la historia nos era muy conocida, sobró gente para hacer el papel de soldados gobiernistas; pero al final el ejército invasor quedó reducido a solo dos soldados, Eduardo Estevanovich y yo. Eduardo era un compañero especialísimo: de gran imaginación, el mejor narrador de historias de la escuela; y que de cuando en cuando aparecía con una piedra rara, se hacía el misterioso y decía que era oro del que su papá sacaba en la mina que tenían en Miramar. Eso lo colocaba ante nosotros al nivel del Sha de Persia o del Aga Kan.

La función debió ser un viernes en la tarde. Desde la entrada de las clases, los que teníamos algún papel de soldados llegamos a lucir las armas de las que haríamos gala, porque recordemos que en esa época y al menos en Alajuela, no era ningún escándalo ver a un carajillo con un rifle al hombro. Abundaban los rifles de copas pero también había rifles de verdad. Yo al menos llevé la carabina con que papá había peleado en tres revoluciones, lo que era cierto, y empecé a rajar; los cinco minutos de fama no me duraron mucho porque otro güila apareció con una escopeta, anunció que con ella su abuelo había matado cuatro tigres en San Carlos y me robó el auditorio. Pero este tampoco disfrutó de su gloria porque llegó otro con un mosquete todo herrumbrado y nos barrió el área diciendo que ese era el mismitico fusil de Juan Santamaría.

Al final de aquel memorable día los alumnos fueron conducidos al salón de actos en el orden usual: los primereños ocupaban las filas frontales para que los más grandes no les taparan, y así sucesivamente hasta terminar con los sextos en la parte trasera. Era el final de la tarde, el cielo estaba negrísimo, llovía mucho, pero la emoción era desbordante pues ya se había filtrado la noticia de que en la velada “iba a haber balacera”.

El acto empezó con el canto del Himno Nacional; después siguió el de Juan Santamaría; luego la directora, la niña Yolanda, dijo unas palabras motivadoras henchidas de patriotismo y la función empezó. Hubo un par de cuadros, algunas recitaciones y por último el plato fuerte: la representación de los hechos de Puntarenas en 1860.

Se abrió el telón, en el fondo apareció una lancha hecha de cartones, su vela consistía en un gangoche guindando de un escobón, en ella estaban trepados Mora y sus seguidores. Don Juanito arengó a sus tropas, después Cañas dio la orden de que desembarcaran y Eduardo y yo bajamos de la lancha, medio agachados, como haciendo mates de comandos; con las puntas de los rifles escudriñábamos entre un montazal hecho con cañas de bambú y ramas de gigante, mientras poníamos caras de malos. Después entraba otro a la carrera vestido de campesino y anunciaba que se acercaban las tropas del gobierno. En eso, se oyeron redobles de tambores, toques de corneta y apareció una multitud armada, arrastrando dos cañones hechos con unos cabos de tubo metidos entre unas ruedas de bicicleta. Uno de los gobiernistas, queriendo descollar, lucía un casco hecho con una bacenilla vieja toda escarapelada, a la que le habían pegado unas barbas de papel crepé. La mezcolanza de gorras, quepis y cachuchas fue inenarrable; así como el variopinto sancocho de guerreras del Instituto, camisas del Resguardo, sacos raídos sacados de algún baúl. etc. etc. En fin, allí estaban cuantos chuicas viejos encontraron las mamás.

Después que el escenario estuvo lleno de soldados, Leslie y sus oficiales exigieron la rendición de los invasores. El general Cañas los mandó para el carajo y comenzó la batalla. Don Rigo, el maestro de física, tiraba triquitraques sobre el tablado, el ruido era ensordecedor, unos truenos aumentaban el burumbún y en segundos el lugar se llenó de humo, toda la gente tosía y entonces empezó lo bueno: los soldados comenzaron a caer en el fragor del combate. La primera y más memorable “muerte” fue la de Eduardo: soltó el rifle, y empezó a deslizarse lentamente hacia el suelo en forma similar a como lo hace el inmortal Tamborcillo Alajuelense en el cuadro de Echandi. A medio camino empezó a aplicar sus efectos especiales: con una navajilla oculta entre sus dedos cortó un refresco boli de sirope que llevaba debajo de la camisa y la “sangre” empezó a manar a chorros para solaz del auditorio que aplaudía a reventar. La batalla siguió y pronto el cerro de muertos pegó al techo. Poco a poco las tropas invasoras, es decir yo porque Eduardo estaba “agonizante”, fueron dominadas por los del gobierno y al final tuve que rendirme, me quitaron el rifle, me pusieron manos arriba, me aplicaron una dolorosa llave y me condujeron ante Leslie que ordenó mi inmediato fusilamiento. Entonces don Juanito, o sea Luis, se apeó de la lancha y dijo “No fusilen a este humilde campesino cuyo único pecado fue confiar en mí, ¡yo respondo por él!”. A pesar de la ovación, enseguida los gobiernistas lo agarraron y junto con Moreira, los amarraron a un palote que formaba parte de la decoración, y los fusilaron en medio de un nuevo ensordecedor redoble de tambores. Seguido, cayó el telón.

En esa época la escuela Ascensión era solo de hombres y el toque femenino lo daban “artistas invitadas” que las niñas reclutaban en las escuelas de mujeres. En este caso la escogida fue una flaca muy bonita que vivía por La Agonía y que era actriz frecuente en las veladas. Su sola presencia causaba estragos entre los más advertidos. Ella fue la que protagonizó el papel de la señora del general Cañas, en el cuadro final que representaba cuando un mensajero le entregaba la famosa carta de despedida de su esposo. Ella la leía entre sollozos, el correo le confirmaba su muerte, y por último ella caía desmayada.

Pero lo más impactante de la jornada ya había ocurrido: cuando el telón se había cerrado entre cuadro y cuadro, un cuerpo rodó por debajo, era Eduardo en sus “estertores” finales. Todas las miradas se concentraron sobre él. Un relámpago iluminó la escena. Girando llegó al borde del escenario, irguió su torso en una pose como la del “Gálata moribundo”, se llevó las manos al abdomen, tiró de la camisa, se arrancó los botones y ¡qué horror! Todos vimos sus tripas empapadas en sangre; digo, en sirope. Abrió la boca, peló sus grandes dientes, puso los ojos en blanco, sacó la lengua, luego volvió a rodar y cayó quedando acomodado sobre el piano. El respetable estaba frenético, aquello superaba con creces cualquier película de vaqueros de las que daban en tanda de una. En medio de la emoción, los aplausos y el bullón, pocos repararon que en realidad se trataba de unas cuantas salchichas que aquel formidable actor se había pegado en la panza.

Las veladas terminaban con el canto del himno de la escuela y para acompañar había que levantarle la tapa al piano donde yacía el compañero, una maestra se le acerco y le dijo que ya era mucho, que jalara. Como respuesta el agonizante convulsionó una pierna; ella lo amenazó con mandarle un formulario si no se quitaba y como no hizo caso, lo agarró de una oreja y lo hizo sacado a empujones. La desilusión de la chiquillada fue enorme pues vieron como en segundos, el heroico muerto resucitaba y empezaba a gritar de dolor. Me imagino que esa noche en la casa de los Estevanovich no comieron embutidos y que a Eduardo le deben haber metido una gran chilillada por llegar sin botones, con toda la camisa manchada con sirope y hedionda a salchicha. ¡La prenda debió pasar semanas sobre la lata de blanquear!

Pero valió la pena. Porque Eduardo con su magistral actuación, dejó un recuerdo imperecedero entre los afortunados que la vimos.

Tan espectacular velada hoy es irrepetible. Dentro de la ideología de la “Pax Heredianica” como dirían los romanos; en una escuela primero se ve una pasarela con modelos chingas que una batalla, aunque sea la de Rivas. Un espectáculo tan sanguinolento como ese, implicaría que le corten el rabo a la directora y que a las niñas las suspendan. ¿Güilas con rifles? ¡Impensable! hoy andan pistolas dentro del bulto con las que asaltan a sus compañeros o balean a los profesores.

Así aprendíamos historia en aquel tiempo, se nos enseñaba quienes eran nuestros próceres y los respetábamos. No teníamos las melcochas cerebrales de algunos que ahora les serruchan el piso a los verdaderos héroes, inventan unos nuevos; e ignorando el significado de las palabras, declaran libertadores al primer invasor que se les presenta.

Serán viejeras pero creo que la educación de otras épocas fue muy superior a la actual.


Fuente: Tribuna democrática.com

27 de Septiembre 2010

Don Juan Rafael Mora y el Himno Nacional

En esta guerra, nuestros soldados, al mando de su Presidente, iban acompañados de dos símbolos nacionales: la bandera y el Himno Nacional, al que todavía no se le había compuesto una letra.

Hubo que esperar más de medio siglo para que la música patria encontrara, después de varios intentos, finalmente una letra que describiera nuestros anhelos. Para ello, en 1903 el gobierno convocó a un concurso en el que participaron muchos poetas e intelectuales conocidos; pero irónicamente le correspondió ganar a un joven poeta rebelde y activo defensor de los derechos de los trabajadores, que desconfiaba de los gobiernos y de los políticos, y que creía en la libertad del ser humano y en la liberación de éste por la educación.

Como el joven José Ma Zeledón no era del agrado del gobierno de don Ascensión Esquivel y había reticencia en declarar la oficialidad del himno ganador, el jurado abrió una encuesta en los periódicos para que el pueblo opinara. La letra fue del agrado de la gente porque era simple, breve, y decía lo que la mayoría consideraba su ideal de vida. De esta forma, aunque el gobierno nunca dio el decreto de oficialidad, la letra del Himno escrita por Billo Zeledón fue adoptada por las escuelas y cantada desde entonces por todos los costarricenses.

Dado que la música del Himno está ligada a la primera infancia de nuestra nación, en la que se toma conciencia no sólo de nuestra soberanía sino además de la pertenencia a una comunidad mayor cual es Latinoamérica, el autor de la letra acude de nuevo a las significaciones generadas en la Campaña Nacional de 1856 y, muy concretamente, a la imagen que de la comunidad nacional había ofrecido el Presidente Juan Rafael Mora en aquella ocasión. De esta forma podemos afirmar, que es esta gesta épica la que genera el discurso fundacional de nuestra nación.

Al igual que el Presidente Mora y su ejército marchan al encuentro del invasor bajo la sombra de la bandera (1848) y los acordes de la música del Himno Nacional (1852), la letra compuesta por Billo Zeledón para el canto patrio se basa en los valores de esos símbolos previos y su historia.

En la primera estrofa es notorio que el poeta se había inspirado en los colores de la bandera, pero en lugar de seguir los modelos políticos que vemos en otros himnos, los interpreta sobre la base de la imaginación popular y no sobre imágenes políticas desgastadas. Por eso mismo, la letra está llena de poesía y pinta un lugar soñado, lleno de paz, bajo un cielo limpio y transparente.

En la siguiente estrofa vemos a un hombre campesino volcado sobre el surco con el rostro enrojecido por el trabajo. Lo anterior significa que la vida expresada en los colores de la bandera ha sido posible gracias a que las personas que allí viven han encontrado sabiamente en el trabajo, no sólo una manera de satisfacer sus básicas necesidades, sino también el gozo espiritual que da una vida honrada y la realización personal de nuestras propias capacidades. Luego se nos dice cómo por el trabajo valiente y honesto de esos humildes campesinos, la madre patria ha obtenido fama y honra; pero además se advierte sobre el coraje de sus gentes, quienes saldrán a defenderla usando sus propias herramientas de labranza.

De una manera clara y sin rimbombancias literarias, Billo Zeledón retrata con acierto el tipo humano que está en la base de esta nación. No se trata de intelectuales ni letrados; ni de políticos o magistrados; y mucho menos de generales ni militares. Se trata de algo muy real y concreto en la vida de un país: los trabajadores. Ese es su gran acierto. Lograr un retrato de lo cotidiano y concreto en el que la gente común y corriente podía reconocerse.

De modo que, de todas las actividades sociales, el Himno selecciona el trabajo por dos razones: primeramente, por ser la actividad dominante en la vida diaria de las personas y, en segundo lugar, por su capacidad formativa; del último rasgo se deriva una relación significativa entre trabajo y honradez. Lo que honra es el trabajo y por eso todo mérito debe provenir del trabajo. De ahí que llamemos honrado a todo aquel hombre que vive de su trabajo. El autor, por su parte, siendo poeta, se llamaba así mismo indistintamente labrador, sembrador, obrero y trabajador del ideal. Según el Himno, el trabajo no sólo proporciona honra, sino que además proporciona valentía y virilidad, al darle al ser humano conciencia de su fuerza, es decir, de su capacidad y potencial. Por eso, el derecho sagrado no lo da la Patria, sino que se lo ganan sus hijos y es así como hacen Patria.

Se trataba de una letra que no parecía típica de un himno nacional –y su esposa se lo había dicho la primera vez que la oyó– porque no hablaba de los lugares comunes en estas composiciones: guerra, sangre, muerte en batalla, victorias militares, cañones bayonetas, gritos, etc. Todo lo contrario –y en esto está su originalidad y una vez más su rebeldía contra los caminos establecidos e inamovibles– el himno que Billo escribió habla de otro tipo de sueños, de otros ideales de vida: de la tierra que nos vio nacer, de la fecundidad y generosidad de nuestro suelo y la transparencia de nuestro cielo; pero sobre todo habla del valor del hombre que se hace hombre en el trabajo honrado y de la mujer-madre que, como su tierra, es gentil, dulce y protectora. Es decir: suelo, trabajo y familia conforman nuestra verdadera patria.

La composición es interesante porque si bien el contenido no es marcial o militar como lo es la música; la letra sigue siendo un himno porque hay una alabanza. Todo el himno es una loa y un saludo a la patria. El saludo de “salve” que se repite varias veces en la letra expresa el deseo de que viva por siempre la patria, algo equivalente a “un Dios te guarde así para siempre”.

Pero naturalmente esto habrá de depender del hecho de que cada generación de costarricenses sea capaz de practicar y mantener las virtudes que allí se exponen: honradez e integridad.

Esta última virtud que el Himno propone es otra manifestación de la honradez. La integridad se manifiesta en el Himno cuando destaca la coherencia del trabajador con su ideal hasta el punto en que, a pesar de su amor por la concordia, es capaz de luchar contra quien sea para defender sus valores porque es leal a ellos, no sólo de palabra, sino de acción; es decir, que somos también honrados, rectos, íntegros, en la relación que tenemos con nuestros ideales. No los decimos sólo de boca, sino que vivimos según ellos.

Por todo lo anterior, debajo del canto, el Himno Nacional nos propone una doble promesa: por un lado, la promesa de vivir honradamente conforme a nuestro trabajo, para alcanzar la paz; y por otro, la de actuar en concordancia con esta promesa, defendiendo día a día los valores que hemos jurado, para mantener la patria limpia y pura como su cielo. En esto consiste el compromiso que asumimos cada vez que, de pie, con el cuerpo firme y la frente en alto, cantamos el Himno Nacional; por eso, bajo el límpido azul de su cielo, la paz espera que cumplamos nuestras promesas.

*Profesora emérita, Universidad de Costa Rica.


Fuente: Página Abierta
Diario Extra
28-09-10

Juan rafael Mora Porras: Libertador y Héroe Nacional

Don Juan Rafael Mora Porras gobernó Costa Rica de 1849 a 1859. Durante su Presidencia, el país experimentó importantes transformaciones en todos los campos, pero el hecho más importante, el que marcó definitivamente su impronta en la vida nacional, lo constituyó la Campaña Nacional de 1856-1857, cuando el pueblo armado, bajo su esclarecida dirección, luchó contra los filibusteros. Él, con visión continental, vislumbró el peligro que Walker y sus fuerzas con apoyo logístico y recursos provenientes del sur de Estados Unidos, representaban para nuestro país y el resto de Latinoamérica. Esta cruzada selló la determinación costarricense de morir antes que rendirse a la esclavitud de una fuerza extranjera; la pérdida de casi el 10% de nuestra población en los campos de batalla y en especial por la epidemia del cólera denota la magnitud de aquel sacrificio.

Con la victoria sobre las huestes esclavistas, don Juan Rafael se convirtió en el gran líder centroamericano. No obstante, el costo humano y material del extraordinario esfuerzo bélico, el desgaste de diez años de gobierno, algunos roces con la Iglesia y ciertas medidas de corte popular, le atrajeron la animadversión de un poderoso sector de la oligarquía cafetalera que se alía con los coroneles Blanco y Salazar subalternos y compañeros suyos en los campos de batalla quienes derrocaron su régimen en la madrugada del 14 de agosto de 1859 y lo envían al exilio; cinco días después del golpe, parte de Puntarenas hacia El Salvador. Es la hora de la traición.

Sin embargo, el ex Presidente no se resigna a la pérdida del poder, confía en el apoyo del pueblo que por diversas razones no se materializó y decide regresar al terruño. A mediados de setiembre de 1860, desembarca en Puntarenas con algunos de sus partidarios; la lucha del 28 de ese mes, entre las profesionales y numerosas tropas del gobierno y sus fuerzas minoritarias, fue encarnizada; la victoria favorece a las primeras.

La vida de Mora constituía un serio peligro para los grandes potentados, para los intereses antinacionales, así que, sin mayores preámbulos, el 30 de setiembre, don Juan Rafael es fusilado en la ciudad de Puntarenas, en las laderas del estero, muy cerca del mar. ¡Lo matan los filibusteros criollos!
Hombre superior, vivió intensamente, amó y sirvió con lealtad y patriotismo a su país y ahora, en el momento supremo, supo también enfrentarse con valentía al destino.

El crimen perpetrado por el régimen de Montealegre contra don Juan Rafael Mora Porras constituyó una afrenta para Costa Rica; es la página más negra de nuestra historia.

Don Juanito adquiere la categoría de héroe en la guerra patria; fue el eje, el inspirador, el padre de aquellas jornadas gloriosas que, con sacrificio y sangre, reafirmaron nuestra independencia y soberanía. Él y Juan Santamaría, humilde y grande, se complementan; ambos representan lo mejor del pueblo costarricense, unidos en la titánica tarea para acabar con el filibusterismo esclavista.

Los errores que Mora humano al fin cometió en su larga carrera política, en época de tempestad y crisis para la República, no admiten comparación con la grandeza de su obra libertadora, con el amor y entrega absoluta al servicio de su país y con el ejemplo luminoso que nos legó. Fue el más preclaro defensor de la soberanía y de la independencia nacional.

Por ello la Asamblea Legislativa de la República actuó con rectitud al declarar oficialmente a don Juan Rafael Mora Porras “libertador y héroe nacional”. Repara así, como se ha dicho, una injusticia histórica y desautoriza a quienes ayer y hoy han pretendido en vano negar o distorsionar su obra.

Cuando existen indicios de intervención extranjera en el país, con naves de guerra y marines ya en nuestras aguas territoriales, el ejemplo de don Juanito debe mantenernos alerta.

Al conmemorarse, el próximo 30 de setiembre, el 150 aniversario de su muerte, recordémoslo como lo pedía el poeta don Arturo Echeverría Loría en el fragmento “Juan Rafael Mora, el héroe y su pueblo”: “Que se oiga su nombre en los mercados y plazas, que se repita siempre sin patriótico alarde, como cosa sencilla, como hierba, como agua, como camino y polvo, como piedra de río, humilde y conocida: que sea maíz en el hogar del pobre y agua en la calabaza que refresca al labriego en su faena de labranza. Saquémosle de los archivos, de los papeles muertos. Él no entregó la tierra, no enajenó el predio, no se vendió a los ricos, ni explotó a los pobres. Es grande sin dobleces, es potente sin vicios”

* Historiador

Fuente: Página Abierta
Diario Extra
28 de setiembre de 2010

El atroz magnicidio de Puntarenas: El régimen decide quitar la vida a don Juan Rafael Mora Porras

El morismo es una corriente humana innegable pero descoyuntada, carente de líderes duchos, partido político y organizaciones cívicas. Tras el rompimiento del orden constitucional se registra una creciente ola de descontento. Factores castrenses sostienen al régimen, encabezado por José María Montealegre, en un clima de constante nerviosismo político. El derrocamiento de Juan Rafael Mora obedece a los intereses de un puñado de personas acaudaladas, no a un sentimiento generalizado. El historiógrafo Carlos Meléndez señala que “no ha existido en Costa Rica un régimen que tuviera que luchar tanto por su estabilidad” como el de la nueva era (así se autodenominan los de la cuartelada).

El mismo 14 de agosto de 1859 se reúnen en San Rafael de Ojo de Agua de 300 a 400 hombres para marchar sobre San José y restituir el mando al ex Presidente Mora, pero el destituido gobernante pide por escrito deponer las armas para evitar la efusión de sangre. Justo al mes del golpe de Estado, los tribunales condenan a un año de prisión a dos ciudadanos inculpados de sedición. Se instruye un caso por presuntos actos subversivos. Se requisan hojas sueltas contra la administración de facto. Se reprime un intento de alzamiento militar en Guanacaste. En el occidente de Alajuela, cunde el espíritu de rebeldía. Durante octubre y noviembre llueven rumores sobre inminentes acciones de armas. El desasosiego es ostensible.

A su retorno de Estados Unidos, donde ha permanecido un par de meses, y rumbo a El Salvador, el ex Presidente Mora hace escala en Puntarenas el 21 de diciembre. Sería la primera vez que pise suelo patrio desde su remoción. Muchos de sus seguidores se trasladan al puerto para saludarlo. Su señora esposa doña Inés Aguilar de Mora, con 29 años de edad y cinco hijos, gestiona negocios familiares de exportación e importación para lo cual alquila una bodega donde se juntan a conversar los moristas. El régimen advierte que se aprestan asonadas en Atenas, Esparza, Grecia, San Ramón y otras comunidades. El gobernador militar prohíbe que el expatriado toque tierra, clausura la bodega y da tres horas a doña Inés para abandonar la localidad, apresa muchos fuereños y emplaza cuatro cañones al lado de una zanja que hace cavar a la entrada de la ciudad, en la Angostura.

Es probable que el impedimento del régimen a que el ex Presidente Mora comparta unas pocas horas con su señora esposa y con sus chiquitos a quienes no ve desde hace cuatro meses, le active la resolución del desquite. De Nueva York sale solo, pues su sobrino Manuel Argüello viaja a Irlanda; allá lo llamará para que regrese y lo auxilie en una comisión clandestina. Aunque su voluntad declarada sea retirarse de la política, dedicarse a los negocios, establecerse con la familia en otro país y visitar Europa, las atrevidas y numerosas acciones del morismo insurrecto lo jalan en sentido contrario. “Cede al fin a las repetidas instancias de sus numerosos amigos que le llaman por todos los correos”, dice el historiador Ricardo Fernández Guardia, quien anota que “en política los amigos suelen ser más peligrosos que los enemigos”. Es un grave yerro, de costo imponderable porque hay más irreflexivos rebeldes que razones y regimientos. Todo jefe derrocado fantasea con una insurgencia que lo devuelva al mando.

En la Nochebuena, el comandante militar de San Ramón arresta a un número de comerciantes e irrumpe en la casa cural adonde apresa a familiares del párroco, implicados en una revuelta. “Algunos sacerdotes, olvidándose de su misión de paz”, sostiene el régimen, “se convierten en ministros de sedición y de anarquía”. La alarma se extiende por los 32 rumbos de la rosa de los vientos. Para sofocar el movimiento, es enviado un general con numerosa tropa: las armas que ayer vencieron al filibusterismo son hoy el contrafuerte del régimen.

El cuartel de Liberia y la jefatura política de Bagaces son ocupados a mediados de enero por conspiradores moristas. Los insurrectos encalabozan a varios novoeristas. En Nicoya y Santa Cruz se producen movimientos de apoyo a la resistencia. El régimen despacha al mismo general “multiusos” al frente de unidades de soldados y pelotones de reclutas. Los amotinados escapan y se internan en Nicaragua. Hay detenciones a diestra y siniestra, incluida la del capellán militar en la Guerra Patria, Pbro. Francisco Calvo. La tropa vuelve y es recibida en la capital con arcos de triunfo.

El clima insurreccional “va acumulando en la mente de los que gobiernan el país, una serie de ideas maquiavélicas quizá, que vendrían a ser la única solución posible para acabar con tantas y tan continuas dificultades”. El régimen recurre a soplones, sobornos y otras marrullerías de disimulo y doblez. El historiógrafo Meléndez dice que “la idea de hacer desaparecer para siempre al hombre que tanta intranquilidad les ocasiona, va tomando cada vez más fuerza”.

A la semana de los trastornos en Moracia (hoy, Guanacaste), se presenta en Puntarenas, sin bajar del barco, el ex Presidente Mora. Es la segunda vez que el temible expatriado se acerca al puerto. La noticia corre de boca en oído y de oído en boca. El régimen entra en pánico, sin razón. El motivo del viaje es recoger a su señora esposa y a sus hijos para trasladarlos a El Salvador. En Santa Tecla ha iniciado un almácigo de café en gran escala.

El sobrino recién llegado de Europa va a Nicaragua y obtiene compromiso firme de auxilios del general Tomás Martínez: mil rifles y municiones, enganche de voluntarios en Granada y Rivas, un jefe de frontera que colabore con una insurrección en Moracia, reconocimiento de un gobierno provisional en Liberia, envío de tropas nicaragüenses, garantía de un préstamo por 14 000 pesos. Sin embargo, al ex mandatario le repugna imaginar siquiera el ingreso de soldados extranjeros al territorio patrio.

En Guatemala es recibido con honores de Jefe de Estado. El periódico gubernamental informa: “El Sr. Gral. D. Juan Rafael Mora, Presidente de la República de Costa Rica, que se halla separado del Gobierno de aquel país, a consecuencia de sucesos que son bien conocidos de nuestros lectores, llegó a esta capital. El Sr. General Mora visitó inmediatamente al Excelentísimo Sr. Presidente [Rafael Carrera] y ha sido recibido por S. E. con toda la atención y cortesía que corresponde a su carácter público y cualidades personales”. Los novoeristas leen y el régimen se sobrecoge.

Relata al presidente Carrera que su idea había sido buscar un sitio fuera de Costa Rica “donde vivir con mi familia y no influir en manera alguna en los destinos de mi patria”. Pero el llamado insistente de “personas notables”, el clima insurreccional, los encarcelamientos y confinamientos de sus amigos, le hacen cambiar de opinión al punto de, “si es preciso, dar la vida por salvar a mi patria”. Le comunica que el Gobierno de El Salvador ha decidido contribuir “al restablecimiento del orden y de la legitimidad en Costa Rica”. Le solicita ejercer “sus oficios protectores y saludables” a favor de todo Centroamérica.

27 setiembre de2010.
Fuente: Tribuna Democrárica.com*

Mora en su sitio

La venturosa decisión estremece las fibras más íntimas de la costarriqueñidad y augura fructuosos efectos. Ahora, la niñez y la juventud podrán estudiar las virtudes cívicas encarnadas por el más completo Presidente de la República en casi dos siglos de vida autónoma, aquel empresario transformado en estadista que dirigió al pueblo en armas por la conquista de la segunda independencia nacional.

Este es un momento único de memoria y reconciliación. El Poder Legislativo ha tenido la entereza de pedir perdón por sendas culpas contra don Juanito, como el Papa pidió perdón por los errores de los hombres de la Iglesia a través de milenios. Son elocuentes el mea culpa y la rectificación justiciera: “Al cumplirse 150 años de su muerte, nosotros, los representantes de la nación, decidimos enmendar ambos errores que menoscaban la dignidad de la República”. Desagraviar, ennoblece.

El acto legislativo llama Guerra Patria a las épicas acciones militares y las eficaces iniciativas diplomáticas de 1856 y 1857 encabezadas por el Presidente Mora, porque fue la fragua que fusionó los factores de la identidad nacional. A la vez, destaca la dimensión externa de la epopeya, realizada para salvaguardar la libertad de Costa Rica, de Centroamérica y de Hispanoamérica. Justipreciar la estatura del Libertador exige investigar el complejo y multifacético conflicto en el contexto del desarrollo íntegro de Costa Rica y Centroamérica, dentro del vasto movimiento de la emancipación iberoamericana y los designios de la potencia hegemónica para el Mundo de Colón.

La representación popular reconoce la eficacia del liderato del Presidente Mora. La estructura de la sociedad y la arquitectura del Estado cambiaron bajo su conducción civilizatoria de una década. El suyo no fue liderazgo patriarcal ni tiránico sino carismático, en el cual la relación interpersonal con el pueblo se sustenta en el amor y en el afecto. Su idearium y su praxis deben escudriñarse a fondo y así superar la tergiversación esparcida por sus adversarios al correr del tiempo.

El diputado Juan Carlos Mendoza habló con verdad al decir: “Bolívar no fue un sobrehumano, San Martín no fue perfecto, Martí alguna vez erró y Juárez, O’Higgins o Washington no fueron ángeles sino personas que acumularon en sus vidas un récord de luz y de sombra… En la antigüedad, los héroes eran semidioses y se creía que eran perfectos; en la actualidad, los héroes son personas de carne y hueso, con virtudes y defectos, que en el cumplimiento del deber se sobreponen a desafíos enormes. Los héroes no bajan del cielo sino que suben del suelo. La heroicidad se forja entre el pueblo, cuando un adalid convoca a la gente que lo sigue, para afrontar juntos una misión extraordinaria”.

El Presidente Mora fue derrocado porque estableció el Banco Nacional de Costa Rica. Sus antiguos amigos, competidores o socios no le perdonaron que la nueva institución financiera les privara del agio y de la usura. En el rompimiento del orden constitucional confluyeron diversos motivos pero una fue la causa eficiente, reñida con el interés general de la nación. El sabio Rodrigo Facio escribió que con la sola creación del banco, “sobrepuso su amor a la patria y sus anhelos democráticos, a los intereses de su propia clase, faz brillantísima y aún no estudiada de la vida del gran Presidente”.

La comunidad internacional no reconocía al régimen golpista. Don Juan Rafael era recibido como Presidente Constitucional en Guatemala y en El Salvador. La cuartelada se sostenía por los fusiles y la traición pagada. Muchos estaban inconformes con la Asamblea Constituyente y las elecciones de la autodenominada “nueva era”. El ex mandatario cometió el más grave error de su existencia al prestar oídos a los malcontentos. Desembarcó, inerme, en Puntarenas pero pronto fracasó la insurrección. Ya el régimen había decidido quitarle la vida. Un tribunal de farsa lo condenó al último suplicio. Por siglo y medio se ha hablado de “fusilamiento”. El Poder Legislativo decide hoy calificar el delito como un crimen de Estado.

¿Por qué mataron al Libertador y Héroe Nacional? Don Cleto González Víquez escribió que el homicidio “obedeció en mucho más que a conveniencias del Estado y a necesidades de gobierno, a venganzas de agravios personales”. La Asamblea Legislativa establece que fue “motivado por choques de intereses materiales y personales ajenos al bien común de la patria”.

Las rectificaciones históricas habrán de continuar. La justicia y la verdad claman por la vindicación del general José María Cañas, víctima de un asesinato de Estado dispuesto no ya por un remedo de tribunal sino por el mismísimo Presidente de la República y sus propios ministros reunidos en Consejo de Gobierno. ¡Qué barbarie! El general Cañas merece ser declarado Héroe Nacional y Héroe Centroamericano. Asimismo, es justo legalizar los títulos tradicionales de Héroe Nacional a Juan Santamaría y de Heroína Nacional a Francisca Carrasco.

La Asamblea Legislativa gana la gratitud de los costarricenses por reparar dos desatinos que vulneraban el decoro de la nación. Las señoras y los señores diputados obtienen el agradecimiento de sus compatriotas por declarar Libertador y Héroe Nacional a don Juan Rafael Mora. Honrar, honra.

El escritor Manuel Argüello Mora profetizó, en 1861: “La muerte le abrió las puertas de la historia, donde aparecerá un día, tanto más grande cuanto pequeños y raquíticos sus innobles enemigos”.

*Académico y escritor, autor del libro “El lado oculto del Presidente Mora” (edición corregida, revisada y aumenta: Eduvisión, 2010).

Fuente: Página Abierta
Diario Extra
28 de setiembre de 2010